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Harry G. Frankfurt

Editorial π

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Títulos publicados:Títulos publicados:Títulos publicados:Títulos publicados:Títulos publicados:

Peter Singer, La solución de la pobreza en el mundo.John Jospers, El arte y la moral.Bertrand Russell, El valor de la filosofíaVictoria Camps y Salvador Giner, Una vida de calidadLudwig Wittgenstein, Conferencia sobre ética.Giovanni Pico Della Mirandola, Discurso sobre la dignidad delhombre.

Diagramación: Mery Murillo A.Revisión de textos: José Raúl Jaramillo RestrepoIlustración : María Eugenia Botero A.La impresión fue dirigida por Carlos Villa A.Formato: 12 x 21 cm.Número de páginas: 48.Todográficas Ltda. Tel 412 86 01.Impreso en Medellín, ColombiaPrinted in Colombia. Julio de 2007En su composición se utilizó tipo Minion de 12 puntosSe usó papel Propalmate de 90 gramos y cartulina de 200 gramos.Esta obra fue publicada en español por Editorial Paidós en 2007.Traducción: Carme CastellsEditorial πEditor: Álvaro [email protected] para pensar es una publicación sin fines lucrativos.Ninguno de los ejemplares será puesto a la venta.Página web: www.editorialpi.com

INTRODUCCIÓN

No hace mucho, publiqué un ensayo sobre lamanipulación de la verdad, titulado On Bullshit(Princeton University Press, 2005). En dicho ensayo,propuse un análisis provisional del concepto debullshit; es decir, especifiqué las condiciones que meparecieron necesarias y suficientes para aplicar elconcepto de manera adecuada. Mi postura era que losbullshitters, manipuladores o charlatanes, aunque sepresentan como personas que simplemente se limitana transmitir información, en realidad se dedican a unacosa muy distinta. Más bien, y fundamentalmente, sonimpostores y farsantes que, cuando hablan, sólopretenden manipular las opiniones y las actitudes delas personas que les escuchan. Así pues,principalmente, su máxima preocupación consiste enque lo que dicen logre el objetivo de manipular a suaudiencia. En consecuencia, el hecho de que lo quedigan sea verdadero o falso les resulta más bienindiferente.

En aquel libro analicé también otras cuestiones. Porejemplo, exploré la distinción –fundamental, aunquemuchas veces pasa desapercibida– entre el bullshit y

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las mentiras. Expuse también diversas consideracionespara explicar la extraordinaria prevalencia ypersistencia de la charlatanería en nuestra cultura, yllegué a la conclusión de que ésta es una amenaza aúnmás insidiosa que la mentira para el normal desarrollode una vida civilizada.

En aquel momento, me pareció que con estobastaba. No obstante, pasado un tiempo, me di cuentade que en mi libro había obviado un tema del queninguna discusión sobre la charlatanería puedeprescindir. Bien es cierto que formulé una proposiciónimportante (dando por supuesto que la mayor partede mis lectores la compartirían), a saber: ser indiferentea la verdad es una característica indeseable e inclusocriticable y, por tanto, la charlatanería es algo quedebemos evitar y condenar. Pero no planteé nadasemejante a una explicación cuidadosa y convincente(de hecho, no di ninguna) de por qué exactamente laverdad es tan importante para nosotros, o por qué valela pena que nos preocupemos especialmente por ella.

En otras palabras, no logré explicar por qué laindiferencia a la verdad, a la que califiqué como unade las características principales de la charlatanería,es algo tan nefasto. Naturalmente, la mayor parte dela gente es consciente, y más o menos está dispuesta aadmitirlo, de que la verdad posee una importanciaconsiderable. Pero, por otro lado, pocas personas estánen disposición de esclarecer qué es lo que hace que laverdad sea tan importante.

Todos sabemos que nuestra sociedad soporta sincesar grandes dosis –algunas premeditadas, otraspuramente accidentales– de charlatanería, mentiras yotras formas de tergiversación y engaño. Sin embar-

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go, está claro que no parece que esta carga haya logrado–al menos hasta ahora– paralizar nuestra civilización.Tal vez algunas personas consideren, con cierto airede suficiencia, que esto demuestra que, al fin y al cabo,la verdad no es tan importante, y que no hay ningunarazón especial para preocuparse por ella. En miopinión, esto es un lamentable error.

En consecuencia, me propongo desarrollar aquí(como una especie de secuela de On bullshit, o comouna indagación a la que el citado texto podría servirde prolegómeno) la importancia práctica y teórica queciertamente cabe atribuir a la verdad, dejando almargen el hecho de si, por lo general, actuamos comosi tuviéramos conciencia de ello o no.

Mi editor (el inimitable e indispensable GeorgeAndreou) me señaló la curiosa y paradójica cir-cunstancia de que, si bien por una parte nadie se niegaa admitir que la charlatanería nos asedia por todoslados, son muchas las personas que, con grantenacidad por su parte, no están dispuestas a admitir–ni siquiera en principio– que pueda existir tal cosacomo la verdad.

Sin embargo, mi objetivo no es (al menos nomediante una argumentación o un análisisdirectamente polémicos) resolver de una vez por todasel intrincado debate entre quienes aceptan que ladistinción entre ser verdadero y ser falso es real ysignificativa y quienes, con gran energía (y conindependencia de si están en lo cierto o no, o de si esposible que lo estén), sostienen que esta distincióncarece de validez o que no se corresponde con ningunarealidad objetiva. Es poco probable que este debatellegue a resolverse algún día y, en términos generales,resulta bastante estéril.

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En cualquier caso, incluso quienes persisten ennegar la validez de la realidad objetiva de la distinciónentre verdadero y falso siguen afirmando (sin que, alparecer, ello les cause ningún rubor) que esta negaciónes una postura que verdaderamente sostienen. Insistenen que la afirmación de que rechazan la distinción entreverdadero y falso es una afirmación incondicionalmenteverdadera de sus creencias, que no es falsa.Precisamente, esta incoherencia prima facie en laarticulación de su doctrina hace que no quede muy clarocómo interpretar qué es lo que intentan negar. Y, porotra parte, ello nos induce a preguntarnos hasta quépunto debemos tomar en serio su afirmación de que noexiste ninguna distinción que tenga sentido o valga lapena hacer entre lo que es verdadero y lo que es falso.

Otra de las tareas que me propongo aquí es evitarlas enormes complejidades que implica cualquieresfuerzo serio de definir los conceptos de verdad yfalsedad. Probablemente, éste sería otro empeñodescorazonador que nos impediría centrarnos en loprincipal. Así pues, me limitaré a dar por supuestaslas formas más o menos universalmente aceptadas deentender estos términos. Todos sabemos qué significadecir la verdad acerca de diversas cosas sobre las cualesno nos cabe ninguna duda, como, por ejemplo,nuestros nombres y direcciones. Asimismo,comprendemos con igual claridad qué significa daruna información falsa de ellos. Sabemos muy biencómo mentir al respecto.

En consecuencia, supondré que mis lectores se danpor satisfechos con estas nada pretenciosas y filosó-ficamente inocentes descripciones, propias del sentidocomún, de la diferencia entre lo que es verdadero y loque es falso. Tal vez estas descripciones no lleguen a

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definir los conceptos con una precisión irrefutable yformal. No obstante, consideraré que tienen entidadsuficiente para abordar la citada diferencia de manerainteligente y veraz.

Una última observación: mi argumentación secentrará exclusivamente en el valor y la importanciade la verdad, y no en el valor o la importancia denuestros esfuerzos por buscar la verdad o de nuestraexperiencia al encontrarla. Cuando la evidencia nosconfirma que una determinada proposición esconcluyente y que no es preciso plantear ninguna otracuestión para comprobar que es verdadera,acostumbramos a sentir una gratificante sensación deplenitud y de haber logrado nuestro propósito, y a vecesesta confirmación nos produce una gran emoción. Unademostración rigurosa resuelve de manera inequívocatoda incertidumbre razonable respecto a la verdad dela proposición; y con ello desaparece cualquierresistencia a aceptarla, lo cual resulta reconfortante yliberador. Nos libera de las ansiedades e inhibicionesde la duda, y nos permite dejar de preocupamos sobrequé es lo que debemos creer. Nuestras mentesexperimentan una sensación de calma y, por fin, sesienten relajadas y seguras.

Este tipo de experiencias resultan más o menosfamiliares a estudiosos y científicos. Tampoco sondesconocidas para los demás, ya que también puedenproducirse durante el normal desempeño de suactividad. Muchas personas entran en contacto conellas en las clases de geometría que les imparten en elinstituto, cuando les enseñan a apreciar la impecabledemostración de algún teorema euclidiano y, de estemodo, a ver de manera clara y distinta que el teoremaha sido demostrado de manera concluyente.

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Pese al relativamente extendido disfrute de estasexperiencias, y con independencia de su inequívocointerés y valor, es una cuestión que no volveré amencionar. Como dije antes, mi atención se centraráexclusivamente en el valor y la importancia que paranosotros tiene la verdad.

No exploraré el valor o la importancia de nuestraexperiencia a la hora de establecer, o de intentar descu-brir, qué es verdad. Lo que me propongo analizar aquíno es el proceso de indagación, ni la consecución deun resultado satisfactorio, sino el objetivo de dichoproceso.

Una vez explicitadas estas consideraciones yreservas preliminares, ya podemos empezar. La verdad,¿es algo que en realidad nos preocupa –y deberíapreocuparnos– especialmente? ¿O este amor a la ver-dad, que profesan tantos y tan distinguidos pensadoresy escritores, no será más que otro ejemplo decharlatanería?

I

Cuando intento poner de relieve por qué la verdades importante para nosotros, lo primero que se meocurre es un pensamiento que quizá puede parecersumamente banal, aunque, pese a ello, esabsolutamente pertinente. Pienso que, en muchasocasiones, la verdad posee una gran utilidad práctica.En mi opinión, cualquier sociedad que procure gozarde un grado mínimo de funcionalidad debe tener unaidea clara de la infinitamente proteica utilidad de laverdad. Al fin y al cabo, ¿cómo una sociedad que se nose preocupase por la verdad podría emitir juicios ytomar decisiones bien informadas sobre la manera más

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adecuada de gestionar sus asuntos públicos? ¿Cómopodría florecer, o siquiera sobrevivir, sin tener elconocimiento suficiente sobre los hechos relevantespara lograr sus objetivos y afrontar con prudencia yeficacia sus problemas?

Me parece aún más claro que los grados máselevados de civilización dependen, en mayor medidasi cabe, de un respeto consciente por la importanciade la honestidad y la claridad a la hora de explicar loshechos, y de un persistente afán de precisión a la horade determinar qué son los hechos. Es muy probableque las ciencias naturales y sociales, así como la gestiónde los asuntos públicos, quedasen estancadas si noconservasen con sumo cuidado este respeto y estapreocupación. Lo mismo puede decirse de las artesprácticas y de las bellas artes.

Vivimos una época en la cual, por extraño queparezca, muchos individuos bastante cultivadosconsideran que la verdad no merece ningún respetoespecial. Por supuesto, todos sabemos que una actituddisplicente hacia la verdad es más o menos endémicaentre el colectivo de publicistas y políticos, especiescuyos miembros suelen destacar en la producción decharlatanería, mentiras y cualquier otro tipo defraudulencia e impostura que puedan imaginar. Noes ninguna novedad, y ya estamos acostumbrados aello.

Hace poco, sin embargo, una versión similar de estaactitud –o mejor dicho, una versión más extrema deesta actitud– se ha generalizado de manerapreocupante entre el que, tal vez con ciertaingenuidad, podríamos considerar un colectivo depersonas más fiable. Numerosos escépticos y cínicos

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imperturbables sobre la importancia de la verdad (orespecto de las no menos importantes críticas contrael plagio) se cuentan entre reputados y premiadosautores de best sellers, columnistas de periódicosimportantes y, también, entre hasta ahora respetadoshistoriadores, biógrafos, autobiógrafos, teóricos de laliteratura, novelistas e incluso entre filósofos, colectivoeste último del que sería razonable esperar una actitudmás meditada.

Estos desvergonzados antagonistas del sentidocomún –pertenecientes a un determinado y emble-mático subgrupo que se define como «posmoderno»–niegan, con gran energía y convencimiento, que laverdad responda a algún tipo de realidad objetiva. Enconsecuencia, niegan también que la verdad merezcauna obligada deferencia y respeto. De hecho, rechazanenfáticamente un supuesto que no sólo es absoluta-mente fundamental en toda indagación y pensamientoresponsable, sino que, ante ello, parecería totalmenteinocuo: el supuesto según el cual «lo que los hechosson» es un concepto útil, o que, cuando menos, esuna noción con un sentido inteligible. En cuanto alderecho a la deferencia y al respeto que solemosconceder a la verdad, la postura posmoderna es quetal derecho carece de fundamento. Insisten en que,simplemente, todo depende de cómo se miren lascosas.

Huelga decir que todos nosotros, bastante amenudo, de manera consciente y con todatranquilidad, identificamos algunas proposicionescomo verdaderas y otras como falsas. Sin embargo,los pensadores posmodernos se muestran impertérritosante la innegable y generalizada aceptación de estapráctica. Y lo que es más sorprendente aún, ni siquiera

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se desconciertan ante los a menudo valiosos resultadosy consecuencias de la misma. La razón de este arraigadoempecinamiento es que, según el pensamiento posmo-derno, las distinciones que trazamos entre lo verdaderoy lo falso sólo se guían, en última instancia, por nadamás incuestionablemente objetivo, o que posea algunarazón más sólida, que nuestro propio punto de vistaindividual. O, según otra variante de la doctrina, noson tanto las perspectivas personales las que tienen laúltima palabra, sino que estas palabras estáncondicionadas por limitaciones impuestas sobre todosnosotros, bien sea por estrictas limitaciones de ordenpolítico o económico o por las profundas motivacionesque rigen los hábitos y costumbres de nuestra sociedad.El punto en el que los posmodernos se basanprincipalmente es justo éste: lo que una personaconsidera verdadero puede ser simplemente unafunción de su punto de vista individual o bien estádeterminado por lo que la persona está obligada aconsiderar verdadero en virtud de diversas, complejase ineludibles presiones sociales.

Este punto me parece no sólo demasiado simplista,sino también bastante obtuso. Seguramente es incues-tionable, con independencia de lo que los posmodernoso cualquier otra persona pueda decir, que los in-genieros y los arquitectos, por ejemplo, debenesforzarse por lograr –y a veces lo consiguen– unagenuina objetividad. Muchos de ellos son sumamentecompetentes a la hora de valorar, por lo general conbastante precisión, los obstáculos que conlleva lapuesta en marcha de sus planes y los recursos de losque disponen para vencer dichos obstáculos. No es derecibo pensar que las mediciones cuidadosamenteejecutadas, vitales para sus diseños y construcciones,

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están sometidas a los cambios de opinión y al ciegocapricho que la dependencia de la perspectiva indi-vidual implicaría; ni tampoco sería plausible pensarque estos profesionales están sometidos a las frecuen-temente arbitrarias e irrelevantes exigencias de lasnormas y tabúes sociales. Deben ser precisos, pero laprecisión no basta. Las medidas deben ser estables, encualquier situación y desde cualquier punto de vistaque se hayan tomado, y también correctas.

Supongamos que un puente se derrumba aunqueno haya soportado una carga fuera de lo normal. ¿Quéconclusión sacaríamos de ello? Como mínimo, quequienes proyectaron y construyeron el puente encuestión han cometido algún error de bulto. Paranosotros, sería obvio que al menos alguna de lassoluciones que concibieron, ante los múltiplesproblemas a los que se enfrentaban, resultó fatalmenteincorrecta.

Esto también se aplica, por supuesto, al caso de lamedicina. Los médicos deben tener una opiniónfundada sobre cómo tratar la enfermedad y las lesiones.En consecuencia, necesitan saber qué medicamentosy qué procedimientos pueden, con la mayor certezaposible, ayudar a sus pacientes, cuáles de ellos notendrán ningún efecto terapéutico y también cuálespueden resultarles perjudiciales.

Nadie en su sano juicio confiaría en un constructoro se sometería al cuidado de un médico a quienes laverdad les tuviera sin cuidado. Incluso los escritores,los músicos y los artistas deben saber –en función desu género– cómo hacer bien las cosas. Al menos,deben ser capaces de no hacerlas demasiado mal. Enel transcurso de su trabajo creativo, se encuentran

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invariablemente con problemas importantes, detécnica o de estilo. Determinadas formas de abordarestos problemas superan en mucho a otras, y tal vez laúnica manera indiscutiblemente correcta de resolverel problema sea no emplear ninguna de ellas. Sinembargo, muchas de las alternativas son manifies-tamente incorrectas. De hecho, algunas de ellaspueden considerarse, de manera inmediata y sinninguna duda, verdaderamente desacertadas.

En todos estos contextos existe una clara diferenciaentre hacer las cosas bien y hacerlas mal, y por tantouna clara diferencia entre lo verdadero y lo falso.Ciertamente, a menudo se afirma que la situación esdistinta si se trata de análisis históricos o de comentariossociales; sobre todo cuando se trata de valoracionesde las personas y las políticas que, por lo general,incluyen tales comentarios. El argumento queacostumbra a esgrimirse para apoyar esta afirmaciónes que dichas valoraciones siempre están muy influidaspor las circunstancias y actitudes personales de quieneslas realizan, y que por esta razón no podemos esperarque las obras de carácter histórico o sociológico seanrigurosamente imparciales y objetivas.

Hay que reconocer que, en estas materias, elelemento de subjetividad es inevitable. No obstante,existen unos límites importantes a lo que elreconocimiento de esta subjetividad implica, unoslímites relativos al margen de variación a la hora deinterpretar los hechos que cabe presumir, por ejemplo,que los historiadores respetarán. Hay una dimensiónde la realidad que ni siquiera la más enérgica –o máslaxa– comprensión de la subjetividad puede atreversea vulnerar. Éste es el espíritu de la famosa respuestade Georges Clemenceau cuando le pidieron que

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especulase sobre qué dirían los futuros historiadoressobre la Primera Guerra Mundial: «Desde luego, nodirán que Bélgica invadió Alemania».

IIPese a todo, algunas personas logran convencerse

a sí mismas –con cierto aire de suficiencia– de que, enpropiedad, no puede considerarse que los juiciosnormativos (es decir, valorativos) tengan que ser overdaderos o falsos. Su opinión es que un juicio deeste tipo no remite a ningún hecho fáctico; es decir, aun hecho que podría ser correcto o incorrecto. Másbien consideran que tales juicios sólo expresansentimientos y actitudes personales que, en sentidoestricto, no son verdaderos ni falsos.

De acuerdo. Supongamos que damos esterazonamiento por bueno.

No obstante, queda claro que aceptar o rechazarun juicio de valor debe depender de otros juicios que,a su vez, son totalmente no normativos; es decir, deafirmaciones sobre hechos. De ahí que,razonablemente, no podemos juzgar por nosotrosmismos que una determinada persona actúa mal desdeun punto de vista moral si no disponemos de afirma-ciones sobre hechos que describan ejemplos de suconducta que parezcan ofrecer pruebas concretas decarencia moral. Además, tales afirmaciones sobrehechos relativos al comportamiento de esta personadeben ser verdaderas, y el razonamiento mediante elcual derivamos nuestro juicio de valor sobre los citadoshechos debe ser válido. De otro modo, ni lasafirmaciones ni el razonamiento contribuyen ajustificar la conclusión. No servirán para demostrarque la valoración fundamentada en ellos es razonable.

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De ello se deduce que la distinción entre loverdadero y lo falso sigue siendo absolutamente perti-nente a la hora de valorar los juicios de valor onormativos, aun cuando acordemos que la distinciónentre verdadero y falso no tiene una aplicación directaa estos juicios en sí mismos. Podemos admitir, si nosparece oportuno, que las valoraciones que hacemosno son verdaderas ni falsas. Sin embargo, no podemosadmitir una caracterización similar de las afirmacionessobre hechos, o del razonamiento, mediante los cua-les debemos intentar sustentar estas valoraciones.

Del mismo modo, las afirmaciones sobre hechosson indispensables a la hora de explicar y validar lospropósitos y objetivos que elegimos y nos proponemosconseguir. Por supuesto, muchos pensadores nieganque nuestra elección de propósitos y objetivos (almenos de aquellos que no hemos elegido meramentepor su valor instrumental para satisfacer otrasambiciones básicas) pueda justificarse de maneraracional. Más bien, insisten, adoptamos propósitos yobjetivos únicamente en virtud de lo que sentimos odeseamos en un determinado momento.

Seguramente es evidente que, en gran medida,elegimos los objetivos que deseamos, que amamos, ycon los que nos comprometemos, por lo que creemosacerca de ellos; por ejemplo, que aumentarán nuestrariqueza o protegerán nuestra salud, o porque de unamanera u otra servirán a nuestros intereses. Por tanto,la verdad o falsedad de las afirmaciones sobre hechosen las que nos basamos para explicar o validar laelección de nuestros objetivos y compromisos essumamente importante para la racionalidad denuestras actitudes y elecciones. A menos que sepamosque tenemos motivos para considerar como verdaderos

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determinados juicios sobre hechos, no podremos sabersi realmente tiene algún sentido que sintamos yelijamos de la manera en que lo hacemos.

Por estas razones que acabo de exponer ningunasociedad puede permitirse despreciar o no respetar laverdad. Sin embargo, no basta con que una sociedadse limite a reconocer, cuando ya no hay nada quehacer, que verdad y falsedad son conceptos legítimose importantes. Además, la sociedad no debe olvidarsede alentar y apoyar a individuos capaces que sedediquen a adquirir y explotar verdades importantes.Por otra parte, sean cuales fueren los beneficios y lasrecompensas que a veces puedan obtenerse mediantela manipulación de la verdad, la ocultación o lamendacidad descarada, las sociedades no puedenpermitirse tolerar a nadie ni nada que alimente unaindiferencia displicente ante la distinción entre ver-dadero y falso. Mucho menos puede consentir lagastada y narcisista pretensión según la cual ser fiel alos hechos es menos importante que «ser fiel a unomismo». Si hay una actitud intrínsecamente antitéticaa una vida social decente y ordenada, es ésta.

Una sociedad que de forma imprudente y obstinadase muestra negligente ante alguno de estos com-portamientos está abocada a la decadencia o, en elmejor de los casos, a convertirse en algo culturalmenteinerte. Ciertamente, será incapaz de conseguir algoimportante, ni siquiera alguna de sus ambiciones másprudentes y coherentes. Las civilizaciones nunca hanpodido prosperar, ni podrán hacerlo, sin cantidadesingentes de información fiable sobre los hechos. Tampocopueden florecer si están acosadas por las problemáticasinfecciones de creencias erróneas. Para crear ymantener una cultura avanzada es preciso que no nos

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dejemos debilitar por el error y la ignorancia.Necesitamos saber un gran número de verdades, ytambién, desde luego, cómo hacer un uso productivode ellas.

No se trata sólo de un imperativo social. Tambiénes aplicable a cada uno de nosotros, como individuos.Las personas precisan verdades que les permitangestionar su estar en el mundo de manera efectiva yatravesar el cúmulo de obstáculos y oportunidades conlos que todas las personas se enfrentan,invariablemente, a lo largo de sus vidas. Necesitansaber la verdad sobre qué comer y qué no, cómovestirse (dadas las variables climáticas), dónde vivir(según la información relativa a cosas tales como laslíneas de fallas tectónicas, las probabilidades de alu-des y la proximidad de tiendas, centros de trabajo yescuelas), y también cómo hacer aquello por lo que lepagan, cómo criar a sus hijos, qué pensar de laspersonas que conoce, qué es capaz de lograr, qué legustaría lograr, y una lista interminable de cuestionesmundanas pero no por ello menos vitales.

Nuestro éxito o fracaso en cualquier cosa queemprendamos, y por tanto en la vida en general,depende de si nos guiamos por la verdad o de siavanzamos en la ignorancia o basándonos en lafalsedad. A su vez, esto depende, fundamentalmente,de lo que nosotros hagamos con la verdad. No obstante,sin verdad estamos destinados a fracasar antes deempezar.

En realidad no podemos vivir sin verdad. Lanecesitamos no sólo para comprender cómo vivir bien,sino para saber cómo sobrevivir. Por si fuera poco, esalgo de lo que difícilmente podemos no darnos cuenta.

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Estamos obligados a reconocer, al menos de maneraimplícita, que la verdad es importante para nosotros;y, en consecuencia, también estamos obligados acomprender (de nuevo, al menos implícitamente) quela verdad no es una característica o una creencia antela cual podemos permitimos ser indiferentes. Laindiferencia no sólo sería una cuestión de imprudencianegligente, sino que pronto se demostraría algo fatal.En la medida en que apreciemos que es importantepara nosotros, entonces, razonablemente, nospodremos permitir abstenernos de querer la verdadsobre muchas cosas o de esforzamos por poseerla.

III

Con todo, bien podríamos preguntarnos: ¿desdecuándo ser razonable ha significado mucho para nosotros?

Es sabido que los humanos tenemos talento, que amenudo desplegamos, para ignorar y eludir losdictados de la racionalidad. ¿Cómo, pues, podemosconsiderar probable que respetaremos y suscribiremosel imperativo racional de tomar la verdad en serio?

Antes de que estas preguntas nos induzcan arehuirlas precipitadamente, permítanme introducir enla argumentación algunas consideraciones pertinentes(y espero que útiles) de un excepcional filósofo portu-gués, holandés y judío: Baruch de Spinoza. Este filósofosostenía que, con independencia de si disfrutamos onos sentimos a gusto con ella, o de si apreciamos laespecie de racionalidad de la que estamos hablando,ésta se impondrá sobre nosotros. Tanto si nos gustacomo si no, realmente no podemos evitar someternosa ella. Tal como Spinoza planteó la cuestión, el amornos impulsa a ello.

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El filósofo explicó la naturaleza del amor de estamanera: «El amor no es sino la alegría, acompañadapor la idea de una causa exterior» (Ética, parte III,III,III,III,III,proposición XIII, escolio). En cuanto a la idea de la«alegría», la definió como «una pasión por la que el[...] [individuo] pasa a una mayor perfección» (Ética,parte III, III, III, III, III, proposición XI, escolio).

Supongo que a muchos lectores estas proposicionesun tanto opacas les parecerán poco prometedoras.Verdaderamente, parecen bastante oscuras. Dejandoal margen esta barrera que dificulta aprovechar debi-damente los pensamientos de Spinoza, uno se podríapreguntar, en primer lugar, y no sin cierta razón, si elfilósofo tenía autoridad para reflexionar sobre el amor.Al fin y al cabo, no tenía hijos, nunca se casó y, por loque sabemos, ni siquiera tuvo una amante fija.

Naturalmente, estos detalles relativos a su vidapersonal son irrelevantes excepto en las cuestiones re-lacionadas con su autoridad respecto al amorromántico, matrimonial o parental. Sin embargo, enrealidad, cuando Spinoza escribía sobre el amor, nopensaba en ninguno de ellos. De hecho, no pensabade manera concreta en ninguna de las facetas del amorque tiene necesariamente como objeto a una persona.Si me lo permiten, intentaré explicar lo que, segúncreo, tenía en mente.

Spinoza estaba convencido de que todo individuoposee una naturaleza esencial que se esfuerza, a lolargo de su existencia, en cultivar y mantener. En otraspalabras, creía que en cada individuo existe un ím-petu innato que le induce a perseverar en lo queesencialmente es. Cuando Spinoza escribió acerca de«la pasión por la que el [...] [individuo] pasa a una

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mayor perfección», se refiere a un aumento, por causaexterior (de ahí el término «pasión»; es decir, uncambio en el individuo que no emana de su propiaacción, sino que se trata más bien de un cambiorespecto del cual es pasivo), de las capacidades delindividuo para sobrevivir y desarrollar en toda suplenitud su naturaleza esencial. Siempre que lascapacidades de un individuo para alcanzar estos objeti-vos aumentan, el aumento de la potencia de obrar delindividuo para alcanzarlos viene acompañado de unsentimiento de renovada vitalidad. El individuo esconsciente de una potencia más vigorosa y expansivapara avanzar y seguir siendo como es en realidad. Deeste modo se siente más pleno, más lleno de vida.

Spinoza supone (de manera bastante plausible, ami entender) que esta experiencia de aumento de lavitalidad, esta conciencia de una creciente capacidadde realizar y mantener la propia verdadera naturaleza,es intrínsecamente satisfactoria. Esta satisfacciónpuede tal vez compararse a la sensación de vitalidadque una persona experimenta cuando practica algúnejercicio físico, cuando sus pulmones, corazón ymúsculos llevan a cabo un esfuerzo mayor que decostumbre. Al trabajar con energía suele suceder quelas personas se sienten mucho más vivas que antes dehacer ejercicio, cuando no son tan plena ydirectamente conscientes de sus propias capacidades,cuando se sienten menos rebosantes de vitalidad. Creoque ésta es una experiencia parecida a la que Spinozapensaba cuando se refería a la «alegría»; esta alegría,como en mi opinión él la entendía, es un sentimientoque aumenta la propia capacidad para vivir, y seguirviviendo, conforme a nuestra verdadera naturaleza.

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Pues bien, si una persona que experimenta alegríareconoce que ésta procede de alguna causa exterior –es decir, si la persona identifica algo o alguien como elobjeto al que debe su alegría y de la que ésta depende–, Spinoza cree que, inevitablemente, esta persona amadicho objeto. Así es como él entiende el amor: lamanera en que respondemos a lo que reconocemoscomo causa de nuestra alegría. Por tanto, según estadescripción, las personas no pueden evitar amar todoaquello que para ellos es una fuente de gozo.Invariablemente, aman aquello que les ayuda a estarvivos y a ser ellos mismos con mayor plenitud. Creoque Spinoza, al menos en cuanto a esto se refiere,acierta en su planteamiento. Muchos ejemplos paradig-máticos de amor muestran, más o menosabiertamente, el modelo que él define: las personastienden a amar lo que consideran que les ayuda a«encontrarse a sí mismos», a «descubrir quiénes sonen realidad» y a enfrentarse con éxito a la vida sintraicionar o comprometer sus naturalezasfundamentales.

A esta explicación de la naturaleza esencial del amorSpinoza añade una observación sobre el mismo quetambién parece acertada: «El que ama se esfuerzanecesariamente por tener presente y conservar la cosaque ama» (Ética, parte III, , , , , proposición XIII, escolio).Las cosas que una persona ama son manifiesta ynecesariamente preciosas para ella. Su vida, realizacióny continuo disfrute de su autenticidad personal de-penden de ellas. Por tanto, es natural que se esfuerceen protegerlas y en asegurarse de que están a su al-cance.

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Según Spinoza, de lo expuesto anteriormente sesigue que las personas no pueden evitar amar laverdad.

Y no pueden evitarlo, pensaba, porque no puedenevitar reconocer que la verdad es indispensable, puesles permite seguir vivos, comprenderse a sí mismos yvivir totalmente de acuerdo con sus propiasnaturalezas. Si no pudieran acceder a las verdadesrelativas a sus propias naturalezas individuales, suscapacidades y necesidades particulares y a la dispo-nibilidad y correcta utilización de los recursos quenecesitan para sobrevivir y prosperar, las personastendrían que afrontar grandes dificultades en sus vidas.No podrían plantearse unos objetivos adecuados, ymucho menos perseguir estos objetivos con garantíasde éxito. Se verían bastante impotentes para seguiradelante.

En consecuencia, según Spinoza, la persona quedesprecia la verdad o es indiferente a ella debe ser unapersona que desprecia o es indiferente a su propia vida.Esta actitud hostil y negligente para con uno mismoes sumamente rara y, por otra parte, difícil demantener. Así, el filósofo llegó a la conclusión de quecasi todo el mundo -todo el mundo que valora y quese preocupa por su propia vida- ama la verdad, a sa-biendas o no. Hasta donde yo sé, Spinoza estabatotalmente en lo cierto al afirmar tal cosa.Prácticamente todos nosotros amamos la verdad, tantosi somos conscientes de ello como si no. Y, en la medidaen que reconocemos lo que realmente significaafrontar los problemas que la vida conlleva, nopodemos evitar amarla.

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IV

Hasta este momento, mi argumentación sobre laverdad se ha fundamentado, esencialmente, en unaconsideración de tipo pragmático; es decir, de carácterconsecuencialista o utilitarista. Por otra parte, es unaconsideración que tiene que ver con la «verdad»entendida distributivamente, como algo que no serefiere a una entidad de carácter misterioso que puedaidentificarse y examinarse en sí misma como unarealidad aparte, sino como una característica quepertenece a (o que está «distribuida» entre) unainfinidad de proposiciones individuales y que sólopuede darse en la medida en que califica una u otraproposición verdadera.

La argumentación que he desarrollado tiene quever con la utilidad de muchas verdades a la hora defacilitar el buen planteamiento y la persecución deambiciones y actividades sociales o individuales, unautilidad que estas verdades poseen sólo en virtud deser verdaderas. Dicha utilidad es una característica delas verdades fácil de comprender, difícil de obviar yque a cualquier persona sensible le resulta bastanteimposible negar. Por otra parte, nos proporciona lamás obvia y elemental razón para que las personas sepreocupen por la verdad –por la característica de actuarde acuerdo con la verdad– y la consideren algoimportante para ellos.

Llegados a este punto, hagamos un esfuerzo yavancemos un poco más. Podemos desarrollar nuestravaloración de la importancia de la verdad considerandouna cuestión que, de una manera u otra, surge demanera bastante natural cuando nos ponemos areflexionar acerca de la obvia utilidad pragmática de

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la verdad. ¿Cómo es que las verdades poseen estautilidad? ¿Cuál es el nexo explicativo entre el hechode que sean verdad y el hecho de que tengan tantovalor práctico? En realidad, ¿por qué las verdades sonútiles?

No es una pregunta difícil de responder. Más bienal contrario, es bastante fácil ver cómo empezar aresponderla. Cuando llevamos una vida activa ointentamos plantear y gestionar diversos asuntosprácticos, tenemos que enfrentarnos a la realidad (unapequeña parte de la cual tiene que ver con nuestraactividad, no así su mayor parte). Los resultados denuestros esfuerzos, así como el valor de los mismos,dependerán, al menos parcialmente, de las propiedadesde los objetos y situaciones reales que afrontamos.Dependerán de cómo sean estos objetos y situacionesreales, de en qué medida se ajusten a nuestrosintereses y hasta qué punto, dadas sus característicascausalmente relevantes, respondan a lo que hacemos.

En la medida en que las verdades poseen un valorinstrumental, tienen esta propiedad porque captan ytransmiten la naturaleza de estas realidades. Lasverdades son útiles en la práctica porque consisten en–y, por tanto, pueden procurarnos– una descripciónprecisa de las propiedades (incluyendo, especialmente,las capacidades causales y las potencialidades) de losobjetos y las situaciones reales que debemos manejara la hora de actuar.

Podemos actuar con seguridad, con razonablesexpectativas de éxito, sólo si disponemos de suficienteinformación relevante. Necesitamos tener suficienteconocimiento de lo que estamos haciendo, y de losproblemas y oportunidades que probablemente

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surgirán a lo largo de nuestro camino. Aquí, tener sufi-ciente conocimiento significa conocer los hechos –esdecir, las realidades– que guardan una relaciónfundamental con nuestros proyectos y preocupacionesactuales. En otras palabras, se trata de conocer tantocomo sea preciso la verdad de estas realidades paraque podamos formular y alcanzar nuestros objetivoscon inteligencia.

Una vez desentrañadas estas verdades –es decir,cuando hemos admitido que son verdad–, hemosaprendido que aquellos aspectos del mundo que eneste momento tienen un interés especial para nosotrosson realmente así. Esto nos permite apreciar quéposibilidades tenemos a nuestro alcance, a qué riesgosy peligros nos enfrentamos y qué podemosrazonablemente esperar. Dicho en otros términos, ellohace posible –al menos hasta cierto punto– quesepamos dónde estamos.

Ahora bien, los hechos relevantes son los que sonal margen de lo que nosotros podamos creer sobreellos, y con independencia de lo que podamos desearque sean. Ésta es, realmente, la esencia y la naturalezacaracterística de la facticidad, del ser real: laspropiedades de la realidad y, en consecuencia, lasverdades sobre sus propiedades son lo que son, conindependencia de cualquier intervención directa oinmediata de nuestra voluntad. No podemos cambiarlos hechos, como tampoco podemos influir en suverdad, por el mero hecho de emitir un juicio o porun impulso del deseo.

En la medida en que conocemos la verdad, estamosen situación de guiar nuestra conducta con autoridada partir de la naturaleza de la propia realidad. Los

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hechos –la verdadera naturaleza de la realidad– son elrecurso último e incontrovertible de la indagación. Enúltima instancia, dictan y apoyan una resolución y elrechazo decisivo de todas las incertidumbres y dudas.Cuando era niño, solía sentirme oprimido por lacaótica mezcla de ideas y creencias inverosímiles quediversos adultos intentaban inculcarme. Mi propiadedicación a la verdad se originó, por lo que puedorecordar, en la liberadora convicción de que una vezque supiera la verdad ya no me distraerían niinquietarían las especulaciones, los presentimientoso las esperanzas de nadie (ni siquiera las mías).

En tanto aprehendemos las verdades quenecesitamos conocer, podemos elaborar juiciossensatos sobre lo que nos gustaría que ocurriera y sobrelos resultados a los que, con toda probabilidad, nosconducirían los diversos cursos de acción posibles. Ellose debe a que, más o menos, somos plenamenteconscientes de lo que tenemos entre manos y a quesabemos cómo los objetos y situaciones queimplicarían tomar un curso de acción u otro res-ponderían a lo que hacemos. Por tanto, podemosdesenvolvernos en una parte concreta del mundo sin-tiéndonos más relajados y seguros. Sabemos cuáles sonlos elementos importantes que constituyen nuestroentorno, sabemos dónde encontrarlos y podemosmaniobrar con libertad sin darnos de bruces con ellos.En esta región del mundo, podemos empezar, por asídecir, a sentirnos en casa.

Huelga decir que el «hogar» en el que nosencontramos puede no ser muy atractivo o acogedor.Puede estar plagado de escollos y trampas. Lasrealidades que se presentarán ante nosotros pueden

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ser peligrosas e inquietantes. En vez de sentirnosseguros a la hora de afrontar lo que nos espera,podemos no tener ninguna confianza en quelograremos superarlo con éxito, o tan siquiera en queconseguiremos librarnos de ello sin sufrir ningún daño.

Algunas personas nos dirán que pueden existirrealidades tan espantosas, desalentadoras ydesmoralizadoras que mejor sería no saber nada deellas. No obstante, a mi modo de ver, casi siempre valemás la pena afrontar los hechos con los que tenemosque lidiar que permanecer en la ignorancia. Al fin y alcabo, esconder la cabeza bajo el ala no hará que larealidad sea menos peligrosa y amenazante y, además,nuestras oportunidades de enfrentarnos con éxito alos riesgos que plantea seguramente serán mayores sidecidimos ver las cosas tal como son.

En mi opinión, esto se aplica tanto a la verdad sobrenuestro propio carácter e inclinaciones como a lasrealidades del mundo que nos rodea. Tenemos quesaber qué es lo que realmente queremos, lo que másnos satisface, y qué ansiedades son las que, de manerarecurrente, nos impiden actuar como desearíamos. Nocabe duda de que conocerse a uno mismo es unobjetivo muy difícil de conseguir y, al propio tiempo,la verdad acerca de quiénes somos puede resultarnosangustiosa. Sin embargo, entre los esfuerzos querealizamos para alcanzar nuestros objetivos en la vida,puede ser mucho más importante que estemosdispuestos a afrontar lo que nos disgusta de nosotrosque simplemente limitarnos a tener plena concienciade los obstáculos que nos depara el mundo exterior.

Sin la verdad no podemos opinar sobre cómo sonlas cosas ni saber si nuestro criterio es acertado. De

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una manera u otra, desconocemos la situación en laque nos encontramos. No sabemos qué estásucediendo dentro de nosotros mismos ni en el mundoque nos rodea. Si tenemos algunas creenciasimportantes sobre estas cuestiones, son erróneas y,naturalmente, las falsas creencias no nos sirven denada. Quizás, en alguna ocasión, podamos serfelizmente ignorantes o estar contentos y engañados, yen estos casos, pese a las dificultades que nos acechan,durante algún tiempo podremos evitar sentirnosespecialmente preocupados o confusos. Sin embargo,no debemos olvidar que, con toda probabilidad,nuestra ignorancia o nuestras falsas creencias no haránmás que empeorar la situación.

El problema con la ignorancia y el error estriba,por supuesto, en que no tenemos ninguna idea clarade nada. Si carecemos de las verdades necesarias, notenemos más guía que nuestras propias eirresponsables especulaciones o fantasías y los persis-tentes y poco fidedignos consejos de los demás. Enconsecuencia, a la hora de planificar nuestra conducta,sólo podemos regirnos por nuestros poco informadossupuestos y esperar, cruzando los dedos, que todo vayabien. No sabemos dónde estamos. Actuamos a ciegas.Sólo podemos avanzar a tientas haciendo lo quebuenamente podemos.

Esta forma de actuar puede funcionar bastante biendurante algún tiempo. Sin embargo, al final nos lle-vará, inexorablemente, a meternos en problemas. Nosabemos muy bien cómo evitar o superar los obstáculosy peligros que se nos vienen encima. En realidad,estamos condenados a no darnos cuenta de ellos hastaque es demasiado tarde. Y, naturalmente, llegados a

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este punto, sólo aprenderemos de ello si admitimosnuestra derrota.

V

Según una antigua definición, los seres humanosson animales racionales. La racionalidad es nuestracaracterística más distintiva, que nos diferencia de lascriaturas de cualquier otra especie. Al propio tiempo,sentimos una poderosa inclinación –y nos hemospersuadido de que tenemos también una razónconvincente para ello– a considerar que nuestraracionalidad nos hace superiores a ellas. En cualquiercaso, se trata de la característica de la que los huma-nos nos sentimos, de manera insistente y perseverante,más orgullosos.

Sin embargo, no sería correcto pensar que noscomportamos de manera racional si no reconocemosla diferencia entre lo que es verdadero y lo que es falso.Ser racional es, fundamentalmente, una cuestión deser sensible a las razones. Pues bien, las razones estánconstituidas por hechos: el hecho de que llueva consti-tuye una razón -naturalmente, no concluyente- paraque los individuos que habitan en la zona en la queestá lloviendo, y que prefieren no mojarse, llevenparaguas.

Cualquier persona racional que entienda qué es lalluvia y conozca la función de los paraguas estaría deacuerdo con ello. Dicho en otros términos, el hechode que llueva en determinadas zonas significa que laspersonas que viven en ellas tienen una razón para llevarparaguas si no quieren mojarse.

Sólo si verdaderamente es un hecho que estálloviendo en esa región determinada –y, por tanto, sólo

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si la afirmación «Está lloviendo en esa zona» esverdadera–, el que esté lloviendo o la afirmación quese sigue de ello proporciona una razón para llevarparaguas. Las afirmaciones falsas no son una ayudaracional para nada; nadie puede utilizarlas realmentecomo una razón para actuar de una maneradeterminada.

Por supuesto, una persona puede desplegar suvirtuosismo intelectual imaginando (es decir,deduciendo) las implicaciones de las afirmacionesfalsas, mostrando, en otras palabras, qué conclusionespodrían derivarse racionalmente si en realidad fuesenverdaderas y no falsas. Esta muestra de agilidad ycapacidad de razonamiento deductivo puede ser unejercicio entretenido e incluso digno de encomio;posiblemente, también puede servir para alimentar enquien lo practica una cierta vanidad hueca einsustancial. En condiciones normales, sin embargo,estos ejercicios no tienen mucho sentido.

Así pues, las ideas de verdad y facticidad sonindispensables para dotar de plena sustancia el ejerciciode racionalidad. De hecho, son indispensables inclusopara comprender el concepto mismo de racionalidad.Sin ellas, esta idea carecería de significado, y laracionalidad (fuera lo que fuese, de ser algo, en unascondiciones tan deficitarias) no serviría prácticamentepara nada. No podemos considerarnos criaturas cuyaracionalidad nos dota de una ventaja sustancialrespecto a otras –de hecho, de ningún modo pode-mos considerarnos criaturas racionales– si no nospensamos como seres que reconocen que los hechos,y las afirmaciones verdaderas sobre ellos, sonindispensables, ya que nos proporcionan razones para

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creer (o para no creer) diversas cosas y para emprender(o no) diversas acciones. Si no respetamos la distinciónentre verdadero y falso, también podemos despedirnosde nuestra tan cacareada «racionalidad».

VI

Evidentemente, los conceptos de verdad y facticidadtienen una relación muy estrecha. A cada hecho lecorresponde un enunciado verdadero que lo describe,y a todo enunciado verdadero le corresponde un hecho.También existen unos vínculos estrechos entre la ideade verdad y las de confianza y confidencia. Estasrelaciones se ponen de manifiesto etimológicamentesi consideramos la notable semejanza entre la palabratruth [«verdad»] y el en cierto modo arcaico términoinglés troth [«fidelidad»]. (Las referencias a la etimolo-gía a menudo presagian algún tipo de manipulación;pero confíe en mí o, si lo prefiere, compruébelo ustedmismo).

Aunque ha dejado de ser una expresión de usocomún, por lo general todos entendemos que en lasceremonias de petición de mano y de matrimonio elhombre y la mujer puedan «prometerse fidelidad[troth]» el uno al otro. ¿Qué significa que cada unoprometa fidelidad al otro? Pues significa que cada unopromete ser veraz con su pareja. Las dos personas secomprometen mutuamente a cumplir diversas expec-tativas y exigencias definidas por la moralidad o porlas costumbres locales. Cada uno asegura al otro quepuede confiar en que será veraz, al menos en lo que serefiere al cumplimiento de estas expectativas y exi-gencias concretas.

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Naturalmente, es importante que las personaspuedan confiar unas en otras, no sólo en los contextosde compromiso matrimonial o de esponsales. Lasrelaciones sociales y comunitarias en general, en susdiversos aspectos y modos, sólo pueden ser eficientesy armoniosas si las personas tienen un grado deconfianza razonable en que los demás individuos, engeneral, son de fiar. Si la mayor parte de la gente fueradeshonesta e indigna de confianza, la posibilidadmisma de una vida social pacífica y fructífera se veríaamenazada.

Esto ha llevado a algunos filósofos a señalar, connotable insistencia, que la mentira debilita la cohesiónde la sociedad humana de manera irreparable.lmmanuel Kant, por ejemplo, afirmó que «Manifestarlas intenciones constituye la base principal decualquier tipo de asociación humana y por eso es tanimportante que cada cual sea sincero al comunicarsus pensamientos, ya que sin este supuesto el tratosocial pierde todo su valor».* Y defendió esta posturaporque la mentira amenaza a la sociedad del siguientemodo: «Una mentira siempre perjudica a otro; si no aun hombre en concreto, perjudica a la humanidad engeneral».** Michel de Montaigne sostuvo algo similar:«Al realizarse nuestro entendimiento únicamente porla palabra, aquel que la falsea traiciona la relaciónpública».*** «El mentir es vicio maldito», dijoMontaigne. Y a continuación añadió: «Si

* Kant, Immanuel, Lecciones de ética, Barcelona, Crítica, 1998, pág. 269(N. de la t.)** Kant, Immanuel, «Sobre un presunto derecho de mentir por filantropía»,Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1978, págs. 61-68. (N. de la t.)*** Montaigne, Michel de, «Del desmentir», Ensayos completos, librosegundo, cap. XVIII, Madrid, Cátedra, 2005, pág. 659. (N. de la t.)

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conociésemos el horror y el peso de la mentira, laperseguiríamos hasta la hoguera con más justicia quea otros crímenes».* En otras palabras, los mentirosos–más que los criminales de cualquier otro tipo–merecen ser quemados en la hoguera.

Ciertamente, Kant y Montaigne tenían razón, peroexageraban. Un trato social efectivo no depende, es-trictamente, como ellos sostuvieron, de que la gentese diga la verdad (no en el sentido en que, por ejemplo,la respiración depende estrictamente del oxígeno, siendodel todo imposible la una sin el otro); ni la conversaciónpierde todo su valor cuando las personas mienten (enella puede darse alguna información real, y el valor dela conversación como entretenimiento puede inclusoaumentar). Al fin y al cabo, la cantidad de mentiras ytergiversaciones de todo tipo que hoy en día circulanpor el mundo (de las cuales el inconmensurable flujode bullshit, de manipulación de la verdad, no es en símismo más que una mínima parte) es enorme, y pesea ello la vida social productiva logra, de alguna manera,subsistir. El hecho de que a menudo las personasmientan, o actúen de una manera fraudulenta, nohace que sea imposible beneficiarse de vivir o hablarcon ellas. Sólo significa que debemos ser cautelosos.

Podemos seguir nuestro camino de manerabastante satisfactoria a través de un entorno falso yfraudulento, en la medida en que razonablementepodamos contar con nuestra propia capacidad dediscernir, con ciertas garantías, entre situaciones enlas que las personas tergiversan las cosas y escenarios

* Montaigne, Michel de, «De los mentirosos», op. cit., libro primero, cap.IX, pág. 79. (N. de la t.)

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en los que actúan con franqueza. Así pues, laconfianza generalizada en la autenticidad de los demásno es esencial si tenemos razones para confiar ennuestro discernimiento.

Hay que reconocer que se nos engaña con bastantefacilidad. Además, sabemos que esto es así, lo cual haceque sea difícil tener y conservar una sólida y justificableconfianza en nuestra capacidad de percibir cuándoquieren engañarnos. Por esta razón, una falta derespeto generalizada y displicente por la verdad su-pondría una pesada carga para el trato social. Noobstante, nuestro interés en proteger a la sociedad deesta carga no es la razón fundamental de que nospreocupemos por la verdad.

Cuando nos encontramos con personas que nosmienten, o que de alguna manera manifiestan su des-precio por la verdad, su actitud suele causarnosirritación y disgusto. Pero la razón fundamental deello no es, como presumiblemente Montaigne y Kanthubieran considerado, porque temamos que lamendacidad que se manifiesta ante nosotros amenaceo suponga un lastre para la sociedad. Nuestrapreocupación principal no es, claramente, la de unciudadano. Lo que provoca nuestra respuesta almentiroso de manera inmediata no es nuestraconciencia cívica, sino algo más personal. Por lo general,excepto en aquellos casos en los que las personastergiversan cuestiones en las que directamente estánen juego importantes intereses públicos, nos afectanbastante menos los perjuicios que los mentirosospuedan causar al bienestar general que su conductahacia nosotros. Lo que hace que nos pongamos en sucontra, tanto si de algún modo se las han arreglado

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para traicionar a la humanidad como si no, es que,ciertamente, nos han ofendido.

VII

¿Cómo nos ofende la mentira? En realidad, comotodos sabemos, hay muchas circunstancias en las quelas mentiras no nos resultan ofensivas en modo alguno.En ocasiones, incluso, pueden ser beneficiosas. Porejemplo, una mentira puede evitarnos, en cierto modo,ser conscientes de determinados estados de cosas,cuando nadie (incluyéndonos a nosotros mismos)tiene nada especial que ganar porque lo seamos y cuan-do nuestro conocimiento de ellos nos causaría, anosotros o a otras personas, una gran aflicción. O tam-bién en el caso de que una mentira nos disuada deembarcarnos en una situación que nos parecetentadora pero que en realidad nos haría más mal quebien. Ciertamente, debemos reconocer que, a fin decuentas, algunas veces, el que nos hayan dicho unamentira nos ha ayudado.

Aun así, a menudo, en ciertos momentos, sentimosque seguramente algo había de malo en lo que elmentiroso hizo. En ciertas circunstancias, seríarazonable agradecer la mentira. No obstante, pormucho bien que ésta hubiera podido hacer, en el fondocreemos que habría sido mejor si sus efectos be-neficiosos se hubieran obtenido sin faltar a la verdad,sin tener que recurrir a ella.

Lo peor de las mentiras es que éstas se las arreglanpara interferir en (y perjudicar) nuestra tendencianatural a percatarnos del verdadero estado de las cosas.Su objetivo es impedir que nos demos cuenta de loque está sucediendo en realidad. Al mentirnos, el

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mentiroso procura engañarnos para que creamos quelas cosas son distintas de como son en realidad. Intentaimponernos su voluntad. Su objetivo es inducirnos aaceptar sus patrañas como si de una descripción exactadel mundo se tratase.

En la medida en que lo consiga, adquiriremos unavisión del mundo cuya única fuente es su imaginación,y que no se fundamenta, de manera directa y fiable,en los hechos relevantes. El mundo en que vivimos,en la medida en que nuestra concepción del mismo seasienta en la mentira, es un mundo imaginario. Puedehaber lugares peores para vivir, pero este mundoimaginario no nos sirve a ninguno de nosotros comoresidencia permanente.

Las mentiras no tienen otro objetivo que perjudicarnuestra concepción de la realidad. Por ello, su objetivoes, de manera muy real, enloquecernos. Si nos lascreemos, nuestro intelecto está ocupado y gobernadopor las ficciones, fantasías e ilusiones que el mentirosoha urdido para nosotros. Lo que aceptamos como reales un mundo que otros no pueden ver, tocar oexperimentar de manera directa. En consecuencia,una persona que cree una mentira está obligada porella a vivir «en su propio mundo», un mundo en elque los demás no pueden entrar y en el que ni siquierael mentiroso reside de verdad. Así, la víctima de lamentira se encuentra, en función del grado deprivación de verdad, expulsada del mundo de laexperiencia común y aislada en un reino ilusorio enel que no hay ningún camino que los otros puedanencontrar o seguir.

De ello se sigue que la verdad y nuestrapreocupación por ella nos conciernen de un modo que

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no sólo tiene que ver con nuestros intereses prácticosy cotidianos, sino que al propio tiempo poseen unsignificado más profundo y perjudicial. Una de laspoetisas contemporáneas cuya lectura resulta másgratificante, Adrienne Rich, nos ofrece una descripciónde los efectos perversos que, inevitablemente, conllevala mentira (además de su pernicioso efecto sobre lapersona a la que se miente) para el propio mentiroso.Con poética exactitud, Rich nos dice que «el mentirosolleva una existencia de indescriptible soledad»(“Women and Honor: Some Notes on Lying», enAdrienne Rich, Lies, Secrets, and Silence, Nueva York,1979, pág. 191).* La soledad es precisamenteindescriptible porque el mentiroso ni siquiera puederevelar que está solo –que no hay nadie en su mundoinventado– sin descubrir, al hacerla, que ha mentido.Oculta sus propios pensamientos, aparentando creerlo que no cree, y de ese modo hace que a las demáspersonas les resulte imposible establecer una relaciónplena con él. No pueden responderle tal como es enrealidad. Ni siquiera pueden ser conscientes de queno lo hacen.

El mentiroso, puesto que miente, no quierepermitirse que le conozcan. Esto es un insulto a susvíctimas, un insulto a su orgullo. Por ello les veda elacceso a una forma elemental de intimidad humanaque normalmente se da más o menos por supuesta: laintimidad que consiste en saber qué sucede, o qué hay,en la mente de otra persona.

En ciertos casos, señala Rich, las mentiras puedencausar un daño aún más profundo: «Cuando

* Trad. cast.: Sobre mentiras, secretos y silencios, Barcelona, Icaria, 1993,pág. 224. (N. de la t.)

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descubrimos que nos han mentido en una relación –dice–, nos sentimos terriblemente despreciadas» (Sobrementiras, secretos y silencios) pág. 229).

Una vez más, su observación es de una claridadmeridiana. Cuando tratamos con alguien a quienacabamos de conocer, de manera más o menosdeliberada, debemos valorar hasta qué punto podemosfiarnos de él para convencernos de que lo que nosdice coincide con lo que realmente cree; y estavaloración, en la mayoría de los casos, sólo conciernea algunas de las cosas que nos ha dicho. Por otra parte,con nuestros amigos más íntimos, ambas condicionessuelen ser menos estrictas. Consideramos que, engeneral, nuestros amigos son sinceros con nosotros, ylo damos prácticamente por supuesto.Acostumbramos a confiar en todo lo que nos dicen, yesto lo hacemos, principalmente, no porquecalculemos que, probablemente, no nos engañan, sinoporque nos sentimos a gusto y seguros con ellos.

Cuando se trata de amigos, la expectativa de accesoe intimidad se convierte en algo natural. Ésta no sefundamenta en una opinión calculada, sino ennuestros sentimientos; es decir, tiene más que ver connuestra experiencia subjetiva que con cualquier otrosupuesto intelectual basado en los datos objetivospertinentes. Sería exagerado decir que nuestrainclinación a fiarnos de nuestros amigos forma partede nuestra naturaleza esencial. Pero sería bastantecorrecto afirmar, como hacemos a veces, que confiaren ellos es como una «segunda naturaleza» paranosotros.

Por esta razón, como Rich señala, descubrir queun amigo nos ha mentido genera en nosotros una

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sensación de gran desconcierto. Es un descubrimientoque nos expone a algo sobre nosotros mismos, algobastante más inquietante que el mero hecho de habercalculado mal, o de haber cometido un error deapreciación. Nos revela que nuestra propia naturaleza(es decir, nuestra segunda naturaleza) no es de fiar,pues nos ha inducido a confiar en alguienindebidamente. Nos demuestra que, siendo realistas,no podemos fiarnos de nuestra propia capacidad dedistinguir la verdad de la falsedad; de nuestra capacidad,en otras palabras, de reconocer la diferencia entre loque es real y lo que no lo es. Lograr engañar a unamigo implica, es obvio, la culpa del que miente. Sinembargo, al propio tiempo revela que la víctima delengaño también tiene un defecto. El mentiroso le hatraicionado, pero también ha sido traicionado por suspropios sentimientos.

La traición a uno mismo tiene que ver con la locura,porque es una característica distintiva de lo irracio-nal. El núcleo de la racionalidad consiste en lacoherencia, y ser coherente, en acción o enpensamiento, supone como mínimo actuar de maneratal que no nos engañemos a nosotros mismos.Aristóteles indicó que un individuo actúa de maneraracional cuando sus acciones se ajustan al «medio»;es decir, a un punto a medio camino entre el exceso yel defecto. Supongamos que, para lograr una buenasalud, alguien sigue una dieta que es tan escasa o abun-dante que no sólo no consigue mejorar su salud, sinoque en realidad le hace estar menos saludable que antes.El filósofo recalcó que en esta forma de ir contra lospropios intereses, en esta traición a uno mismo,consiste la irracionalidad práctica de alejarse del justomedio.

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De igual manera, la incoherencia lógica tambiéndebilita la actividad intelectual. Cuando una línea depensamiento genera una contradicción, su progresivaelaboración posterior se bloquea. El razonamientopuede avanzar en cualquier dirección, pero al final nole queda más remedio que retroceder: debe sostenerlo que ya ha rechazado o debe negar lo que ya haafirmado. Así, como sucede con la conducta que hafrustrado su propia ambición, el pensamientocontradictorio es irracional porque se derrota a símismo.

Cuando una persona descubre que alguien en cuyasinceridad le había parecido natural confiar le ha dichouna mentira, ello le demuestra que no puede confiaren sus propios y arraigados sentimientos de confianza.Ve que su esfuerzo por identificar personas en las queconfiar ha sido traicionado por sus propias in-clinaciones naturales, que en vez de ayudarle aencontrar la verdad han hecho que la perdiera. Suconvicción de que podría guiarse según su propianaturaleza ha resultado contraproducente y, por tanto,irracional. Y como siente que, por naturaleza, estáfuera de la realidad, no le resulta difícil pensar que haperdido un poco el juicio.

VIII

Por agudos y esclarecedores que parezcan lospensamientos de Rich sobre la mentira en las relacionespersonales, en esta cuestión, como en casi todas lasdemás, la moneda tiene más de una cara. Otro poetamaravilloso –quizá, de hecho, el mayor de todos– tieneuna historia muy distinta que contarnos. He aquí elcautivador y provocativo soneto 138 de Shakespeare:

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Cuando mi amor jura que es todo lealtadla creo, aunque sé que me engaña,para que pueda pensar que soy un joven indoctodesconocedor de las falsas sutilezas del mundo.Así, vanamente creyendo que me cree joven,aunque sabe que mis mejores días han pasado,simplemente doy crédito a su lengua falaz:por ambos lados así suprimimos la simple verdad.Pero ¿por qué no dice ella que es infiel?¿Y por qué no digo yo que soy viejo?Ay, el mejor hábito del amor es confiar en las apariencias,y la edad, en el amor, no ama que le cuenten los años.Así pues, yo miento con ella, y ella conmigo,y en nuestras faltas con mentiras nos halagamos.*

Existe un dogma ampliamente aceptado según elcual, para los amantes, es esencial confiar el uno en elotro. Shakespeare no parece compartir esta idea. Ajuzgar por el soneto, lo mejor para los amantes –«elmejor hábito del amor”– es, en realidad, no confiar deverdad. Igual de bueno es «confiar en las apariencias»nos dice, si no, a veces, aún mejor.

La mujer del poema afirma decir la verdad –«juraque es todo lealtad”– aunque engañosamente simulacreer que el hombre es más joven de lo que ella sabeque es. El hombre sabe que en realidad no lo cree,pero decide aceptar su promesa de que dice la verdad.Pero él empieza a pensar que ella cree la mentira quele ha dicho sobre su edad, y que de verdad lo consideramás joven de lo que es en realidad.

Ella le miente al decirle lo sincera que es, y que secree los años que él le dice que tiene. Él le miente aella sobre su edad, y pretendiendo aceptar sudescripción de mujer totalmente sincera. Ambos lo

* Traducción de Antonio Machado. (N. de la t.)

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saben todo; saben que el otro les miente, y que suspropias mentiras no son creídas. Sin embargo, cadauno, engañosamente, finge creer que el otro es deltodo sincero. Esta sarta de mentiras permite que losdos amantes, unidos en esta «confianza en las aparien-cias», crean que sus halagadores embustes sobre ellosmismos –como totalmente sincera, o comoencantadoramente joven– han sido aceptados. Y deeste modo, mintiéndose el uno al otro, los amantesacaban mintiendo felizmente juntos.

Antes sugerí que, en la mentira, parte del defectoes que el mentiroso, al negar el acceso a lo que es enrealidad o a lo que piensa, priva de un tipo de intimidadhumana elemental y que suele darse por supuesto. Estaprivación no es, seguramente, una característica de lasituación que Shakespeare describe. En aquel soneto,los amantes no sólo saben qué piensa cada uno, sinotambién lo que hay detrás de ello. Ambos saben lo queel otro realmente piensa. Y ambos saben que el otro losabe: se dicen unas mentiras mayúsculas, pero ningunose llama a engaño. Cada uno de ellos sabe que el otromiente y, al propio tiempo, ambos son conscientes deque sus propias mentiras no son creídas.

En realidad, ninguno de los amantes se libra denada. Ambos comprenden lo que está sucediendo enel especular y poliédrico complejo de presuntosengaños que cada uno urdió por su lado. Para ellos,todo es tranquilizadoramente transparente. Los dosamantes tienen la seguridad de que su amor no se havisto perjudicado por las mentiras. Pueden ver, a travésde las mentiras que les han dicho, y de las que handicho ellos, que su amor sobrevive aun sabiendo laverdad.

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Supongo que la intimidad que estos amantescomparten, en virtud de reconocer las mentiras quese dicen uno al otro, y gracias también a saber que suspropias mentiras no han logrado engañar, es especial-mente profunda y agradable. La intimidad de la quegozan llega hasta unos rincones de su ser que, condenodados y penosos esfuerzos, ambos habíanintentado esconder. Sin embargo, pese a todo, ven quehan visto el uno a través del otro. Los ocultos rinconeshan sido hollados. Ambos se dan cuenta de que cadauno ocupa al otro y es a su vez ocupado, y esta mutuapercepción de sus mentiras ha guiado, como porensalmo, sus maniobras de engaño hacia la verdad delamor, una delicia inigualable.

Por lo general, no suelo recomendar o perdonar lamentira. En la mayoría de los casos, soy un fervientedefensor de la verdad. De todas maneras, si usted creeque puede mentirse a sí mismo en una situación comola que Shakespeare describe en su soneto, mi consejoes: ¡adelante!

IX

La verdad posee un valor instrumental cuando setoma, por así decir, a pedazos. Al fin y al cabo, lasverdades útiles son específicas, individuales. El valorpragmático de la verdad se manifiesta, para el ingeniero,en informes sobre cosas tales como la resistencia a latensión y la elasticidad de los materiales; para elmédico, en análisis de, por ejemplo, la concentraciónde leucocitos en la sangre; para el astrónomo, en des-cripciones de las trayectorias de los cuerpos celestes,etcétera.

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Ninguna de estas personas que buscan y empleanla verdad se preocupa necesariamente por la verdadcomo tal. Lo que más les importa son los hechosdiferenciados, así como las inferencias que tales he-chos deben sostener. Ello no les exige dedicar unaatención especial a conceptos abstractos de facticidado verdad; sólo sienten curiosidad por las verdadesrelativas a su ámbito específico de investigación, y sucuriosidad queda satisfecha cuando han adquirido unconjunto de creencias que consideran ciertas, y portanto útiles, sobre los temas concretos en los quetienen un interés especial.

Pero ¿qué podemos decir del valor de la verdad ensí misma, como algo distinto de las explicaciones másbien corrientes que hasta ahora hemos dado sobre elvalor de las verdades individuales? Para empezar,conviene dejar claro a qué nos referimos cuando nospreguntamos por el valor de la verdad en sí misma, ocuando nos preguntamos por qué razón debemospreocuparnos por la verdad como tal. De hecho, aunantes de ello, en realidad deberíamos aclarar quésignifica -de manera concreta y como cuestión práctica-valorar y preocuparnos por la verdad en primer lugar.¿A dónde nos lleva, en realidad, preocuparnos por laverdad, como algo distinto de preocuparnos sim-plemente por la adquisición y explotación de verdadesespecíficas?

Por lo pronto, como es natural, una persona quese preocupa por la verdad también procura acrecentary ampliar su comprensión de verdades concretas,sobre todo de aquellas que son especialmenteinteresantes o que es probable que sean particu-larmente valiosas. Preocuparse por la verdad implica

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asimismo otras cosas: alcanzar una cierta satisfacción,y tal vez el placer del amante al reconocer y comprenderverdades importantes que antes permanecían ocultasu oscuras; querer proteger del descrédito y latergiversación nuestra apreciación de las verdades queya poseemos; y, en general, estar dispuesto a fomentaren la sociedad, en la medida de nuestras posibilidades,una sólida y estable preferencia por las creenciasverdaderas sobre la ignorancia, el error, la duda y lamanipulación. Hay muchas razones para suponer queestos anhelos son plenamente compartidos por las per-sonas que se dedican a buscar verdades específicassobre temas concretos. De hecho, sería difícilencontrar alguna persona que considerase que estasambiciones no merecen la pena.

En cualquier caso, preocuparse por la verdaddesempeña un papel muy diferente en nuestras vidas,y en nuestra cultura, al de preocuparse por laacumulación de verdades individuales, pues lo primerotiene una importancia más profunda y general. Laverdad proporciona base y motivación a nuestracuriosidad por los hechos y a nuestro compromiso conla importancia de la investigación. Nos preocupamosde acumular verdades porque consideramos que laverdad es importante para nosotros.

Debo admitir que con ello no hago mucho más quereiterar mi vieja historia sobre la utilidad de la verdad.No obstante, aún hay otra historia que contar aquí,una historia con mayor riqueza filosófica y que nosólo atañe a nuestras necesidades e intereses prácticos.

Aprendemos que somos seres individuales, distintosde lo que es otro respecto a nosotros, superando losobstáculos que se oponen a la realización de nuestras

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intenciones; es decir, luchando contra lo que se oponeal cumplimiento de nuestra voluntad. Cuandodeterminados aspectos de nuestra experiencia no sepliegan a nuestros deseos; cuando, por el contrario,son inflexibles e incluso hostiles a nuestros intereses,vemos claro que no forman parte de nosotros. Nosdamos cuenta de que no están bajo nuestro controldirecto e inmediato, que más bien son independien-tes de nosotros. Éste es el origen de nuestro conceptode realidad, que es esencialmente un concepto de loque nos limita, de lo que no podemos cambiar ocontrolar mediante un mecanismo de nuestravoluntad.

En la medida en que aprendemos con mayordetenimiento cómo estamos limitados, y cuáles sonlos límites de nuestra limitación, llegamos a trazarnuestros propios lindes y, así, a discernir nuestra forma.Aprendemos lo que podemos y no podemos hacer, yqué tipos de esfuerzos podemos emprender para lo-grar lo que es posible en realidad para nosotros.Aprendemos nuestras capacidades y vulnerabilidades.Todo ello no sólo nos proporciona un sentido aún másempático de nuestra singularidad, sino que nos definela clase de seres que somos.

Así, nuestro reconocimiento y comprensión denuestra identidad surge, y depende íntegramente, dela apreciación que tenemos de una realidad que, demanera inexorable, es independiente de nosotros. Enotras palabras, surge y depende de que reconozcamosque existen hechos y verdades sobre los cuales nopodemos pretender ejercer un control directo einmediato. De no existir tales hechos y verdades, si elmundo –invariablemente, y para nuestra

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intranquilidad– llegase a ser cualquier cosa quequisiéramos que fuese, no podríamos apreciar ningunadiferencia entre nosotros y lo que es distinto denosotros, y no tendríamos ni idea de lo que cada unoes en particular. Sólo si reconocemos un mundo deuna realidad, hechos y verdades obstinadamenteindependientes, podemos reconocernos a nosotrosmismos como seres distintos de los demás y articularla naturaleza específica de nuestras propiasidentidades.

Si esto es así, ¿cómo podemos no tomarnos en seriola importancia de la facticidad y la realidad? ¿Cómopodemos no preocuparnos por la verdad?

La respuesta es que no podemos.

"Harry G. Frankfurt (n. 29 de mayo de 1929 enEstados Unidos) es profesor emérito de Filosofía en laUniversidad de Princeton. Ha dedicado gran parte desu carrera a explorar las formas en las que las personaspiensan en sí mismas intelectual y moralmente, y cómolos ideales y los valores conforman nuestras vidas.

En este libro estudia la importancia de la verdad ennuestras vidas. La devoción de nuestra cultura por lacharlatanería parece bastante más arraigada quenuestro tibio compromiso con la verdad. Algunosautores, incluso bastantes personas, consideran quelas categorías "verdadero" o "falso" carecen de sentidoe incluso quienes afirman amar la verdad acaban porparecer un poco pedantes. En la practica, la mayoría

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de nosotros nos atenemos a ella sólo cuando esestrictamente necesario y, a menudo, buscamosalternativas que nos ayuden a "vendernos" mejor. Noobstante, afirma Harry, la civilización sigue adelantecomo si tal cosa."