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Piero Barcelli Reyna

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Charly

Éranse dos pequeños que vivían en un mismo país, en una misma ciudad, en un mismo barrio y muy cerca de una laguna que tenía por nombre ‘Chi-

rimoyas’: uno era hijo de un conductor de trenes y una vendedora de lores; y el otro… Bueno, el otro había nacido de una semilla cualquiera; es decir, el segundo pequeño, era una planta.

El primer pequeño, es decir, el bebé, llegó al mundo un día en que abun-daban las lores. Charo, su madre, aquel día había llenado su lorería de dalias, azucenas, tulipanes, claveles pero sobre todo de rosas. La mayoría, eran blan-cas y rojas. Se celebraba la Independencia y era un buen día para vender lores; a pesar de que la pobre Charo llevaba nueve meses de embarazada. La gente de la ciudad pedía lores en abundancia, sobre todo, las que eran rojas y blancas.

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Pero de pronto, a Charo le vinieron los dolores que tienen algunas mu-jeres cuando están a punto de ser mamás. Tanto fue el malestar, que la pobre Charo se desplomó sobre el suelo, y los numerosos ramos de rosas que estaban sobrepuestos a los dos costados de su tienda, cayeron todos sobre ella.

—¡Ayúdenme, ayúdenme por favor! —pedía auxilio la lorista.

Y en la lorería, que también era su casa, no había nadie, ni su esposo, el señor Chavarría, que estaría a esas horas conduciendo el tren de la mañana, ni sus dos pequeñas hijas, las gemelas Cheryl y Chantal, que debían de estar oyen-do clases en el colegio, ni siquiera ‘China’, una perra inmensa de color blanco que compartían Cheryl y Chantal y que se encontraría, (como acostumbraba hacer todas las mañanas) husmeando entre las hierbas de la laguna Chirimo-yas, que estaba bastante cerca de la casa. Tuvieron que pasar quince dolorosos minutos para que alguien se asomara a la casa. Era Chéster, el guardián de aquella laguna con nombre de fruta.

—¡Quién grita allí! —dijo éste un poco atemorizado, mientras Charo, la lorista, apenas pudo sacudirse de las rosas que le cayeron encima y que la ha-

bían cubierto casi por completo.

—¡Ayúdeme, joven Chéster! —suplicó ella—. Voy a tener a mi bebé; ¡con-siga un taxi!, ¡un taxi!, que necesito un médico.

—Sí, señora Charo, iré por un taxi ahora mismo.

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Pero el desafortunado vigilante no halló un solo auto en la carretera. La calle estaba desierta de vehículos. Pero en cambio, se encontró en el camino con una anciana de aspecto vivaz y de vestimenta muy graciosa; ésta llevaba un ancho sombrero hecho de paja, un vestido largo y moteado con todos los colores posibles de imaginar, una bufanda roja y larga que hacía juego con sus diminutos zapatos rojos y una cartera del mismo color que llevaba consigo, y que era tan vieja como ella.

La vieja mujer, al ver el rostro de Chéster, notó su gran nerviosismo y le habló así:

—¡Qué le ocurre, jovencito! ¿Está buscando algo?

—No señora… es decir… es decir sí. Es una urgencia, pero no creo que usted me pueda ayudar —dijo el vigilante, tartamudeando y sin esperanzas al ver la encorvada y delgada silueta de la abuelita.

—Eso dependerá de lo que tenga que hacer. No crea que por ser anciana soy inútil —contestó la mujer de gracioso vestido, moviendo sus frágiles bra-zos y pequeñas manos.

—Es que… Es que —dudó el vigilante— se trata de una mujer que va a dar a luz.

—¡Caballero!, ¿acaso no tengo cara de haber sido madre? Conozco ese

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o icio y sé cómo dan a luz las mujeres a sus bebés. Vamos, lléveme hasta donde está la futura madre.

—¡De acuerdo!, ¡de acuerdo! —contestó el temeroso vigilante, encogién-dose de hombros y lamentándose por tan penoso día.

Y juntos caminaron hasta la lorería. Charo, que a duras penas había con-seguido ponerse en pie, oyó la voz de Chéster y se alegró; pero luego se sintió desalentada al no oír el motor del taxi que Chéster había acordado traerle para ir al hospital. Enseguida supo que estaba acompañado de otra persona; era la voz de una señora bastante mayor. Charo se acercó tambaleando hasta su mos-trador. Para entonces sus dolores habían aumentado.

La voz que había oído era la de la anciana, quien al verla se acercó a sa-ludarla:

—Buen día, lorista —dijo ésta y le dio un abrazo—. ¡Vaya, qué lindas lo-res se venden aquí!, pero me ocuparé de ellas en otro momento… Te duele tu barriguita ¿verdad lorista?... Es que tu niño ya está advirtiéndote que está listo para salir… Pero no te preocupes, tienes mucha suerte de que yo haya llegado a tiempo.

—¡Perdóneme, buena señora —contestó Charo un poco enojada y tocán-dose nuevamente el vientre— pero no estoy de humor para bromas…! ¡Y usted Chéster!, ¿no habíamos quedado en que traería un taxi? A este paso mi bebito llegará muerto al hospital.

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—Pero lorista, no seas tan severa con el joven —respondió la anciana con una sonrisa cariñosa—, él me dijo que ibas a tener un bebé y, modestias aparte, no hay persona más acostumbrada a los partos que yo…

La anciana del vestido gracioso, sin embargo, vio lo agitada que estaba Charo y entonces agregó:

—¡Pero no perdamos tiempo! Te llevaremos ahora mismo a la laguna Chirimoyas; allí, como acostumbran desde siempre, tendrás a tu niño.

—¡Nada de laguna Chirimoyas! —contestó molesta la futura madre, y su enojo le provocó más dolor—. ¡Yo necesito ir al hospital!… ¡Un Taxi, un taxi!

—Calma, lorista, no es bueno que te enojes ahora —le dijo la viejecilla—, sé que deseas ir al hospital, pero está muy lejos y hoy es iesta nacional, re-cuerda. Además, los pocos médicos que están trabajando deben de estar muy ocupados y por lo que veo no hay tiempo que perder. ¡Vamos de una vez a la laguna Chirimoyas que allí nacerá tu hijo!

—¡Otra vez con eso de la laguna! —reclamó Charo muy alterada—. ¡Trái-ganme un taxi!...

La lorista estaba tan débil que casi cae al piso otra vez, de no ser porque la anciana la sostuvo a tiempo entre sus brazos.

—¡Pronto —ordenó ésta a Chéster—, tráeme unos paños muy calientes, nada más…, nada más será necesario! Llévalos a la laguna, que allí estaremos.

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El buen vigilante, desesperado por no encontrar paños, tomó con mucha pena de su caseta una camisa que jamás había usado. Era nueva, es más, aún no la había sacado de su caja, pero fue lo único que en ese momento podía ser-vir como paño. La rompió en varios pedazos, los humedeció todos con el agua caliente de su termo y marchó corriendo hacia la laguna a entregársela a la an-ciana. Ella, con una inesperada fuerza, había llevado en sus brazos a la lorista embarazada hasta la orilla de la laguna.

—Aquí tiene los paños calientes, señora —dijo Chéster, quien hasta aho-ra no sabía el nombre de la anciana.

El vigilante, luego de entregarle las telas humedecidas, corrió hasta la lorería, que había quedado con las puertas de par en par. No había nadie en

ella y había que cuidarla de cualquier ladrón aprovechado.

Charo despertó de su repentino desmayo y se encontró con la laguna Chi-rimoyas y con la viejecilla a su lado. Ésta le había quitado los zapatos y le pidió que se sumergiera con ella en el agua. Así lo hicieron, aunque Charo seguía muy temerosa. La anciana mujer la tomó de los hombros y apoyó su ajada mano sobre la barriga de Charo, presionándola y examinándola con el tacto. Entonces, la vieja mujer hizo una exclamación.

—¡Ya está naciendo, lorista, casi lo tenemos!

—¡Ay, me duele demasiado! —se quejaba Charo con la mitad del cuerpo bajo el agua.

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