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Μ CONSTRUCCIÓNd e EUROPA.Siglos V-VIII

Luis A. García Moreno

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LA CONSTRUCCIÓN DE EUROPASiglos ν-νπι

Luis A. García Moreno

EDITORIALSINTESIS

Armauirumque
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ANTIGUA

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Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente por cualquier sistema de recuperación y por cual­quier. medio, sea mecánico, electrónico, magnéti­co, electroóptico, por fotocopia o por cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© Luis A. García Moreno

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.Vallehermoso, 34. 28015 Madrid Teléfono 91 593 20 98 http ://www. síntesis. com

ISBN: 84-7738-859-8 Depósito legal: M.7.771-2001

Impreso en España. Printed in Spain

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A Luis Suárez Fernández, que me enseñó a ser universitario.

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Indice

Prólogo ......................................................................................................... 13

1. Las invasiones y el fin del Imperio en Occidente .................. 171.1. ¿Invasión o acomodación? .......................................................... 171.2. Los pueblos germanos en vísperas de las invasiones .............. 20

1.2.1. La gran migración de los godos...................................... 211.2.2. La etnogénesis vándala .................................................... 221.2.3. Cambios sociopolíticos en los germanos orientales .... 231.2.4. Los germanos occidentales ............................................. 241.2.5. La etnogénesis de los atamanes.................................... 241.2.6. La etnogénesis de los germanos del mar del Norte..... 251.2.7. La etnogénesis de los francos........................................ 261.2.8. El avance de los germanos occidentales sobre el

Imperio ............................................................................... 271.3. Causas y condicionantes de las invasiones ................................ 28

1.3.1. Soberanía señorial, séquitos, monarquía militar y etno­génesis ................................................................................ 28

1.3.2. Religión y etnogénesis...................................................... 30-1.4. La historia militar de las invasiones: la destrucción del Imperio

en Occidente................................................................................... 311.4.1. La primera oleada: la gran invasión visigoda................ 321.4.2. La ruptura de la frontera del Rin...................................... 34

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1.4.3. Reacción imperial (416-454) e invasión de Africa porlos vándalos ....................................................................... 35

1.4.4. La liquidación del poder imperial (454-476) ................. 37

2. Los reinos romano-germánicos (siglos vi-vm) .......................... 412.1. La Europa merovingia ................................................................... 41

2.1.1. El origen de los merovingios........................................... 412.1.2. Clodoveo............................................................................ 432.1.3. Los hijos de Clodoveo y el reparto del reino................ 452.1.4. La época de Gregorio de Tours...................................... 462.1.5. Los “reyes holgazanes” y los mayordomos de pa­

lacio .................................................................................... 472.1.6. La hegemonía de la casa de Heristal.............................. 492.1.7. La periferia franca: turingios, alamanes, bávaros y sa­

jones .................................................................................... 492.2. Las Españas visigodas .................................................................. 50

2.2.1. El intermedio ostrogodo y la intervención bizantina.... 502.2.2. La fundación del Reino de Toledo: Leovigildo y

Recaredo ............................................................................ 522.2.3. Poder real contra poder nobiliario (603-642) ............... 542.2.4. La restauración de Chindasvinto y Recesvinto ............. 552.2.'5. La monarquía protofeudal y la invasión islámica (653-

719) ..................................................................................... 562.2.6. La periferia visigoda: bizantinos, suevos, astures, ruco-

nes, cántabros y vascones............................................... 582.3. El África vándala (429-534) .......................................................... 60

2.3.1. Las debilidades vándalas................................................. 602.3.2. Genserico, el rey fundador.............................................. 612.3.3. Los sucesores de Genserico: brutalidad e impotencia . 622.3.4. La reconquista bizantina................................................... 63

2.4. Ostrogodos y longobardos en Italia............................................ 632.4.1. La etnogénesis ostrogoda de Teodorico el Amalo ....... 642.4.2. El esplendor ostrogodo: Teodorico el Grande ............. 652.4.3. La decadencia de los Amalos .......................................... 662.4.4. La reconquista bizantina: la guerra gótica..................... 672.4.5. La oscura etnogénesis longobarda................................. 682.4.6. Alboino y la invasión longobarda de Italia..................... 692.4.7. Los duques y el asentamiento longobardo.................... .712.4.8. La restauración de la Monarquía longobarda: la casa

de Teodolinda (584-712).................................................. 722.4.9. El Reino longobardo de Italia: Liutprando y el eclipse

bizantino ............................................................................. 74

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2.4.10. La intervención franca: los Estados pontificios y el findel Reino longobardo ....................................................... 75

2.5. Las Islas Británicas celto-romanas y anglosajonas ..................... 762.5.1. De la Britania romana a la anglosajona......................... 762.5.2. Los señores de la guerra sajones ................................. 782.5.3. Entre Kent y Nortumbria. La cristianización................. 792.5.4. La hegemonía de Mercia ............. .................................. 802.5.5. Irlanda: un país celta y cristiano .................................... 812.5.6. Los orígenes de Escocia: pictos y escotos ................ 82

3. Monarquía y nobleza: las estructuras sociopolíticasy administrativas ................................................................................ 853.1. El rey y la realeza........................................................................... 85

3.1.1. La nueva Monarquía: síntesis romano-germana......... 863.1.2. Bizancio y los reyes ........................................................ 873.1.3. Cristianismo y realeza: la unción rea l............................ 883.1.4. Un problema mal resuelto: la sucesión real ................ 89

3.2. Las estructuras de gobierno ......................................................... 903.2.1. La administración central: el palatium .......,.................. 913.2.2. El gobierno del territorio: curias, condes y duques... 93

3.3. La aristocracia frente a la realeza. El protofeudalismo ............... 973.3.1. La sociedad germánica, ¿aristocrática o nobiliaria? .... 973.3.2. Supervivencia de la antigua nobleza provincial y mu­

nicipal romana ................................................................... 983.3.3. La lucha por la tierra y los hombres .............................. 993.3.4. El prefeudalismo ancestral anglosajón......................... 1013.3.5. El protofeudalismo itálico: tradición germánica y evo­

lución bizantina.................................................................. 1023.3.6. El protofeudalismo plural galofranco ............................ 1023.3.7. El pr otofeudalismo institucional visigodo..................... 104

4. Las estructuras socioeconómicas del Occidenteromano-germano (siglos v-vii) .............................. ........... ............ 1074.1. Introducción historiográfica .......................................................... 107

4.1.1. Esclavos y colonos: un moderno debate historioqráfi-c o .......................................................... ............................. 107

4.1.2. La ciudad y el comercio: de la economía natural al sis­tema de comercio mundial..................................... ·........ 110

4.2. Las bases demográficas ......................................... ...................... 1114.2.1. Una larga crisis demográfica........................................... 1124.2.2. El aporte demográfico de los invasores ...................... 1134.2.3. El asentamiento de los contingentes invasores........... 114

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4.2.4. Las nuevas calamidades: guerras, hambrunas, plagasy peste ................................................................................ 122

4.2.5. Diversidad regional e inicios de recuperación demo­gráfica ....................................................................... .......... 125

4.3. Las estructuras campesinas .......................................................... 1274.3.1. El paisaje rural de tradición romana y el germánico .... 1274.3.2. El paisaje rural mediterráneo .......................................... 1284.3.3. El paisaje rural septentrional y continental .................... 1324.3.4. Las técnicas de cultivo y los rendimientos agrícolas.... 1334.3.5. La pequeña propiedad campesina................................ 1354.3.6. La gran propiedad laica y la eclesiástica. El sistema de

la “hospitalidad’1 ........................................... .................... 1374.3.7. La estructura de la gran propiedad: reserva y tenen­

cias campesinas ................................................................ 1394.3.8. La explotación de la reserva. La esclavitud................... 1394.3.9. Las tenencias. La formación del campesinado depen­

diente .................................................................................. 1414.3.10. Las resistencias y revueltas campesinas.......................... 145

4.4. La ciudad y el comercio ................................................................ 1464.4.1. La ciudad: continuidad y metamorfosis.......................... 1464.4.2. La ciudad y la ordenación del territorio ......................... 1474.4.3. La estructura física urbana ............................................... 1474.4.4. Los edificios públicos. La cristianización del ocio y los

servicios ............................................................................. 1484.4.5. Supervivencia y transformación de los curiales. Los

orígenes del patriciado urbano....................................... 1504.4.6. La plebe urbana. Los comerciantes orientales ............. 1524.4.7. La especificidad británica ................................................ 1534.4.8. El comercio mediterráneo: continuidad y contracción . 1534.4.9. Los orígenes de un nuevo circuito comercial: el mar

del Norte............................................................................. 155

5. El Occidente de los siglos v-vm: una civilización cristiana .. 1575.1. El Cristianismo y los bárbaros...................................................... 157

5.1.1. Las invasiones y la Providencia divina .......................... 1575.1.2. Los nuevos bárbaros: herejes y paganos ..................... 1605.1.3. La conversión de los germanos al Cristianismo .......... 1615.1.4. El arrianismo gótico ......................................................... 161

5.2. El lenguaje cristiano de las relaciones de poder y dominación 1645.2.1. La clericalización de las aristocracias provinciales ro­

manas .................................................................................. 1645.2.2. La primacía episcopal base de la nueva cultura........... 165

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5.2.3. El culto a los santos. Una nueva ideología ..................... 1665.2.4. Las peregrinaciones ......................................................... 1675.2.5. La liturgia y la cristianización del tiempo....................... 1695.2.6. No más dualidad campo/ciudad ..................................... 1705.2.7. El Cristianismo y la vida privada. La posición de la

m ujer......................'............................................................ 1725.3. El nuevo Occidente cristiano: monjes, papas y misioneros ..... 174

5.3.1. Los orígenes del monaquismo en Occidente................ 1745.3.2. El monaquismo irlandés................................................... 1765.3.3. La obra de Columbano el Joven...................................... 1775.3.4. El monaquismo hispanovisigodo. Fructuoso de Braga .. 1795.3.5. Los orígenes del monaquismo benedictino .................. 1805.3.6. El Papado: de patriarca de Occidente a soberano te­

rrenal................................................................................... 1815.3.7. Las nuevas misiones cristianas........................................ 184

5.4. Transmisión y objetivos de la cultura cristiana........................... 1865.4.1. La continuidad de la retórica ........................................... 1865.4.2. La nueva enseñanza eclesiástica..................................... 1865.4.3. La latinidad de los siglos v y vi: Africa e Italia................ 1875.4.4. La latinidad del siglo vn: el esplendor visigodo y la

sorpresa irlandesa ............................................................ 1895.4.5. Los orígenes de la literatura en lengua germánica ...... 1915.4.6. Civilización escrita latina, sociedad analfabeta y habla

vulgar.................................................................................. 1925.4.7. La plástica al servicio de la ideología cristiana ............. 193

Bibliografía ................................................................................................ 197

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Prólogo

Se propone este libro ofrecer una visión general de la historia del Occi­dente europeo desde el siglo V a las primeras décadas del VIII. Antigüedad Tardía para unos, Temprana Edad Media para otros. En la antigua historio­grafía más lo segundo, mientras que en la de los últimos decenios lo prime­ro, sin dudarlo. Dejaremos la discusión para los que se aferran a una siem­pre convencional periodización para así creer que tienen una pequeña parcela de propiedad privada. Lo que no cabe duda es que en estos siglos tuvo lugar la primera construcción de Europa occidental.

La fundación de Europa occidental en un horizonte mítico. Sin duda. Es bien sabido que todos los nacionalismos, y antes que ellos las identidades étnicas, siempre más importantes, suelen tener un mito-motor. Y que éste por lo general se basa en el mito o realidad migratoria de una etnia y en el subsiguiente matrimonio indisoluble de aquélla con una determinada tierra. Ingleses, sajones, escoceses, franceses, alemanes, bávaros, bretones, lom­bardos, etc. Todos estos nombres, que han dado lugar a identidades étnicas, e incluso nacionales, fundamentales para que Europa sea como lo es toda­vía hoy, fueron el producto de etnogénesis y procesos migratorios que tuvie­ron lugar en estos siglos. Y fue en esos siglos cuando las etnias que por pri­mera vez los portaron se ubicaron en un concreto territorio que consideraron como su patria, ya para siempre amada e inamovible.

Españoles e italianos, ¿otra cosa? En el caso hispano resulta evidente que el mito-motor esencial de la identidad étnica y luego nacionalismo hispano ha sido la idea de la Reconquista. ¿De qué?, del Reino godo de esos siglos.

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Un reino cuyos ideólogos por vez primera utilizaron la palabra España -así, como suena- para referirse a la patria querida e irrenunciable de los godos.Y también el concepto de Italia, como Reino de Italia, fue algo que se formu­ló por vez primera en estos siglos, por los ideólogos de Teodorico el Gran­de primero, y por los de los últimos reyes longobardos por último. Es más, alguno de los elementos políticos, que durante más tiempo fueron obstácu­lo para la unidad italiana, surgió en aquellos siglos: los Estados pontificios. En fin, también para los hodiernos formuladores del irredentismo nacional vasco estos siglos serían epocales y decisivos por la supuesta irrefrenable lucha y rebeldía vascas frente a los imperialismos gótico y merovíngio.

Mitos y realidades políticos. No sólo eso. Por desgracia la historia euro­pea ha estado llena de hipervaloración de la propia identidad étnico-nacio- nal y menosprecio de la del vecino. Y para ello qué mejor que utilizar una serie de tópicos canallescos. Pues bien, también en esta época se formula­ron por vez primera algunos de ellos. Hace ya cuarenta años Hans Messmer mostró cómo los verdaderos orígenes de la leyenda negra antiespañola se remontaban a la leyenda negra antigótica que por primera vez formuló en toda su crudeza Gregorio de Tours a finales del siglo vi. Y cuántos tópicos antifranceses descubrirá quien lea la famosa diatriba escrita por el toledano Julián a finales del siglo vil.

Historia de las mentalidades. Sin duda. Y para la europea estos siglos fueron fundamentales, pues supuso la plena entronización del Cristianismo como ideología totalizadora de todos los ámbitos posibles de la vida públi­ca y privada. La posición y el papel de la mujer y el matrimonio, los pre­juicios sobre la sexualidad y el cuerpo, los ideales de vida santificada, la torre de la iglesia y los cementerios urbanos como lugares centrales en los núcleos habitados, las sedes episcopales como base para la ordenación territorial, los monasterios como centros de oración y reproducción cultu­ral e ideológica, además de económica, etc. Todas estas cosas que expli­can un buen trozo de la feliz y atormentada vida de los europeos occiden­tales de los siglos venideros se formularon y establecieron por vez primera entonces. La cristianización de la ciencia y del pensamiento, que no lo con­trario, también tuvo lugar en estos siglos. Y ello fue decisivo en el campo de la cultura, pues decidió qué del legado literario clásico debía copiarse y trasmitirse y qué importaba poco que se perdiera. Más aún, la predica­ción cristiana impuso valorar cada vez más el habla sencilla y vulgar como medio de comunicación incluso escrita. La ruptura de la unidad lingüística de la antigua Romania se decidió así también.

La construcción de Europa occidental, por tanto, en tantas cosas que afectan al pensar y comportarse de los individuos y de los colectivos huma­nos. Pero todavía hay en nuestros recintos universitarios, y ¿culturales tam­bién?, los nostálgicos de cuando era moneda de ley decir que la infraes­

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tructura socioeconómica era lo decisivo en la Historia. Cuando menos la superestructura ideológica, que los más sabios reconocían importante, a últimas habría venido determinada por aquélla. Una determinación que sería lo más o único importante para el historiador. Y ello era muy difícil, por complejo, de estudiar; el propio Marx había muerto sin acabar la famo­sa sexta parte.

Pues bien, también en lo social y en lo económico estos siglos fueron importantes para la inmediata historia europea posterior. Hace medio siglo sin duda que la respuesta a esto sería muy fácil: fin de la esclavitud clásica, constitución de una clase de campesinos dependientes y surgimiento del sis­tema señorial en las relaciones de propiedad y producción. Las cosas hoy se han complicado. Que si supervivencia, y hasta nueva edad de oro, de la esclavitud, que si sistema comercial mundial, etc. Pero no adelantemos cosas. El lector las encontrará tratadas a su debido tiempo en su capítulo debido. Entre tanto digamos que una de las posturas más inteligentes que sobre esta problemática se ha desarrollado en estos últimos años, la del inglés post- marxista C. Wickham, muestra también el carácter epocal de estos siglos en la historia del Occidente mediterráneo en el terreno socioeconómico. Por un lado la afirmación de un alivio indudable de las cargas que pesaban sobre la mayoría de los campesinos. Por el otro el de la importancia del sistema impositivo bajoimperial para comprender el gran comercio mediterráneo, y el radical cambio que entonces se produjo, en dos tiempos principalmente. Ideas estas últimas que, con las excavaciones en Cartago y en algún lugar más como punta de lanza del debate historiográfico, vuelven a matizar las geniales intuiciones que H. Pirenne propuso en los años treinta sobre el momento y las causas de la crisis del comercio mediterráneo y de la pluri- secular separación de sus dos orillas.

Si el comienzo de nuestra narración esta muy claro -surgimiento de la "monarquía militar" del Balto Alarico, con el pistoletazo de salida para las grandes invasiones-, el del fin está menos nítidamente trazado. Lo hemos ido buscando para cada territorio europeo en unos momentos variables, entre finales del siglo VU y mediados del VIH, con el fin de conseguir para los mis­mos completar más un período de su historia política, la más evidente y ape­gada al tiempo corto de la coyuntura. Para bastantes las invasiones islámicas nos marcan un límite preciso, y sin duda muy importante. Y no es éste el úni­co saludo a H. Pirenne. Por él, y por los esforzados arqueólogos de Cartago, también nos ha parecido oportuno dedicar páginas a la historia de los ván­dalos en África y de África con los vándalos. No sólo por ellos. La historia de Europa occidental sin la latinidad cristiana tardoantigüa es incomprensible.Y África fúe tal vez el más importante hogar de la misipa. Y no sólo por Agus­tín de Tagaste, sin duda un adelantado en tantas cosas: Sin embargo las últi­mas comunidades cristianas norteafricanas difícilmente pueden rastrearse

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más allá los siglos IX-X, y más como una reliquia que como otra cosa. Mucho antes lo beréber y lo árabe islámico eran los factores históricamente decisi­vos, y lo han continuado siendo hasta nuestros días.

Los siglos de la fundación de Europa por tanto, sin dudarlo. Para termi­nar quisiera recordar ahora que en el verano de 1942, en unas fechas dolo- rosas para su patria y para él, el historiador alemán Hans Dannenbauer desa­rrolló un curso sobre esta época con este mismo título: die EntstehungEuropas. Dannenbauer fue un importante miembro de la llamada "nueva doctrina" en el estudio de las antigüedades germánicas y de los orígenes del feudalismo, para con la que se siente deudor el que estas páginas escribe. La fundación de una Europa, sin duda dividida durante siglos por prejuicios y orgullos étni­cos y naciónalistas, cuyas semillas se pusieron entonces; y para los que como ideología también sirvió en exceso el Cristianismo, que entonces comenzó a ser intrumentalizado como tal decididamente. Unos años antes, en 1935, cuando la tormenta que anunciara mi admirado Thomas Mann ya se veía sobre la pacífica Alemania, el mismo Dannenbauer tuvo el coraje de escri­bir un incisivo ensayo en el que afirmaba que indogermanos, germanos y alemanes eran cosas diferentes y de tiempos distintos, que los alemanes de entonces eran el producto de una larga evolución histórica en la que la mez­cla había sido esencial, pues terminaba diciendo, haciéndose eco de una cla­ras palabras de Jakob Burckhardt, que "un pueblo auténticamente rico es rico por lo que ha acogido de otros muchos y lo ha vuelto a elaborar".

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Las invasiones y el fin del Imperio en Occidente

1.1. ¿Invasión o acomodación?

Habiéndolo oído de terceras el historiador Orosio nos ha transmitido lo que parece pudo ser un proyecto político utópico del rey visigodo Ataúlfo en el momento de contraer matrimonio en Narbona, en enero del 414, con la bella y decidida princesa romana Gala Placidia, hermana del emperador Honorio: convertir el Imperio de los romanos en una nueva Gotia en la que sus visigodos colaborasen como fieles guardianes de sus fronteras y del orden interno. La prematura muerte del hijo de tal matrimonio, Teodosio, habría desvanecido por completo un sueño del que el mismo nombre del recién nacido, igual que el de su abuelo, el último gran emperador, consti­tuía su mejor propaganda. En todo caso no cabe duda de que la transfor­mación de la Romania en una Gotia excedía las solas capacidades militares de la Monarquía visigoda de los Baltos. Sin embargo el mismo surgimiento de dicha idea en Ataúlfo y el grupo de nobles senadores galorromanos que le acompañaban en Narbona exige plantear una pregunta histórica de lar­go alcance: ¿qué objetivos guiaron a la mayoría de los reyes y dinastas ger­manos de las grandes invasiones del siglo. V sobre territorios del Imperio romano? ¿Se trataba de realizar una violenta sustitución de los provinciales invadidos por los germanos conquistadores, o por el contrario de un pro­ceso de mutua colaboración entre invasores e invadidos en la mayoría de los casos, en los que los primeros aportarían sobre todo su capacidad mili­tar y sus identidades étnicas para llenar de sentido y de legitimidad unas

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autonomías regionales cada vez más patentes y diferenciadas en el Imperio romano, siguiendo unas pautas ya ensayadas en la centuria precedente en los territorios fronterizos?

Una reflexión histórica de largo alcance no dejaría de dar la razón, con escasas excepciones, a esta segunda hipótesis. Y en este sentido algo de ver­dad habría tenido el viejo juicio de Fustel de Coulanges al cuestionar, más o menos retóricamente, la misma realidad de tales invasiones; no obstante que, personalmente con ello al francés le sangrase todavía la herida de la derro­ta de su patria en Sedán.

Las grandes invasiones que se abatieron sobre el Imperio romano a par­tir de finales del siglo IV representan un problema histórico multifacético, difícil de reducir a unas mismas causas y resultados. La muy rica historio­grafía moderna que se ha dedicado a ellas ha obedecido a una doble línea analítica. Aunque desgraciadamente no siempre se ha realizado la necesa­ria conexión entre ambas. Estas serían, por una parte, el estudio del desa­rrollo militar de las invasiones; por otra, el de las consecuencias de éstas sobre la población romana. Lo primero constituye ciertamente el aspecto mejor reflejado en nuestras fuentes y el más llamativo para los modernos. Sin embargo, es el segundo el que más puede interesar a una historiogra­fía como la actual, más atenta a los fenómenos de “tiempo largo” que a lo puramente factual.

Debamos posiblemente al gran medievalista francés Marc Bloc la defi­nitiva ruptura de dicha dualidad de tendencias investigadoras y valorativas, así como el primer intento de articulación dialéctica de ambas; y ello a pesar de que no podamos hoy día considerarnos igualmente cómodos con la tota­lidad de sus conclusiones, que exigirían cuando menos una mucho mayor matización, tanto en lo regional como en la excesiva oposición estructural otorgada por el malogrado historiador a los invasores y a los invadidos. Es así que toda investigación regional sobre el fenómeno de las invasiones exi­ge un complejo cuestionario, que en lo esencial podemos reducir a lo siguien­te: grado de desarrollo sociopolítico de los pueblos invasores; conexiones de los grupos dirigentes de los invasores con las autoridades imperiales y con sus congéneres provinciales; objetivos perseguidos por tales dirigentes invasores o por sus conglomerados populares, en la medida en que coinci­dan o diverjan entre sí o con los de los diversos sectores sociales de las pro­vincias romanas invadidas; y relaciones diversas entre el gobierno y poder imperial central y los grupos dirigentes provinciales, o entre ios humildes provinciales y los dos anteriores.

Sin duda será de esta manera como se podrá explicar que en menos de dos generaciones lo que parecía un Estado y sociedad fuertes y unidos, tras haber vencido todos los intentos de penetración de los diversos pueblos bár­baros en sus fronteras occidentales, diera paso a una multiplicidad de reinos

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cuyos nombres eran los étnicos de aquéllos y sus monarcas también tenían la misma procedencia.

Cuando en enero del 395 falleció el emperador Teodosio (379-395) pocos provinciales del Occidente podían pensar que de hecho iban a dejar de pertenecer al Imperio poco más de medio siglo después. El Imperio Romano había pasado por invasiones externas y guerras civiles terribles en el pasado y de todas se había recuperado. Hacía escaso tiempo que Teo­dosio había logrado nuevamente unificar bajo un solo cetro ambas mitades del Imperio, y el triunfo de la nueva religión de Estado, el Cristianismo nice- no, parecía apoyar desde los Cielos a un Imperium Romanum Christianum y a una dinastía que venía ejerciendo el poder desde hacía más de treinta años. Desde el punto de vista de los grupos dirigentes de Occidente la dinas­tía de Teodosio parecía colmar las aspiraciones de los más. Pues se basa­ba en un complejo conglomerado de alianzas familiares y políticas con los grupos senatoriales más poderosos de las Españas, las Galias e Italia. El gobierno de Teodosio había sabido encauzar los afanes dé protagonismo político de bastantes de los más ricos e influyentes senadores romanos y de las provincias occidentales, que de nuevo se aprestaban a ocupar puestos de gobierno en las provincias pero también en la administración central. Además, la dinastía había sabido lograr acuerdos con la poderosa aristo­cracia militar, en la que se enrolaban nobles germanos que acudían al ser­vicio del Imperio al frente de soldados bárbaros unidos por lazos de fideli­dad hacia ellos. Al morir Teodosio confió el gobierno de Occidente y la protección de su joven heredero Honorio (393-423) al general Estilicón, hijo de un noble oficial vándalo que había contraído matrimonio con Serena, sobrina del propio Teodosio.

Sin embargo cuando en el 455 murió asesinado Valentiniano III (424-455), nieto del gran Teodosio, una buena parte de los descendientes de aquellos nobles occidentales, que tanto habían confiado en los destinos del Imperio, parecieron ya desconfiar del mismo. Máxime cuando en el curso de dos decenios pudieron darse cuenta de que el gobierno imperial, recluido en Ravena, era cada vez más presa de los exclusivos intereses e intrigas de un pequeño grupo de altos oficiales del ejército itálico. Además muchos de éstos eran de origen bárbaro y cada vez confiaban más en las fuerzas de sus séqui­tos armados de soldados del mismo origen y en los pactos y alianzas fami­liares que pudieran tener con otros jefes bárbaros instalados en suelo impe­rial con sus propios pueblos, que desarrollaban cada vez una política más autónoma.

Necesitados de mantener una posición de predominio social y econó­mico en sus regiones de origen, reducidos sus patrimonios fundiarios a dimensiones provinciales, y ambicionando un protagonismo político, pro­pio de su linaje y de su cultura, estos representantes de las aristocracias tar-

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dorromanas occidentales habrían acabado por aceptar las ventajas de admi­tir la legitimidad del gobierno de dichos reyes bárbaros, ya muy romani­zados, asentados en sus provincias. Al fin y al cabo éstos, al frente de sus soldados, podían ofrecerles bastante mayor seguridad que el ejército de los emperadores de Ravena. Además el avituallamiento de dichas tropas resultaba bastante menos gravoso que el de las imperiales, por basarse en buena medida en séquitos armados dependientes de la nobleza bárbara y alimentados con cargo al patrimonio fundiario provincial que ésta ya hacía tiempo que se había apropiado. Menos gravoso para los aristócratas pro­vinciales pero también para los grupos de humildes que se agrupaban jerár­quicamente en torno a dichos aristócratas, y que en definitiva eran los que habían venido soportando el máximo peso de la dura fiscalidad tardorro­mana. Unas monarquías bárbaras en definitiva que, como más débiles y descentralizadas que el viejo poder imperial, estaban también más dis­puestas a compartir el poder con dichas aristocracias provinciales, máxi­me cuando en el seno mismo de sus gentes tales monarcas desde siempre habían visto su poder muy limitado por una nobleza apoyada en sus séqui­tos armados.

Pero para llegar a esta situación, a esta auténtica acomodación, a esta metamorfosis del Occidente romano en romano-germano, no se había segui­do una línea recta; por el contrario, el camino había sido duro, zigzaguean­te, con ensayos de otras soluciones, y con momentos en que parecía que todo podía volver a ser como antes. Esta será en lo fundamental la historia del siglo V, que en algunas regiones pudo incluso prolongarse hasta bien entrado el VI como consecuencia, entre otras cosas, de la llamada Recon­quista de Justiniano.

1.2. Los pueblos germanos en vísperas de las invasiones

Tradicionalmente se suelen dividir a los diversos pueblos germánicos en tres grandes grupos, en atención a su lengua: germanos del norte, del oeste y de este. Ahora bien, esta división tradicional, y quese suele utilizar por su comodidad y fácil comprensión, no parece que se corresponda a una real diversidad étnica o cultural, comprobable en la cultura material detectada por la Arqueología. Incluso desde un punto de vista lingüístico se han propuesto otras clasificaciones alternativas, como la de E. Schwarz, en: gotoescandinavos, germanos continentales y germanos del mar del Nor­te. Y desde la Arqueología se han llegado a diferenciar nada menos que nueve grupos culturales diferentes. Así los germanos occidentales se testi­moniarían en las culturas del Elba, del mar del Norte y del Rin-Weser, con el gran nombre étnico de los suevos, frisones, longobardos, anglos y var

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nos entre otros, y los diversos grupos que darían luego lugar a las varias ligas francas y alamanas, respectivamente.

1.2.1. La gran migración de los godos

Entre los germanos orientales sin duda el primer gran elemento pertur­bador habría sido la gran migración goda, que trajo consigo un basto pro­ceso de etnogénesis y de corrimiento hacia el sur y el este de las fronteras germanas. En el primer siglo de nuestra Era se habría producido la prime­ra etnogénesis goda en el territorio comprendido entre el Oder medio y el Vístula, surgiendo así los gutones de los autores grecorromanos del Alto Imperio. En torno a un núcleo aristocrático godo se pudo llegar a organizar una potente confederación tribal, en la que de una forma más o menos subor­dinada formaron parte burgundios del Vístula inferior, vándalos, sobre todo los orientales o hasdingos, y hasta un pueblo protoeslavo conocido como los vendos. Pero sin duda el momento decisivo en la etnogénesis gótica, y en la configuración de la Germania oriental de vísperas de las grandes invasio­nes, se produjo con la nueva y vastísima migración que condujo a importan­tes grupos de gutones desde su hogar báltico hasta las orillas del Mar Negro. Causa para la emigración goda pudo ser la llegada al bajo Vístula de un gru­po étnico escandinavo emparentado con ellos: los gépidos. La emigración goda, comenzada a mediados del siglo II, sería un proceso lento y por eta­pas, en el que no todos sus participantes llegaron a la meta, sirviendo así ésta para marcar un amplísimo espacio cultural gótico desde las orillas del Bálti­co a las del mar Negro. En ese espacio cultural gótico se integrarían y cir­cularían no sólo grupos étnicos germanos -vándalos, hérulos, yutos, taifales etc-, sino también otros sármato-iranios. Sin duda que esta experiencia migra­toria explica la posterior facilidad de las monarquías godas para aglutinar en torno suyo a fragmentos poliétnicos muy diversos.

La estancia de los godos en las llanuras entre el Don y el bajo Danubio tendría particular importancia en la final etnogénesis gótica. Pues allí se cimentaría una profunda sarmatización del elemento germano godo, así como iranización. Dichas influencias debieron tener gran importancia en la adquisición por los godos de ciertos elementos típicos de los pueblos jine­tes de las estepas, tales como la importancia de la caballería pesada y del arco, el típico kaftán y gorro iranio, y el gran carro del nómada. De sárma­tas y alanos aprenderían también las maneras de entrar en contacto, vio­lento y pacífico al mismo tiempo, con las muy helenizadas ciudades de la costa póntica; lo que se trasladaría posteriormente a sus relaciones con el Imperio romano. De tal forma que, aunque no sea ya sostenible la tesis de la total sarmatización gótica en el sentido propuesto por G. Vernadsky, lo

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cierto es que hubo una intensa conexión y cooperación entre las aristocra­cias goda, sármata y alana.

A partir del 238, y hasta los duros castigos infligidos por los emperado­res Claudio el Gótico (268-270) y Aureliano (270-275), un potente reino godo unificado trataría de romper las fronteras del Imperio romano, tanto en los Balcanes como mediante sangrientas incursiones por todo el ámbito del Egeo, hasta muy el interior de Asia Menor. Las derrotas infligidas finalmente por las armas romanas serían causa decisiva en la división del pueblo godo en dos, lo que tendría grandes consecuencias en la posterior historia goda. Los gru­pos godos asentados al este del Dniéster pasaron a denominarse greutun- gos u ostrogodos, permaneciendo gobernados bajo una estructura monár­quica, que la tradición posterior hizo monopolizar por el clan de los Ámalos, según ella herederos de la anterior realeza gótica unificada. Por su parte los grupos góticos situados entre el Dniéster y el Danubio bajo el apelativo de tervingios o vesios (visigodos) adoptarían formas de gobierno más abiertas y autónomas, rechazando la realeza, bajo el caudillaje de poderosas familias aristocráticas, entre las que la tradición y la historia visigoda posterior des­tacarían a los Baltos. Merece la pena señalar también que, por su misma situa­ción geográfica y estructura sociopolítica, el grupo tervingio-vésico tenía un carácter poliétnico mucho más amplio que sus hermanos orientales, dife­renciándose en su seno otras etnias menores aliadas, como era el caso de los taifales. Sería a consecuencia de esta misma posición geográfica cómo los tervingios estarían sometidos a una influencia cultural romana a todo lo largo del siglo IV, constituyendo un importante reservorio de buenos solda­dos para los ejércitos romanos. Sería a consecuencia de esta influencia cómo les llegaría la religión cristiana (vid. 161).

1.2.2. La etnogénesis vándala

La gran migración gótica y la nueva presión septentrional que supuso la llegada de los gépidos al bajo Vístula causaron también otras alteraciones étnicas en la Germania oriental situada en torno a la vieja ruta del ámbar de la edad del Bronce. Dichos cambios fueron protagonizados en lo fundamen­tal por la expansión de las etnias vándalas en dirección sudoriental bajo la pri­mera presión gótica. Los vándalos silingos, presionados por los burgundios de Pomerania, se habían instalado en el siglo III sólidamente en la Alta Silesia, sobre las dos orillas del Oder y en tomo al actual Breslau. Por su parte los has- dingos, más presionados por los godos desde finales del siglo habían avan­zado hasta más allá de la Pequeña Polonia y Galitzia, asentándose firmemen­te en la cuenca del Tisza en su confluencia con el Mures, aunque sin perder sus contactos con sus anteriores asentamientos más al norte. Su progresión

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meridional habría terminado por volverles a hacer chocar con los godos en Transilvania, renovando una vieja alianza con grupos de gépidos llegados también hasta allí, ya en tiempos de Constantino el Grande (306-337). Derro­tados por romanos y godos los hasdingos a mediados del siglo IV se habían replegado sobre sus bases del Tisza,.reanudando sus antiguos lazos con sus parientes silingos, pudiendo formar con ellos un núcleo de confederación tri­bal base de la posterior gran invasión vándala de principios del siglo V.

1.2.3. Cambios sociopolíticos en los germanos orientales

Pero todos estos movimientos migratorios de godos y vándalos, princi­palmente, y sus concomitantes procesos de etnogénesis y de formación de más vastas y centralizadas unidades políticas, no habían tenido lugar más que en el marco de unas transformaciones sociopolíticas entre los germanos orientales de enorme trascendencia. Ya Tácito destacaba en su Germania cómo los germanos orientales de principios del siglo II contaban con regí­menes monárquicos más poderosos y centralizados que sus hermanos occi­dentales. Los grandes procesos migratorios y de asentamiento (Landnahme) que hemos recordado anteriormente provocarían la aparición de poderosas "monarquías militares" (vid 86) y aristocracias, cuya riqueza y poder se basa­rían en el control de amplios séquitos de gentes armadas y dependientes de las mismas, cuyo mantenimiento posibilitaba y exigía la realización de accio­nes bélicas y de saqueo casi continuas. Lo que a su vez era causa de un muy considerable aumento de las relaciones entre las aristocracias de unos gru­pos étnicos con las de otros y con el mismo Imperio romano, cada vez más dispuesto en sus fronteras danubianas a aceptar a dinastas germanos con sus séquitos armados. La existencia de tales monarquías y nobleza militarizadas posibilitaba la concentración de importantes riquezas mobiliarias, constitui­das en su mayor parte por bienes de lujo importados de Roma. Al tiempo que tales riquezas tenían una clara función de prestigio para sus propieta­rios. Todo ello se refleja arqueológicamente en la aparición y difusión en todo el ámbito de la Germania oriental de las llamadas tumbas principescas (Fürs- tengraber), caracterizadas por su rico y militarizado ajuar. Dichos enterra­mientos habían hecho su aparición entre el 50 y el 150 en Pomerania, para extenderse luego por todo el ámbito cultural gótico. Mientras que la fronte­ra con la Germania occidental, más o menos marcada por el curso del Oder- Neisse, sólo sería superada por dicho tipo de tumbas ya en el siglo ni, avan­zando hacia Sajonia-Turingia por la ruta del Elba-Saale y desde Halle en dirección sudoeste. Mientras que las etnias germanas del Rin sólo asumirían estas costumbres funerarias en el siglo IV por la llamada liga de los alama- nes y en el V por la de los francos.

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1.2.4. Los germanos occidentales

Estos últimos indicios arqueológicos nos ponen en contacto con el mun­do de la Germania occidental, testimoniando ya su mayor conservadurismo y retraso evolutivo en lo sociopolítico; escalonado de menos a más según se alejaban de sus hermanos orientales y se acercaban al potente sistema defensivo del Imperio romano en el Rin. Unos germanos occidentales a los que el establecimiento de dicha frontera no había hecho más que detener momentáneamente su progresión y desviarla más hacia el este y el interior de la Alemania central, prestando así el máximo protagonismo a los ger­manos del Elba y de la confederación sueva, por desgracia los peor cono­cidos por las fuentes grecorromanas. Por lo demás los germanos del mar del Norte habían visto muy pronto reanudarse las tradicionales migraciones hacia sus costas de germanos septentrionales, obligados a emigrar nueva­mente por un empeoramiento climático, que a partir de mediados del sigloIII se habría concretado en nuevos avances del mar en las costas frisona, holandesa y flamenca, con una consiguiente disminución de tierras y pra­deras, y la inevitable crisis de superpoblamiento. Mientras que por Orien­te a partir del siglo II sufrirían la presión de los más dinámicos y evolucio­nados germanos orientales. Y frente a todo ello se situaban los obstáculos difícilmente salvables de los sistemas defensivos romanos establecidos en el Rin y el Danubio. La consecuencia de todo ello, al tiempo que solución a tales problemas, no podía ser más que una: una evolución sociopolítica y económica que condujese a la formación de potentes ligas o etnogénesis en tomo a nuevas monarquías y aristocracias militarizadas basadas en sus clien­telas armadas. Instrumentos que permitían y exigían realizar expediciones de pillaje en el interior de Germania o en el Imperio romano, que paliasen las debilidades de su economía y los superávit demográficos; o el ponerse al servicio del ejército romano en grupos liderados por representantes de esa nueva nobleza guerrera; o, llegado el caso, ante una mayor presión extema y la debilidad creciente del Imperio, intentar el asalto definitivo sobre el Rin y el Danubio.

1.2.5. La etnogénesis de los alamanes

De los tres grandes grupos de germanos occidentales a comienzos de le Era cristiana -germanos del mar del Norte, transrenanos y del Elba- el últi­mo era sin duda el más importante. La constitución de las fronteras imperia­les en el Rin y en el Danubio había impedido la continuidad de su tradición de expansión hacia el sur y el oeste. Mientras la propia Roma había forzado el establecimiento de dos de sus etnias más importantes -los cuados y los

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marcomanos- en Bohemia y Moravia, respectivamente. La tercera gran etnia, tal vez la más populosa, los semnones, en un primer momento habría trata­do de extenderse hacia el sudeste, en dirección hacia el Oder-Neisse y Sile­sia, donde pudo mezclarse hasta cierto punto con grupos de germanos orien­tales, vándalos y burgundios. Sin embargo los comienzos de la gran expansión de los germanos orientales habría impedido en el siglo II esta vía de expan­sión de los germanos del Elba. Desde principios del siglo III grupos frag­mentados de semnones reiniciarían una nueva y discontinua expansión hacia el sudoeste.

Serían estas bandas en busca de botín, y en menor medida tierras, las que darían lugar a la formación de la que llegaría a ser poderosa liga de los alamanes, cuyo mismo nombre -"todos los hombres juntos"- indica la frag­mentación étnica de sus orígenes. Esta se habría formado así a principios del siglo m entre los suevos semnones, y otros grupos étnicos menores, del Elba- Saale; a partir de donde se extenderían hacia el Meno y el Wetterau y Bris- govia, donde se encontraban firmemente asentados en el siglo IV, habiendo inundado los antiguos Campos decumates de los romanos. Liga políticamente fragmentada, compuesta de unidades menores bajo la jefatura de dinastas militarizados que disponían de séquitos armados. De esta forma la liga ala- mánica sería el resultado de la aparición entre los antiguos germanos del Elba de unas instituciones sociopolíticas bien ensayadas con anterioridad por los germanos orientales, con los que habrían tenido más de un estrecho con­tacto durante los dos primeros siglos de la Era. Más al sur las otras dos gran­des estirpes suevas de cuados y marcomanos habrían sufrido una profunda vandalización cultural en los siglos ni y IV, reflejada socialmente en una cre­ciente importancia y riqueza de sus aristocracias, arqueológicamente testi­moniadas por la aparición de las llamadas "tumbas principescas”, a las que antes nos referimos. Significativamente éstas también habrían hecho su apa­rición al tiempo del surgimiento de la liga alamánica, extendiéndose hacia el sudoeste al mismo tiempo que se expansionaba la liga.

1.2.6. La etnogénesis de los germanos del mar del Norte

Por su parte los germanos del mar del Norte no habían dejado de reci­bir nuevos emigrantes nórdicos. Procedentes seguramente de Jutlandia los longobardos se habrían asentado a principios de la Era al sur de las bocas del Elba, en los llanos de Lüneburg; donde permanecerían hasta su gran emigración meridional a comienzos del siglo V. Al norte de los longobardos se encontraban una serie de etnias menores agrupadas en torno a la confe­deración religiosa de la diosa Nerthus. Procedentes originalmente tal vez de Noruega, destacaban entre ellos los varnos, que en el siglo II ocupaban

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el Mecklemburgo, y los anglos, que habrían emigrado hasta el Elba medio a comienzos del siglo V; mientras unos emigraban por mar a la Gran Breta­ña otros contribuirían a la gran etnogénesis de los turingios. Mientras los viejos y prestigiosos hermunduros pudieron mantener su identidad étnica y servir de núcleo para la etnogénesis de los jutungos en el siglo m, sus veci­nos los caucos de época de Augusto habrían sucumbido a unos nuevos emi­grantes nórdicos, los sajones, hacia finales del siglo Π. En la centuria siguien­te los sajones habrían avanzado por toda la costa entre el Elba y el Ems, agrupando en torno suyo a los restos de etnias de los antiguos ingveones e istveones.

1.2.7. La etnogénesis de los francos

Pudieron ser las acciones de saqueo y pillaje iniciadas por la liga sajo­na hacia el interior lo que sirviera de motivo para la formación de la tardía, y a la larga más importante, agrupación de los germanos occidentales: la liga de los francos. El nombre genérico de éstos -"los hombres libres”- expresa también a las claras que su etnogénesis se produjo a partir de gru­pos étnicos fragmentados. Aunque los orígenes de la liga franca sean oscu­ros parece lo más probable que ésta se formase en la región del bajo Rin, habiéndose separado de la liga sajona sólo a finales del siglo III, buscando la alianza de otros grupos transrenanos más meridionales para así hacerse con el monopolio de las correrías piráticas por las costas atlánticas. Así habría nacido entonces la hostilidad histórica entre sajones y francos, que sólo terminaría con la total derrota de los primeros en tiempos de Carlo- magno. Los varios nombres étnicos de la liga franca -camavos, catuarios, bructeros, salios, usipetes, tencteros, tubantes y ampsivarios- indican cómo ésta se constituye en un cajón de sastre de las etnias transrenanas, a las que la política romana había impedido cualquier progresión, manteniéndolas fragmentadas y al margen de las principales transformaciones sociopolíti- cas que con anterioridad habían afectado a la Germania del interior. Más retardatarios así que otros grupos germánicos los francos permanecerían más tiempo fieles a viejas costumbres hacía tiempo abandonadas por el resto de los germanos, corno la incineración de los cadáveres y el predo­minio absoluto de la infantería en la batalla. Esto último también se rela­cionaría con un menor desarrollo de una aristocracia guerrera, basada en sus séquitos de dependientes armados. Unas y otros se desarrollarían tar­díamente, ya muy entrado el siglo IV, como demuestran las “tumbas prin­cipescas” francas; y serían de inmediato monopolizadas por unas pocas familias, surgidas en los diversos cantones en los que se subdividía el terri­torio franco. El surgimiento de una realeza nacional común de tipo militar

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sería un fenómeno muy tardío, ya bien entrado el siglo v, y no lograría impo­nerse totalmente hasta Clodoveo (481-511), ya en suelo provincial romano (vid. infra, 43).

1.2.8. El avance de los germanos occidentales sobre el Imperio

Menos potentes que las grandes monarquías militares de las etnias- naciones de los germanos orientales, estas ligas occidentales no dejarían de cumplir sin embargo con su cometido histórico. Surgidas, aunque más tardíamente, de unos cambios sociopolíticos semejantes a los sucedidos en la Germania oriental, dichas ligas tenían muy poco que ver con las vie­jas confederaciones de tipo religioso. Las ligas se constituyeron a base de grupos y bandas guerreras, étnicamente fragmentadas y de escasa auto- identidad, con una clara finalidad guerrera: para realizar periódicas accio­nes de pillaje por mar y tierra sobre sus vecinos y, sobre todo, sobre las tierras del Imperio romano tan pronto como surgiese una ocasión propicia. Ésta se presentó con la gran crisis del poder militar y político del Imperio romano que supuso el tiempo de la Anarquía Militar en el siglo III. Enton­ces tendrían lugar los grandes ataques de los alamanes sobre la frontera renana de la provincia romana de la Germania Superior: en el 233-234, 259- 260, y entre el 260 y el 280. Momentos en que bandas guerreras alamáni- cas pudieron llevar sus saqueos hasta el norte de Italia y, tal vez, la penín­sula Ibérica. Mientras que la liga franca, además de sus acciones piráticas por mar, que les llevarían hasta el Mediterráneo, lograrían romper la fron­tera de la llamada Germania interior entre el 253-260 y 270-275. Aunque en todas estas ocasiones se trataría de acciones de saqueo sin interés en una ocupación permanente de tierra, no cabe duda de que servirían para planear operaciones migratorias de mayor envergadura en un próximo futuro. A los grupos de alamanes y francos que quedaron desparramados en el territorio cisrenano devastado o que, hechos prisioneros, fueron esta­blecidos en colonias de campesinos-soldados ('laeti) en las Galias, y reali­zaron así una regermanización de las tierras limítrofes del Imperio, se suma­ba el prestigio y la riqueza acumulados por determinados jefes militares victoriosos. Todo lo cual redundaría en la formación de unas auténticas Ala- mania y Francia territorializadas y con plena conciencia de identidad étni­ca al otro lado de la frontera romana del Rin, con la vista ya puesta en una futura expansión por un territorio romano que ya no les era tan ajeno cul­tural y étnicamente, tan pronto como se produjera una desguarnización de la frontera imperial, un hecho que sucedió en el 406. Pero antes ya se habían producido intentos en el 358-361 y 388 por parte de los francos, y en 352- 358 y 366 por la de los alamanes. Mientras se multiplicaban las alianzas

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entre los emperadores romanos y los grandes generales imperiales con dinastas germanos, que se ponían al servicio del Imperio con sus séquitos y bandas de guerreros.

1.3. Causas y condicionantes de las invasiones

Un primer problema que plantea todo estudio de las invasiones bárba­ras de fines del siglo IV y de la siguiente centuria es el de determinar sus cau­sas. Antes que nada conviene advertir que éstas no constituyen un hecho his­tórico aislado y de subita aparición. Como acabamos de ver desde finales del siglo II a. C. ya se habían producido los primeros intentos migratorios germánicos hacia tierras mediterráneas. Sólo la conquista romana de las Galias y la constitución del limes, o frontera del Rin y el Danubio, las habrían contenido durante un largo periodo. Pero de nuevo, a finales del siglo π y en el III d. C., se produjo una gran oleada invasora. Tras un nuevo intervalo -pro­ducto de la reconstrucción de las defensas imperiales por los emperadores ilirios- se produciría un nuevo y definitivo asalto a partir del último tercio del siglo IV.

Se han aducido motivos climáticos, demográficos y sociológicos, y has­ta presiones de pueblos de las estepas euroasiáticas (hunos, principal­mente). Sin duda todos estos factores tuvieron su influencia. Pero sobre todo parece que deben tenerse en cuenta los importantes cambios que se produjeron en el seno de las sociedades germanas en los primeros siglos de la Era cristiana. Estos se habrían concretado en un proceso evolutivo conducente a un progreso social y económico, con la constitución de estruc­turas sociales y económicas muy jerarquizadas. Proceso en el que el con­tacto con el mundo romano no habría dejado de tener importancia. Una evolución que arqueológicamente ha dejado su huella en la aparición y difusión este-oeste de las llamadas "tumbas principescas", como indica­mos en su momento.

1.3.1. Soberanía señorial, séquitos, monarquía militar y etnogénesis

Para el tiempo previo a las grandes invasiones de fines del siglo IV

habría que poner como base de todo poder social y político en las diver­sas agrupaciones populares germánicas lo que se conoce como "sobera­nía señorial" (Hausherrschaft). Es decir, en un momento determinado se había concentrado en manos de unos pocos un dominio territorial sobre el que se ejercía una plena soberanía (Munt). Esta última alcanzaba a todos

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los que habitaban y trabajaban en esa unidad territorial, que también lo era económica, y que podía abarcar a una aldea entera. Entre dichos habi­tantes se encontraban gentes de condición no-libre, esclavos siempre asen­tados con su familia en una tierra, pero sobre todo un extenso grupo de semilibres según las concepciones jurídicas romanas. Estos últimos se encontraban unidos al "señor de la casa" (Hausherr) mediante un estrecho lazo de obediencia, lo que les obligaba a formar parte de su mesnada cuan­do aquél decidía realizar alguna expedición militar contra terceros. Cer­cana en su funcionalidad militar, aunque en el resto algo muy distinto, a esta forma de dependencia se la conocía bajo el nombre alemán de Gefol- ge (séquito). Por medio de ella hombres de condición libre, con frecuen­cia jóvenes extranjeros en busca de aventuras y fortuna, se unían a un señor con un lazo de fidelidad y mutua ayuda, que no de obediencia, pero con­servando en todo su libertad personal.

No cabe duda que estos séquitos, de exclusiva significación militar, juga­ron un gran papel entre los pueblos germanos de la época, acelerando el proceso de jerarquización sociopolítica y consolidando una auténtica noble­za guerrera. Sin embargo no debe olvidarse la estrecha unión entre dicha institución y la de la "soberanía señorial" antes mencionada. De forma que siempre continuarían existiendo los otros séquitos compuestos de aldeanos y gentes no-libres. De modo que en algunos pueblos pudo producirse una confusión entre ambos séquitos, denunciando los nombres utilizados para sus miembros -gardingi entre los visigodos, gasindi entre los longobardos- un primitivo origen doméstico o incluso servil de los mismos.

No cabe duda de que en tiempos como los de las grandes invasiones tales séquitos de funcionalidad militar supusieron algo esencial. Muchas de las rea­lezas germánicas de la época tuvieron su origen en tales séquitos. En esos casos se trató de la elección como "rey del pueblo en armas" (Heerkónig) del jefe de uno de tales séquitos. Ante las expectativas de grandes ganancias de botín o de tierras pudieron entrar a formar parte de los "séquitos” más potentes gentes de condición social elevada, jefes a su vez de otros séqui­tos, estableciéndose de esta forma una verdadera jerarquía dentro de éstos. Como consecuencia de una invasión exitosa y del inmediato asentamiento (Landnahme) en tierras del Imperio dichas "monarquías militares" no pudie­ron por menos que consolidarse.

También conviene tener en cuenta, a la hora de explicar las causas y desarrollo de las grandes invasiones, los mecanismos de formación de las unidades populares que participaron en las mismas y que aparecen men­cionadas en las fuentes romanas de la época. Proceso conocido en la erudi­ción en lengua alemana como Stammesbildung ("formación de las estirpes" o "etnogénesis"). Sin duda siempre ha sorprendido la facilidad con que apa­recen en el escenario histórico grandes agrupaciones populares con unos

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nombres y una definición étnica muy determinada en apariencia, que sin embargo pueden desaparecer al poco sin dejar la menor huella ante el pri­mer gran descalabro militar sufrido. La explicación de dicha aparente para­doja la ofreció R. Wenskus. Según su teoría casi todos los pueblos germáni­cos de la época de las invasiones comportaban como elemento aglutinante un linaje real en torno al cual se adhería un núcleo reducido de otros linajes, portador del nombre y las tradiciones nacionales de la estirpe. Mientras este núcleo se mantuviera más o menos intacto la agrupación popular subsisti­ría, pues podría ir aglutinando y dando cohesión a elementos populares hete­rogéneos en un proceso de etnogénesis continua. Dicha teoría resuelve ade­más otra de las paradojas de los relatos antiguos sobre las invasiones: la exigüidad de las llamadas "patrias" o lugares de origen de las varias estir­pes germanas -con frecuencia ubicadas todas en Scandia (sur de Escandi- navia), auténtica "vagina de pueblos”- y la gran importancia que éstas pudie­ron alcanzar en el apogeo de su carrera histórica.

1.3.2. Religión y etnogénesis

Evidentemente la religión jugaba también un papel muy importante en la formación y preservación de esas identidades étnicas producidas a partir de unos determinados linajes. A este respecto no se puede olvidar que el paganismo germánico tradicional estaba profundamente relacionado con el predominio social y político de las familias aristocráticas. El culto a los dio­ses Anses relacionaba con la divinidad los supuestos ancestros de dichas familias; y por intermedio principal de las diversas genealogías de los hijos de Mannus esos cultos tradicionales explicaban y fortalecían las diversas iden­tidades étnicas con el protagonismo esencial de los jefes de las grandes estir­pes aristocráticas.

Para el desarrollo y propaganda de tales cultos étnicos resultaba funda­mental una especial literatura oral, como eran los famosos carmina antiqua recordados por Tácito. En esencia éstos contenían unas teogonias que en sus estratos más recientes se tramutaban en auténticas genealogías étnicas y, finalmente, dinásticas. La productividad de estas expresiones literarias tra­dicionales para tales fines de predominio social y político, y de identidad étni­ca, en fechas muy tardías, incluso ya en un momento de avanzada cristiani­zación, queda demostrada con los solos ejemplos de la conocida genealogía Amala de Teodorico transmitida por Jordanes y el origo Langobardorum trans­mitido, junto a la lista real longobarda, en el Edicto de Rotario, ya del siglo vn avanzado. En esta perspectiva era absolutamente normal que la cristianiza­ción de un grupo étnico o linaje, o la sustitución de una doctrina cristiana, como el Arrianismo o la Ortodoxia católica, por otra, fueran asuntos de enor­

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me importancia política y de vital incidencia para el futuro de esa etnia o lina­je (vid. infra, 162 y ss.)

1.4. La historia militar de las invasiones:la destrucción del Imperio en Occidente

En lo que podríamos llamar historia militar de las grandes invasiones se distinguen varias oleadas o etapas. La primera de ellas sería la protagoniza­da en lo fundamental por pueblos germanos de los llamados ósticos (del este) -godos, vándalos, burgundios-; aunque con frecuencia se les unirían en su migración fracciones más o menos numerosas de nómadas sarmáticos o irá- nios (alanos) de las llanuras del sur de Rusia y/o del Danubio central y orien­tal. Esta primera oleada se caracterizó por la amplitud de los movimientos migratorios, desde las orillas del mar Negro a la península Ibérica y el nor­te de Africa, y por haber dado lugar a la aparición de los primeros reinos bárbaros en suelo imperial.

. La segunda oleada fue mucho menos aparatosa, pero sus resultados se­rían bastante más duraderos. La primera afectó a grupos de inmigrantes bár­baros minoritarios en comparación con los provinciales invadidos, lo que les condenaba a diluirse a corto o medio plazo. Y, con la excepción de los visi­godos, ninguna de las fundaciones estatales a las que dio lugar pudo pasar la barrera de mediados del siglo VI. Por el contrario, la segunda oleada por lo general significó la penetración continuada y en masas bastante cerradas de grupos germanos en las Galias, Baviera y Gran Bretaña, llegándose a pro­ducir hasta una germanización lingüística de territorios otrora dominados por el latín y el celta, como fueron la Galia renana y la Gran Bretaña. Fue prota­gonizada en lo fundamental por germanos occidentales, cuyas etnogénesis, como hemos visto (vid. supra, 25 y ss.), eran bastante recientes, en caso de existir, siendo en una mayoría de casos el resultado de agrupamientos de fragmentos de diversas estirpes anteriores: francos, alamanes, bávaros, anglos y sajones.

Una tercera oleada habría tenido como resultado principal el estableci­miento de los longobardos en Italia y el dominio de las estepas y llanuras de Europa central y oriental por los ávaros. Estos no eran germanos sino un pue­blo posiblemente de origen mongol, encontrándose por completo ecuestri- zado y seminómada. En buena medida esta tercera oleada participaría de las características señaladas como propias de la primera, aunque la diferente situación existente en la Europa de la segunda mitad del siglo VI produciría resultados diferentes; sin duda más duraderos, como sería el caso del esta­blecimiento longobardo en la Italia septentrional. Además durante esta épo­ca en toda la fachada atlántica europea continuarían las incursiones de los

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germanos ribereños del mar del Norte. Éstas serían protagonizadas sobre todo por grupos de la llamada liga sajona y por otras unidades étnicas meno­res, como anglos y hérulos, terminando por germanizar toda la antigua Gran Bretaña celtorromana.

1.4.1. La primera oleada: la gran invasión visigoda

La primera gran oleada se centra en torno a dos grandes hitos: la bata­lla de Adrianópolis (378) y el paso del Rin (406). Ambas fueron protagoni­zadas en lo esencial por germanos orientales -visigodos, ostrogodos, bur- gundios y vándalos-, más diversos grupos occidentales agrupados bajo la prestigiosa denominación de suevos, y los iranios alanos. Sin duda para com­prender las causas de esta gran invasión hay que conocer lo que estaba ocu­rriendo por detrás del mundo germánico, en las grandes y abiertas llanuras y estepas centroeuropeas y euroasiáticas.

Tras tura larga emigración desde territorios ribereños del Báltico los pue­blos góticos hacia el 230 se encontraban asentados al norte del mar Negro. Además de los elementos populares agregados durante su larga migración en su nueva sede asumieron importantes contingentes de nómadas iranios (sármatas), adoptando ciertas tradiciones de éstos, en especial los godos situados más al este, o greutungos (vid. supra, 21). Éstos habían constituido un reino relativamente centralizado y extenso, mientras que en zonas bos­cosas más occidentales habitaban los godos tervingios, con una menor cen­tralización política. A lo largo del siglo IV ambos grupos, en especial los ter­vingios, sufrieron la influencia de Roma, penetrando el Cristianismo en su variante arriana. Esto último les dotó de una mayor conciencia étnica, gra­cias también a la creación por el obispo misionero Ulfila de un alfabeto para traducir la Biblia al gótico (vid. infra, 161). Pero toda esta situación se des­moronó cuando el poderoso Reino de los greutungos, regido por el linaje de los Amalos, fue derrotado en el 375 por unos recién llegados a las este­pas pónticas, los jinetes hunos. Tras la derrota y muerte trágica del rey godo Ermanerico, un pánico indescriptible se apoderó de ambos grupos godos. Mientras que una porción muy importante, compuesta especialmente de ter­vingios, pidió y obtuvo del Imperio asilo en Tracia, otros se asentaron en la región de los Cárpatos y en Moldavia, bajo el protectorado de los hunos. Sería entonces cuando ambos grupos góticos iniciasen un nuevo proceso de etnogénesis que llevaría al grueso de los tervingios a transformarse en los históricos visigodos, y a lo principal de los greutungos bajo predominio huno a convertirse en los ostrogodos.

Sin embargo al poco de su entrada en el Imperio el emperador Valente (364-378) trató de aniquilar a los grupos godos, ante el peligro que repre­

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sentaba para la vecina Constantinopla la continua rebelión de unos godos explotados por traficantes y funcionarios romanos. Pero resultó derrotado y muerto en la batalla de Adrianópolis (9 de agosto de 378), donde se perdió una buena parte del ejército de maniobras romano-oriental. El nuevo empe­rador oriental Teodosio el Grande (379-395) consiguió apaciguarlos, bene­ficiándose de las luchas internas entre diversos nobles y linajes godos, esta­blecerlos en la evacuada provincia de Mesia y utilizarlos como tropas federadas para la reconstrucción del ejército imperial.

La muerte del emperador Teodosio, que gozaba de un gran prestigio entre los jefes godos, y las desavenencias entre el gobierno de Constanti­nopla y el de Roma, dirigido por Estilicón, serían utilizadas por el Balto Ala- rico para crear una "monarquía militar" visigoda en su persona. A partir de entonces Alarico y sus godos iniciaron una ambigua política que combina­ba los saqueos en las provincias romanas con los ofrecimientos de sus ser­vicios como tropas federadas a cambio de subsidios alimenticios, con el objetivo final de conseguir un alto cargo militar imperial para el rey godo y un territorio donde asentar a su pueblo en condiciones de cierta autonomía. Política primero seguida con el gobierno de Constantinopla y a partir del 401 con el de Ravena. De esta forma a partir del 401 Alarico presionaría a este último, jugando, y siendo utilizado también, con la oposición entre Estilicón y otros círculos cortesanos romanos. Tras la caída y asesinato de Estili­cón (|408) Alarico se vio obligado a una política más agresiva, que culmi­nó con el golpe de efecto que supuso el saco de Roma en el 410. Desapa­recido al poco Alarico su política sería seguida por su cuñado y sucesor Ataúlfo (410-415). Tras el fracaso de éste de entroncar con la familia impe­rial, con su matrimonio con la princesa Gala Placidia, y de hacerse una posi­ción fuerte en el sur de las Galias, los 'visigodos serían finalmente estabili­zados en virtud del pacto de alianza (foedus) firmado entre el rey godo Valia (415-418) y el general romano Constancio, nuevo hombre fuerte del gobier­no occidental, en el 416.

En virtud de ese pacto los visigodos se comprometían a servir como tro­pas federadas al Imperio occidental; y como primera prueba de ello en el 417 habrían logrado ya aniquilar a una buena parte de los grupos bárbaros que habían invadido la península Ibérica en el 409 (vid. infra, 34). A cambio, en lugar de obtener los tradicionales subsidios alimenticios el Imperio per­mitía a los godos su asentamiento en la Aquitania II, en el sudoeste de las Galias, entregándoles a tal efecto dos tercios de una serie de fincas -posi­blemente tanto de sus rentas dominicales como de los impuestos a pagar al Estado por esa porción- que serían repartidas entre los diversos agrupa- mientos nobiliarios godos y el del rey con sus séquitos. Aunque quedaba la antigua administración civil provincial romana sin embargo el rey godo reci­bía amplias atribuciones que de hecho implicaron el establecimiento de un

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embrión de Estado visigodo en territorio imperial, con una corte y un núcleo de administración central de molde imperial en la ciudad de Tolosa. Había nacido lo que se conoce en la moderna historiografía como Reino visigodo de Tolosa.

1.4.2. La ruptura de la frontera del Rin

La presión creada por la estampida goda sobre los pueblos bárbaros situados más hacia Occidente y las dificultades militares creadas al gobier­no de Ravena por las andanzas de Alarico en Italia terminaron por romper la tradicional frontera del Rin. Este hecho sería protagonizado por una inva­sión compuesta de elementos populares muy dispersos. Los orígenes de la misma estarían en dos vastos conglomerados formados en el Danubio medio. Uno de ellos, constituido esencialmente por ostrogodos huidos del dominio de los hunos, bajo el mando de Radagaiso, invadió violentamente la Italia septentrional en el 405, para ser por completo masacrado por Estilicón en la batalla de Fiésole al verano siguiente. El otro sería más heterogéneo, pues bajo la jefatura del alano Respendial y del vándalo hasdingo Godegiselo incluía a vándalos silingos y hasdingos, marcomanos, cuados, gépidos, sár- matas y alanos; a los que se unirían en su migración a lo largo de la fronte­ra danubiana colonos germanos allí establecidos por el Imperio y campe­sinos romanos. Todos juntos lograron atravesar las defensas del Rin a la altura de Estrasburgo en la Navidad del 406. Tras ello los bárbaros, dividi­dos en varios grupos y en un proceso interno de etnogénesis con la forma­ción de una cuarta, tras las alana y vándalas, “monarquía militar” bajo el étnico de sueva, saquearían con extremada violencia las Galias, primero la septentrional en la ruta hacia Boulongne, para posteriormente dirigirse hacia el sur a lo largo de la costa atlántica. En septiembre del 409 la parte princi­pal de los bárbaros invasores franqueba los Pirineos occidentales y pene­traba en las Españas romanas.

La desviación de su primera ruta de invasión hacia el norte de las Galias se habría debido a un importante hecho sucedido del lado romano. En el 406 triunfaba en la Gran Bretaña la sublevación del general romano Constantino III. Pasado con su ejército a las Galias el usurpador logró ser fácilmente reco­nocido por los restos del ejército de las Galias, que vieron en él al defensor de su país ante los invasores bárbaros. El nuevo emperador trató de con­trolar lo más rápidamente posible los puntos vitales de las Galias, pasando de inmediato a la península Ibérica, donde logró derrotar a las tropas y nobles leales a la dinastía de Teodosio, representada entonces por el emperador Honorio (395-423). Sería precisamente la lucha que a partir del 409 se desa­rrollaría en las Galias entre el usurpador y las tropas leales a Honorio, reor­

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ganizadas por el patricio Constancio, lo que facilitaría la invasión hispana del 409. Pues los invasores pudieron penetrar casi como aliados de la rebelión contra Constantino III surgida en el seno de su propio ejército destacado en la península, recibiendo en pago de sus servicios el derecho a la exigencia de subsidios a los provinciales: los vándalos hasdingos y los suevos la Gale- cia, los silingos la Bética, y los alanos la Lusitania y la Cartaginense.

1.4.3. Reacción imperial (416-454) e invasión de África por los vándalos

La recuperación de las fuerzas legitimistas en la Galia, con la derrota final de los usurpadores (Constantino III y sus hijos en el 411 y el posterior Jovino en 413), bajo el mando del poderoso generalísimo Constancio aca­baría posibilitando la solución del problema visigodo con la firma del fo e ­dus del 416. Y como consecuencia del mismo el gobierno imperial se pro­puso seguidamente restablecer la situación en las provincias hispánicas, utilizando para ello la fuerza militar aliada de los visigodos de Valia. A lo lar­go del 416-417 Valia conseguiría destruir las monarquías militares de ala­nos y vándalos silingos, cuyos restos populares acudirían a engrosar las filas de los vándalos hasdingos. Si éstos y la débil monarquía sueva no fue­ron destruidos se debería más a que Constancio optó por hacer venir a Valia a las Galias, donde se fundaría en el 418 el Reino de Tolosa, posiblemente interesado en culminar la limpieza de las provincias hispánicas con tropas mayoritariamente romanas, impidiendo también así un excesivo reforza­miento del rey godo.

De esta forma hacia el 420 el gobierno imperial parecía haber restable­cido la situación en todo Occidente. Los restos de los invasores de finales delIV y principios del V estaban aniquilados, en vías de serlo o se esperaba su final integración como soldados aliados del Imperio. Además los destinos de la dinastía teodosiana parecían asegurados, no obstante la falta de descen­dencia de Honorio, con el matrimonio del poderoso general Constancio con la princesa Gala Placidia y su asociación al trono. Pero la muerte prematura de Constancio (421) y la de Honorio (423) desbaratarían la situación. La elec­ción como emperador del infante Valentiniano III (425-454), hijo de Cons­tancio y Gala Placidia, no sirvió más que para convertir al gobierno de Occi­dente en presa de ambiciones e intrigas, en la que jugó un papel muy importante la bella Gala Placidia. Sería en esta situación, y aprovechándose de tales disputas, como los visigodos de Tolosa bajo la inteligente dirección del rey Teodorico I (418-451) tratarían de extender su dominio hacia la estra­tégica Provenza, mientras en las Espafias los suevos consolidaban su poder en el noroeste y los vándalos saqueaban a su placer las provincias meridio­

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nales y levantinas. Finalmente el nuevo rey vándalo Genserico (428-477) opta­ba en el 429 por evacuar la península y pasar con su pueblo, estimado.en 80.000 almas, al norte de Africa, amenazando así una región vital para el apro­visionamiento de grano y aceite de la propia Roma e Italia.

La recuperación imperial sólo se produciría a partir del 432. Cuando el general Ecio (c. 390-454) -un semibárbaro que se apoyaba en un séquito personal de hunos- logró hacerse con el control total del gobierno y ejérci­to romanos. Como en otro tiempo hizo Constancio Ecio se esforzó en resta­blecer el dominio romano en la rica y estratégica Galia. Ésta se encontraba amenazada en las tierras renanas y septentrionales por nuevas penetracio­nes germánicas (francos y burgundios), en Normandía y costas atlánticas por otras sajonas y bretonas, y en el sur por las ambiciones de los visigodos de Tolosa. Las soluciones aportadas por Ecio a estos problemas reflejan sin embargo que los tiempos habían cambiado. Pues además de utilizar ejérci­tos romanos Ecio se apoyaría cada vez más en la labor de bárbaros federa­dos, a los que concedió un alto grado de autonomía: con el asentamiento de los burgundios en Sapaudia (Saboya) se constituía el segundo reino germá­nico en tierras galas.

La concentración del esfuerzo imperial en las Galias hizo abandonar un tanto la situación en otras regiones. En la península Ibérica el dominio impe­rial se concentró especialmente en las regiones mediterráneas, y confiando además demasiado en la lealtad de tropas federadas visigodas. Lo que per­mitió una clara consolidación sueva en sus bases galaicas y el comienzo de una serie de acciones de pillaje en la Bética y Lusitania por su parte. Pero el mayor fracaso de la política de Ecio radicó en África. Dejada a sus solas defen­sas, con una población provincial dividida por querellas internas entre dona- tistas y católicos, y amplias regiones del interior y de Occidente dominadas por jefes beréberes, el corazón' del África romana -Numidia, Procunsular y Bizacena- sucumbiría a la invasión vándala de Genserico, que culminó con la conquista de Cartago en el 439. Con la constitución del Reino vándalo de Cartago se creaba el primer Estado germánico que no reconocía ninguna superioridad del Imperio ni mantenía con él alianza alguna. Dueño de una poderosa flota romana y de bases en las Baleares, y pronto en Sicilia, Gen­serico (428-477) iniciaría una política de presión sobre el gobierno de Rave- na con acciones piráticas sobre las costas italianas y haciendo pagar cara la continuidad de los envíos del grano africano. En estas condiciones se com­prende que Genserico fuera capaz de conseguir la mano de Eudoxia, hija de Valentiniano III, para su hijo y sucesor Hunerico. Pretextando vengarse del asesinato de Valentiniano III Genserico saquearía Roma en un raid marí­timo en junio del 455.

Sin embargo la viabilidad de la reconstrucción imperial realizada por Ecio recibió su prueba de fuego con el comienzo de las invasiones de los

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hunos de Atila sobre Occidente a partir del 450. En los años anteriores Atila había logrado unir bajo su cetro los diversos clanes y grupos de hunos, de los que dependían, además, otros agrupamientos nobiliarios y populares ger­manos muy diversos, entre los que destacaban ciertamente varios ostrogo­dos. Con ellos Atila había logrado constituir un vasto imperio por toda Euro­pa central y oriental, basado en la potencia y rapidez de los desplazamientos de su caballería y en los subsidios exigidos al gobierno de Constantinopla con su constante presión sobre las provincias balcánicas. Las causas por las que Atila optó entonces por dirigir sus saqueos sobre Occidente no son cla­ras: tal vez porque estaba encontrando mayores dificultades en Oriente y porque el ejemplo vándalo le hizo pensar en fundar un reino que incluyera territorios imperiales muy extensos, haciendo entrar bajo su cetro a los visi­godos de Tolosa. Sin embargo el ataque frontal sobre la Galia lanzado por el enorme ejército de Atila encontró cruel respuesta en la batalla de los Cam­pos Catalaúnicos del 20 de junio del 451. La rota de Atila también se conoce con el nombre de "batalla de las naciones”, pues el ejército romano que com­batió en ella basaba una buena parte de su poder en las tropas federadas de los visigodos de Tolosa, comandadas por su rey Teodorico I (418-451), que murió en el combate. Sin embargo el fin del peligro de los hunos no desa­parecía sino con la muerte de Atila en el 453, puesto que en el 452 habría intentado una peligrosa invasión en Italia.

1.4.4. La liquidación del poder imperial (454-476)

La victoria sobre Atila había puesto al descubierto las bases del poder imperial en Occidente: éste se basaba esencialmente en las alianzas perso­nales y dinásticas que los emperadores y generales romanos fueran capa­ces de mantener con los reyes bárbaros asentados en las Galias y con la poderosa nobleza hispano-gala. En esos momentos ambas cosas habían des­cansado en Ecio y en el legitimismo teodosiano que representaba Valenti­niano III. Intrigas cortesanas acabaron violentamente con el primero en el 454 y con el segundo en el 455. A partir de entonces las cosas tomarían un rumbo muy distinto: de consolidación definitiva de los reinos germánicos y de desaparición del poder central del Imperio.

En las Españas y las Galias esta última tendencia se reforzaría tras el fra­caso de Avito (455-456) como emperador. Era éste un senador galo perte­neciente al mismo grupo nobiliario que la desaparecida dinastía, que contó con el apoyo de los federados visigodos de Tolosa, pero que fracasó ante la oposición de buena parte de la nobleza senatorial romana y del ejército de Italia, que comenzaba a estar dominado por un suboficial de Ecio, el suevo- visigodo Ricimiro (456-472). Sería precisamente éste el responsable de la

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deposición y muerte de Mayoriano (457-465). Era éste un militar romano ele­vado a la púrpura por el propio Ricimiro, y que por ultima vez habría inten­tado una restauración del poder imperial fuera de Italia. Pero, tras restable­cer el dominio en la Galia mediterránea y en las zonas mediterráneas hispánicas, fracasó en su intento de atacar al Reino vándalo con una expedi­ción marítima desde Cartagena (460).

El final de Mayoriano supuso prácticamente el de toda esperanza de res­tauración del poder imperial en las Galias y las Españas, pues éste habría sido el último emperador en contar con el apoyo de la nobleza senatorial de ambas, vinculada anteriormente con la casa de Teodosio. A partir de entonces los miembros de ésta o intentarían una aventura de práctica independencia del Imperio,' como fue el caso de Egidio (461-465) y su hijo Siagrio (465-487) en la Galia septentrional, o comenzaron a reconocer el dominio de los visigodos de Tolosa como la mejor forma de defender sus intereses. Así los reyes visi­godos Teodorico II (453-466) y su hermano y sucesor Eurico (466-484) logra­ron extender su efectiva área de dominio a la Provenza y hasta el Loira en las Galias; mientras en la península Ibérica lograrían constituir a partir del 456 un eje estratégico de poder entre Barcelona-Toledo-Mérida-Sevilla y en la sub- meseta norte, obligando a la Monarquía sueva a reconocer su superioridad, impidiéndole cualquier posible extensión hacia el este y el sur.

Mientras tanto lo que quedaba de gobierno imperial central se fue redu­ciendo cada vez más a la sola península Italiana, y a merced de los genera­les del ejército de maniobras en ella estacionado, compuesto cada vez más por soldados de origen bárbaro unidos a aquéllos por lazos de fidelidad de tipo germánico (“séquitos militares"). Entre ellos ejerció un indiscutido pre­dominio Ricimiro, hasta su muerte en el 472. Las mismas debilidades milita­res de éste y la necesidad de reconquistar la vital África motivó su acerca­miento al gobierno de Constantinopla, aceptando apoyar como emperador al oriental Antemio (467-472). Pero el fracaso de la gran expedición cons- tantinopolitana contra los vándalos (467) y la firma de una paz perpetua entre éstos y el nuevo emperador oriental Zenón (474-491), supuso la deposición y muerte de Antemio. El inmediato fallecimiento de Ricimiro hizo que otros intentaran heredar su posición hegemónica en el ejército imperial y en Ita­lia. Entre éstos destacaría el general romano Orestes, que en el 475 colocó en el trono imperial a su propio hijo, el todavía niño Rómulo, llamado Augús- tulo despectivamente por su contemporáneos. Pero se trataba de un ejérci­to debilitado, más dividido e indisciplinado ante las dificultades del gobier­no para satisfacer sus demandas salariales. Por eso unas facciones del mismo buscarían el apoyo del gobierno de Constantinopla, aceptando emperado­res nombrados por aquél, como Julio Nepote (474-480). Mientras otras bus­carían el del rey burgundio Gundovado, eligiendo a emperadores fantas­males como Olibrio (472) y Glicerio (473-480).

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Cuando en el 476 el general Odoacro, de origen esciro, mató a Ores- tes, depuso a su hijo y envió las insignias imperiales al emperador de Cons­tantinopla, Zenón, casi nadie pensó que algo nuevo había sucedido. Sin embargo el ejército itálico en que se apoyó Odoacro se encontraba com­puesto casi de tropas de origen bárbaro; y éstas le habían elegido como rey suyo con el fin de que, constituyéndose una nueva "monarquía militar" a la manera de otras germánicas, solucionara también de igual modo su pro­blema económico y social: asignando a sus jefes y oficiales unas tierras sobre las que recaudar sus impuestos fiscales y sus rentas dominicales, exacta­mente como con anterioridad se había procedido al constituirse los reinos federados de visigodos y burgundios.

Por lo demás en Occidente nadie se preocupó mucho de esta desapa­rición de facto del gobierno imperial en Italia y del acto de fuerza de Odoa­cro. Salvo tal vez el rey visigodo Eurico que trató en vano de apoyar mili­tarmente el gobierno del oriental ausente Julio Nepote; a cambio de ello este último debió reconocerle poco antes su completo dominio sobre el sur y centro de las Galias y sobre la España oriental. Con ello se completaba el final del Imperio en Europa occidental. Lo que para entonces no obedecía a algún rey germano eran núcleos aislados y periféricos gobernados por aristocracias locales, generalmente urbanas; aunque la mayoría de éstas habían optado ya por reconocer a los nuevos reinos romano-germánicos, como hiciera Sidonio Apolinar y sus amigos de la Auvernia en el 477.

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Los reinos romano-germánicos (siglos v i-v iii)

2.1. La Europa merovingia

2.1.1. El origen de los merovingios

La situación existente en las Galias en el momento de la desaparición defi­nitiva del gobierno imperial en Occidente era heterogénea, aunque en gran parte obedecía a la fundamental distinción entre una Galia septentrional y otra meridional. Además uno de los resultados de la ruptura de la frontera del Rin había sido el que el gran río se convirtiera no en frontera sino en eje de un espacio sociopolítico en el que se incluían los territorios septentriona­les de la antigua Galia romana. Este acontecimiento, que venía a borrar en parte quinientos años de historia, había sido la consecuencia de las invasio­nes francas.

El origen de los francos es una de las cuestiones más debatidas entre los estudiosos. A diferencia de las grandes estirpes de los germanos orien­tales los eruditos de tiempos de las invasiones no tenían claro el origen de los francos. A finales del siglo vi Gregorio de Tours, el primer sistematiza­dor de la historia franca, les hizo venir de Panonia, para así relacionarlos con San Martín, el patrono celestial de su diócesis; y medio siglo después Fre- degario convirtió a sus reyes en descendientes directos del mítico Príamo de Troya, siguiendo una tradición culta que deseaba subrayar los lazos entre éstos y Roma. Lo cierto es que su nombre -que significa "los hombres libres"- expresa a las claras que su etnogénesis se produjo a partir de grupos étni-

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cos fragmentados. Como otras grandes estirpes de los germanos occiden­tales la etnogénesis franca no se produjo con el surgimiento de una "Monar­quía militar", sino mediante la formación de una liga que agrupaba a diver­sas "soberanías señoriales". Su coagulación se haría en la región del bajo Rin no antes de finales del siglo ni, cuando por vez primera aparecen men­cionados en las fuentes clásicas como un pueblo de vocación marinera, tal vez como consecuencia de la progresión sajona hacia el oeste. Allí acaba­ría por englobar a toda una serie de etnias transrenanas, cuyos nombres pudieron conservarse en algunos de los grupos de la nueva liga franca (camavos, catuarios, brúcteros, salios, usipetes, tencteros, tubantes y amp- sivarios). Más retardatarios que otros grupos germanos el desarrollo entre los francos de una progresista aristocracia guerrera, basada en sus séqui­tos armados, sólo sería una realidad ya bien entrado el siglo IV, habiendo tenido en ello mucho que ver los contactos cada vez más estrechos con los romanos, como aliados y reclutas para el ejército. Sin embargo el surgimiento de una realeza nacional sería un fenómeno muy tardío, ya en el siglo V, no lográndose imponer hasta Clodoveo, a claras instancias romanas y de los germanos orientales.

La progresión de los diversos grupos francos al oeste del Rin se recru­deció a partir de la desaparición de Ecio. En 456 Maguncia cayó en su poder, y en 459 Colonia; y a partir de esta última se inició el poblamiento franco por los valles del Mosa y el Mosela, cuya conquista se pudo dar por finali­zada en el 47 5. Sería precisamente aquí donde se constituyera lo que en las fuentes del siglo V se conoce como Francia Rinensis. Era ésta una región de denso poblamiento franco, lo que produciría un retroceso de la frontera lin­güística entre el latín y el germano, donde surgirían pequeñas "monarquías militares" producto del Landnahme, entre las que destacaría la que tenía por centro la antigua ciudad de Colonia. Más allá de Maguncia el asentamiento franco tocaba con el de los alamanes, que a partir del 450 habían inundado Alsacia.

Al sur del Loira los visigodos de Tolosa habían completado su domina­ción hasta las costas atlánticas y mediterráneas, lindando por el este con el Reino burgundio, dueño del valle del Ródano y del Saona. Por el contrario era bastante más compleja la situación existente entre el Mosa, el Somme y el Loira. Aquí, con centro en Soissons se había intentado, como vimos, una solución coyuntural por parte de la aristocracia provincial sobre los restos del ejército imperial de la Galia, y bajo el mando del jefe de éste, Egidio, y de su hijo y sucesor Siagrio. Mientras otras aristocracias urbanas locales inten­taban también una vía autónoma constituyendo efímeras ligas, como podía ser la del antiguo Tractus ñrmoricanus, en las tierras atlánticas entre el Loira y el Sena. Pero, sin duda, se trataba de soluciones de compromiso y coyun- turales, que habrían de desaparecer ante la progresión de grupos de fran-

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cos salios, comandados por diversos reyes -en realidad jefes de “sobera­nías señoriales”-, en gran parte relacionados familiarmente entre sí al decir­se descendientes de un antepasado común, Meroveo, enraizado con tradi­ciones míticas paganas y seguramente originario de las tierras francas más orientales hacia el Elba.

Entre estos últimos reyezuelos francos destacó el de Tournai, Childeri- co (c. 463-481), que Gregorio de Tours supuso hijo del mítico Meroveo. Chil- derico supo presentarse como defensor de los intereses de una buena par­te de las aristocracias locales galorromanas, concediéndoles su apoyo.militar contra enemigos externos, como los visigodos, a cambio de la entrega de lo que quedaba de la organización fiscal tardorromana. Su riquísimo enterra­miento, descubierto en 1653, indica una curiosa mezcla de elementos de tra­dición romana como otros germánicos todavía muy anclados en el paganis­mo, como sería el enterramiento ritual de caballos. Sería la continuidad de esta política la que convertiría en auténtico poder hegemónico de las Galias y en rey de todos los grupos francos a su hijo y sucesor Clovis-Clodoveo (481-511).

2.1.2. Clodoveo

No obstante la importancia epocal de su reinado y lo mucho que se ha escrito sobre Clodoveo lo cierto es que no son pocos los puntos oscuros que todavía subsisten, especialmente para los primeros veinte años de reinado. Además nuestra principal fuente, Gregorio de Tours, está viciada por su intento de mostrar a Clodoveo como el prototipo del rey católico en el que debieran mirarse sus sucesores. Lo cierto es que el poder y prestigio del rey se basó en las tempranas victorias conseguidas sobre los poderes loca­les romanos existentes entre el Mosa y el Loira, con la decisiva derrota de Siagrio en 486, y en una inteligente política de alianzas matrimoniales con otras monarquías, casando a su hermana Audefieda con el poderoso Teo­dorico el Amalo, y contrayendo él mismo matrimonio con una princesa bur- gundia, Clotilde. Acabó así por asentar su supremacía sobre los restantes reyezuelos francos, que o desaparecieron o entraron en una posición de subordinación. Gregorio de Tours hizo de Clotilde la impulsora del bautis­mo católico de su marido por el obispo de Reims en el 498, como conse­cuencia del voto hecho por el rey si conseguía una victoria sobre los Ala- manes. Sin embargo ni la cronología de estos hechos ni su misma realidad son hoy cosa segura. Siendo más probable que la conversión de Clodoveo fuera un acto político muy meditado, que suponía la ruptura con las tradi­ciones paganas entroncadas en la misma realeza. En su decisiva decanta­ción por el Catolicismo, frente a un Arrianismo hasta entonces mayoritario

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entre los más prestigiosos reyes germanos asentados en suelo imperial, debió jugar un papel muy importante su deseo de afirmar su independen­cia frente a las monarquías godas, del Amalo Teodorico y del visigodo Ala- rico II, ganando para una previsible confrontación con ambos al influyente episcopado de la Galia meridional y central.

La guerra civil estallada en el seno de la dinastía burgundia permitió a Clodoveo convertir a los burgundios en sus aliados (501), separándolos de los visigodos, con la familia de cuyo rey Alarico se encontraban unidos por antiguos y modernos lazos de sangre. Una inteligente propaganda romanó- fila y católica y los intereses de la aristocracia provincial de la región del Loi­ra le permitieron al merovingio emprender una exitosa guerra contra los visi­godos de Tolosa (496-498 y 507). La aplastante victoria militar conseguida por Clodoveo en Vouillé (507), con la muerte del rey godo Alarico II, entre­gó casi todos los territorios galos del Reino de Tolosa'en manos de Clodo­veo y sus aliados burgundios. Si los visigodos no desaparecieron entonces de la Historia y pudieron conservar una franja de terreno, en la costa medi­terránea, la Septimania o Narbonense, eso sería gracias al apoyo militar de sus poderosos parientes los ostrogodos de Italia y de su rey, Teodorico el Grande, que quiso salvar la Monarquía visigoda para su nieto, el joven hijo de Alarico II, Amalarico. Poco tiempo después Clodoveo recibiría del empe­rador de Constantinopla un signo de reconocimiento, designándole tal vez cónsul honorario; lo que vino a cimentar su alianza con la tradicionalista noble­za galorromana, liderada ahora por sus obispos. A su muerte Clodoveo deja­ba un enorme pero heterogéneo reino, que englobaba la muy romana Aqui­tania, pero también los territorios germánicos o germanizados que tenían al Rin por eje.

2.1.3. Los hijos de Clodoveo y el reparto del reino

Según Gregorio de Tours al morir Clodoveo dividió su reino entre sus hijos en cuatro partes iguales; partes del reino franco que además no cons­tituían territorios continuos, sino que se entremezclaban unas con otras. Extraño procedimiento explicable porque cada parte incluía una porción del antiguo reino familiar anterior al 486, y otra de cada una de las anexio­nes conseguidas por Clodoveo con posterioridad. Con ello se aseguraba también una herencia para los hijos habidos de Clotilde, independiente­mente del mayor, Teuderico, que procedía de un linaje materno distinto. Entre 523 y 534 los hijos de Clodoveo completaban la expansión franca en las Galias con la conquista del Reino burgundio, aprovechando una crisis dinástica en éste, y con la anexión de la Pro venza ostrogoda y de la Auver- nia galorromana, que habían apoyado la independencia burgundia. Por su

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parte Teuderico (511-533), con la colaboración de su hijo Teudeberto I (533- 548), había extendido la hegemonía franca hacia el este, incluyendo a fri- sios, sajones y turingios, cuyo importante reino, aliado de los ostrogodos, fue destruido. Al dominar ahora las regiones alpinas los Merovingios se hacían con una plataforma para influir en la política italiana. En estas cir­cunstancias nada tiene de extraño que Teudeberto I mostrase ciertas aspi­raciones imperializantes, como serían sus acuñaciones de moneda de oro con su propio nombre.

2.1.4. La época de Gregorio de Tours

Tras el fallecimiento de Teudeberto I, y del último hijo de Clodoveo, Clo­tario I (511-561), los Reinos francos entraron en una época de confusión. Gra­cias a la colorista y moralizante narración de Gregorio de Tours conocemos bastantes de los aspectos más sangrientos del período, varios de ellos sur­gidos en la alcoba por la proliferación de matrimonios de tradición germá­nica (Friedlehen) contraídos por los Merovingios. Pero aunque Gregorio fue un contemporáneo de los hechos no cabe duda que su relato en absoluto es imparcial, habiendo contribuido bastante a la mala imagen de los soberanos merovingios en la Historiografía posterior. Un problema no menor lo consti­tuyó la falta de fronteras bien definidas entre los varios reinos (Teilreiche), al basarse éstos no tanto en partes equitativas de territorio como en iguales fuentes de ingresos fiscales, lo que produjo un intrincado reparto de Aquita­nia entre los más antiguos reinos septentrionales de Neustria y Austrasia. La desaparición de algunas ramas de la dinastía y las rivalidades entre prínci­pes llevaron a sucesivos repartos que trataban de restaurar el primitivo rea­lizado a la muerte de Clodoveo. Entre estos intentos de restablecer el equi­librio sobresale el de 561, al morir Clotario, el último hijo de Clodoveo.

En todo caso no cabe duda de que el período de guerras civiles que se abrió entonces entre los diversos Reinos merovingios -que un tanto anacró­nicamente se denominan en la historiografía moderna Neustria, Austrasia y Burgundia (Borgoña)- se debió en buena parte a la imposibilidad de liberar el esfuerzo bélico hacia aventuras exteriores, consiguiendo nuevos territo­rios con los que beneficiar a una naciente nobleza, así como a las incerti- dumbres que en el seno de ésta suponía cada sucesión real. Esto último deri­vaba de la no reglamentación precisa de la herencia en el seno de la dinastía y de los diversos orígenes maternos, con sus respectivos apoyos nobiliarios, de los varios príncipes aspirantes. Lo primero surgía de la existencia de veci­nos poderosos, como fueron el Reino visigodo, los bizantinos y los longo- bardos, y de la independencia conseguida por sajones y turingios (639). Este cruce de intereses exteriores, con las ambiciones de los varios monarcas

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francos y de distintos grupos nobiliarios, francos y también galorromanos, se demostraría con motivo de la guerra civil visigoda entre Leovigildo y su hijo y usurpador Hermenegildo (579-585), casado con Ingunda, una hija de Sigi- berto de Austrasia y la princesa goda Brunequilda, así como en el intento de Gundovaldo (582-585), un supuesto hijo de Gotario I, de erigirse en rey en Burgundia y Provenza con el apoyo de diversos grupos nobiliarios, espe­cialmente en Austrasia, y el económico de Bizancio. La guerra civil fue espe­cialmente virulenta entre los cuatro hijos y herederos de Clotario hasta la muerte del más poderoso de ellos, Sigiberto de Austrasia (561-575). Aunque una situación de conflicto continuaría como consecuencia de encontrarse el Reino neustrio de Chilperico I (561-584) rodeado por las posesiones de los demás, y las mismas tendencias autonomistas existentes entre la nobleza de Austrasia y Borgoña, bien encarnadas en la reina regente, la princesa visi­goda Brunequilda. Sólo sería tras la derrota y trágica muerte de ésta en el 613 cuando se conseguiría una estabilidad bajo el reinado unificador de Clo­tario I (584-629), el hijo de Chilperico.

2.1.5. Los “reyes holgazanes” y los mayordomos de palacio

Por desgracia la historia merovingia del siglo vn nos es mucho peor cono­cida, pues difícilmente la Crónica de Fredegario y sus continuadores pue­den suplir a Gregorio de Tours. Además estas últimas al igual que la más abundante documentación hagiográfica pecan de un cierto anacronismo, reflejando la situación de finales de la centuria cuando la familia de los Pipí- nido-arnulfinos consiguieron el predominio en Neustria. Tradicionalmente se ha considerado el Leitmotiv de la historia franca en el siglo VII la transferen­cia efectiva del poder de las manos de los miembros de la dinastía mero­vingia a las de los mayordomos de palacio de Neustria y Austrasia. Dicha transferencia de poder se ha solido explicar por un proceso de creciente for­taleza de la nobleza franca, de sus querellas faccionales, y de debilidad del poder central.

El proceso de debilitamiento del poder central tradicionalmente se ha explicado como consecuencia de taras mentales hereditarias de algunos merovingios (Teudeberto II, Cariberto II y Clodoveo II) y de la abundancia de las minorías reales (Sigiberto III, Clodoveo II, Clotario III y Childerico II). Todo ello habría tenido como consecuencia la aparición de la figura clásica de los llamados "reyes holgazanes", itinerantes entre sus residencias cam­pestres y abandonando el ejercicio del poder a una camarilla nobiliaria aban­derada por la figura del mayordomo de palacio. Sin embargo el poder cre­ciente de estos últimos y la escasez de conflictos internos podría ser prueba de una cierta fortaleza del poder central, cuyos auténticos competidores

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habrían sido los particularismos representados por las noblezas regionales. En especial cada vez se hicieron más manifiestos los deseos de constituir una entidad política independiente por parte de los territorios situados al sur del Loira, la vieja Aquitania que continuaba siendo dominada por una nobleza esencialmente de origen tardorromano. Mientras que en el resto de los domi­nios merovingios a partir del 623 se consolidó la división entre un reino occi­dental, a partir de los tradicionales territorios de Neustria y Burgundia, y el oriental de Austrasia. Aunque de hecho el término Neustria aparece por vez primera en la crónica de Fredegario, a mediados del siglo vn, y venía a refe­rirse a los territorios de los reinos primitivos de París y Soissons del reparto entre los hijos de Clodoveo; aunque en ocasiones sólo se referirá al más res­tringido territorio situado entre el Somme y el Sena, mientras que para el con­junto de las tierras noroccidentales se preferirá también utilizar el término de Francia. Austrasia, cuya utilización se documenta mucho antes, corres­pondía al reino de Reims en el reparto del 511. En cuanto a Burgundia su nombre se generalizó a partir del reinado de Teodorico II (595-613), com­prendiendo el antiguo reino de Gontrán (561-592), de la generación anterior, aumentado con algunos territorios colindantes.

Sin embargo sería erróneo comparar esta tendencia a la fragmentación territorial con la existente en el siglo IX, y lo cierto es que hasta finales del siglo Vil existió bastante fluidez entre los agrupamientos de intereses nobi­liarios, cuyos miembros podían poseer tierras en regiones muy diversas, interesados más en controlar el poder central que se reconocía en el sobe­rano merovingio que en constituir auténticas autonomías regionales. Así es significativo que la figura política más importante en la segunda mitad de siglo, el mayordomo de Neustria Ebroin (659-673), no pertenecía a una dinas­tía política ya bien establecida con anterioridad. Esto explica también que con frecuencia los reinos merovingios en el siglo VII pudieran estar unifica­dos bajo un solo rey: desde el 678 al 714 y ya antes con Dagoberto I (623- 638) y el padre de éste Clotario II. Sería la minoría surgida en Neustria con el fallecimiento de éste, sin duda el último gran rey merovingio, la que ini­ciaría el proceso de paulatina autonomía de los mayordomos, al ser éstos nombrados por la nobleza regional y no por los reyes._Que un soberano enérgico como Childerico II (662-675) tratase de mandar y fuera asesinado es todo un testimonio del clima de la época. Para entonces la política de la hegemónica Neustria era dominada por el mayordomo Ebroin. Hegemonía que sería rota en el 687 en la batalla de Tertry, en la que resultaron victo­riosos los nobles neustrios aliados con los de Austrasia bajo el liderazgo del mayordomo de esta última, Pipino II de Heristal. Sin embargo Ebroin había demostrado que era posible el monopolio del poder por una sola facción nobiliaria, minando así la capacidad discrecional del monarca de favorecer a unas u otras.

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2.1.6. La hegemonía de la casa de Heristal

Con la Victoria de Pipino II en 687 comenzaba la carrera de la casa de Heristal hacia el trono y la ascendencia de la más germánica y renana Aus­trasia sobre toda la Galia franca. La familia había ocupado un lugar principal en Austrasia desde los días de Pipino I y su hijo Grimoaldo, mayordomos de palacio de Austrasia al menos a partir de la tercera década del siglo; y sin duda su prestigio se benefició mucho de sus buenas relaciones con las fun­daciones monásticas promovidas por Columbano. Sin embargo la hegemo­nía de la familia entre la nobleza no era todavía definitiva al terminar el siglo Vil. La crisis, incluso familiar, que desató la muerte de Pipino II en 714 mos­tró la fortaleza de un poder basado en numerosos lazos de dependencia con otras familias nobles y en el apoyo de muchas sedes y monasterios benefi­ciarios de ricas donaciones.

Cuando Carlos Martel salió vencedor de la crisis en 717 su poder sólo podía reforzarse con su victoria en 719 sobre Eudes, que trataba de consti­tuir un reino en Aquitania a partir de su liderazgo sobre un temible ejército de gascones semipaganos, lo que dotaba además de un cierto colorido étni­co a sus aspiraciones independentistas. Dos años después moría ChilpericoII,. el último de los Merovingios en ser algo más que un mero fantasma a la sombra del todopoderoso mayordomo de palacio. Finalmente hacia el 734 Carlos Martel protagonizaría un hecho de armas que le inmortalizaría en la historiografía posterior: la derrota en las proximidades de Tours, más bien que en las de Poitiers, de un ejército islámico conducido por el emir de al- Andalus Abd ar-Rahman, que murió en la batalla. Aunque tal vez el objetivo del franco había sido impedir una peligrosa alianza entre gobernadores musulmanes y Eudes, que moriría al año siguiente, más que detener la pro­gresión islámica sobre la Europa cristiana.

2.1.7. La periferia franca: turingios, alamanes, bávaros y sajones

La constitución del Reino de los francos merovingios también sería res­ponsable de la reorganización política del amplio espacio germánico entre el Rin, el Elba y el gran bosque de Bohemia. La invasión y conquista franca del Reino de los turingios en el 531 supuso importantes consecuencias para la región, desde el Harz-Ohre al Havel y hasta los Thuringerwald y Franken- wald. Pues el fracaso de la revuelta turingia del 556 entrañaría la muerte y emigración de los principales grupos dirigentes, creando un vacío entre el Elba y el Saale que sería ocupado por la marea eslava desde finales del siglo VI. La defensa de esta frontera oriental forzaría a la creación de un gran Duca­do nacional turingio, aunque en principio bajo el liderazgo de un noble fran-

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co, Radulfo. Éste conseguía finalmente el restablecimiento del Reino de Turin­gia en el 639. Para ello posiblemente Radulfo se aprovechó de un resenti­miento contra el gobierno franco, como se había visto ya en la sublevación de mediados del siglo VI. Pero Radulfo debió sobre todo rentabilizar su vic­toria sobre una serie de penetraciones protagonizadas por gentes eslavas, los llamados vendos.

Por su parte la derrota de los alamanes por Clodoveo les obligó a expan­sionarse hacia las tierras de la actual Suiza. Sometidos a la soberanía mero­vingia desde el 536 los alamanes serían organizados también en un ducado nacional, posiblemente confiado a miembros del antiguo linaje real de los alamanes. Más al este el siglo VI vería el complejo proceso de etnogénesis de los bávaros, a base de elementos populares muy diversos, que habita­ban desde el siglo V a un lado y a otro de la antigua frontera romana de Retia y del Nórico, actuando como núcleo aglutinador de la etnia las gentes de la Baia, a localizar posiblemente en la actual Bohemia. Desde el 555 los báva­ros se ven sometidos a la soberanía merovingia, constituyéndose un ducado nacional, confiado al linaje burgundio de los Agilolfingos. Lo que conocemos de la historia de éstos es a través de Paulo el Diácono, que ilustra especial­mente de los lazos entre los Agilolfingos y los longobardos a partir de la rei­na Teodolinda (vid. mira, 72). Y desde luego a principios del siglo vni Bavie- ra se encontraba más vinculada a la Italia longobarda que a la Francia merovingia.

Sólo en el norte de Germania los sajones habrían sabido escapar a la dominación franca, aunque sometidos a más de una expedición de castigo y siempre sometidos a su influencia. Es más, entre los reinados de Clota­rio I (558-561) y de Dagoberto I (623-638) los sajones habrían reconocido la soberanía merovingia, pagando un tributo. Alejados de las costas del mar del Norte por los daneses los sajones habrían abandonado en el siglo VI sus tradiciones marineras, asentándose en la Sajonia histórica. Por otro lado no cabe duda de que el mantenimiento vivo del paganismo ayudó mucho a la independencia de los sajones, que sólo sería destruida junto con éste por Carlomagno.

2.2. Las Españas visigodas

2.2.1. El intermedio ostrogodo y la intervención bizantina

La catástrofe de Vouillé (507), con la muerte del soberano visigodo y la pérdida de una parte de su importante tesoro, supuso la destrucción del núcleo y epicentro del Reino visigodo, situado hasta entonces en Aquitania. Además significó el fracaso de la política de Alarico II (484-507) de acer­

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camiento y colaboración activa con las aristocracias provincial-romanas, bien lideradas por la jerarquía católica. Dicha política había tenido sus momentos culminantes en el Concilio de Agde (506) y en la promulgación del llamado "Breviario de Alarico”, actualización del Código teodosiano a base de la importante tradición de las escuelas jurídicas de la Galia meri­dional como Derecho territorial aplicable a todos los súbditos de la Monar­quía goda.

La intervención de Teodorico el Amalo, en nombre de ¡os derechos de su nieto Amalarico, sirvió para salvar la misma existencia del Reino visigo­do. Pero a partir de entonces el centro de gravedad del mismo pasó a estar ubicado en la península Ibérica, conservándose sólo en las Galias el domi­nio sobre la llamada Septimania, una franja litoral con capital en Narbona. Hecho que no sería totalmente percibido por la totalidad de los grupos diri­gentes godos, como mínimo hasta el nuevo fracaso de la política franca de Amalarico (526-531), el nieto y sucesor de su abuelo el gran Teodorico. Con anterioridad éste había fracasado en su intento de crear un único Rei­no godo, fusionando visigodos y ostrogodos, en gran parte debido a la asen­tada identidad étnica de un sector mayoritario de la nobleza visigoda. Fra­caso final que no habría impedido el trasvase al Reino visigodo de algunos expedientes administrativos ostrogodos, muy restauradores de las estruc­turas civiles imperiales, así como la consolidación e integración de un gru­po nobiliario cortesano de procedencia ostrogoda, que se reflejaría en los reinados de Teudis (531-548) y Teudiselo (548-549), que tenían ese origen. Por lo demás estos soberanos, en especial Teudis, reforzaron la política de colaboración con las aristocracias hispanorromanas, que contaban con el liderazgo del episcopado católico, que utilizaba sabiamente la diferencia religiosa frente a los godos arríanos como elemento de cohesión y dife- renciador étnico. Esta política de convivencia se hizo tanto más necesaria a la vista del avance de la Reconquista de Justiniano en África e Italia, y del aislamiento progresivo de los visigodos como consecuencia de la misma. Con dicha colaboración se intentaría un nuevo avance en el completo con­trol del espacio peninsular por parte de la Monarquía visigoda, en especial en sus áreas meridionales y el sudeste, las más marginales o amenazadas por Bizancio.

Sin embargo esta política se habría quebrado como consecuencia del estallido de un conflicto en el mismo seno de la nobleza visigoda ante los fra­casos militares de Agila (549-554), que se resolvió en la revuelta del noble Atanagildo, emparentado con el prestigioso linaje real visigodo de los Bal- tos, y en una guerra civil. La victoria de Atanagildo (554-567) no se logró sino a costa del apoyo de un cuerpo expedicionario bizantino, que obtuvo a cam­bio la cesión de una buena franja del litoral peninsular, desde Dénia a Gibral­tar, donde se establecería la provincia bizantina de España (555-625). Diñ-

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cultades imperiales posteriores permitieron a Atanagildo una cierta consoli­dación en el interior peninsular en los años sucesivos, estableciendo también una vital política de alianzas matrimoniales de su linaje con las cortes mero- vingias de Austrasia y Neustria, especialmente con el matrimonio de su hija Brunequilda con Sigiberto I de Austrasia.

2.2.2. La fundación del Reino de Toledo: Leovigildo y Recaredo

El último siglo y medio de historia visigoda se conoce como Reino de Toledo, por el lugar donde quedó fijada la sede de la corte y que los sobe­ranos trataron de asemejar a la Constantinopla imperial. Y en él se pueden señalar dos momentos que aparecen como claras inflexiones de carácter constituyente. La primera de ellas está representada por los reinados suce­sivos de Leovigildo (569-586) y su hijo Recaredo (586-601). Mientras la segun­da lo está por los de Chindasvinto (642-653) y su hijo Recesvinto (649-672). Ambas épocas se caracterizarían por los esfuerzos del poder monárquico por mantener o crear un Estado centralizado, con una administración públi­ca de tradición tardorromana -justinianea y protobizantina, mejor dicho- no totalmente en manos de la potente nobleza terrateniente hispanovisigoda, para lo que era necesario lograr la máxima unidad jurídica e ideológica de la sociedad hispanovisigoda, realzando el vínculo personal de súbdito fren­te a los lazos de dependencia personal de tipo clientelar y protofeudal. El reflejo constitucional de tales esfuerzos sería la promulgación de sendos nue­vos Códigos legales: el “Código revisado" por Leovigildo y el "Libro de los jueces” por Recesvinto.

Leovigildo, perteneciente a una familia de origen ostrogodo pero empa­rentado con la famosa de los Baltos por su matrimonio con Gosvinta, la viu­da de Atanagildo, fue el auténtico fundador del Reino visigodo de Toledo; aunque la capital pudo haber sido establecida en esta ciudad central por su predecesor Atanagildo. Sus campañas militares victoriosas le habrían lleva­do a la dominación efectiva de la mayor parte de la península Ibérica, aca­bando con casi todos los poderes autónomos que habían surgido al socaire de las dificultes de reino godo en las décadas precedentes. Tras la anexión del Reino suevo en el 585 sólo quedaron fuera del poder godo la franja cos­tera mediterránea bizantina y algunas áreas marginales en la cordillera Can­tábrica y País vasco-navarro. Esta política militar sería acompañada de impor­tantes medidas de política interior destinadas a conseguir la unidad máxima del Estado y fortalecer las instancias absolutistas y centralistas de la Monar­quía, en clara imitación de Justiniano. Sin embargo el enérgico monarca no pudo conseguir todos sus objetivos a causa de la oposición de un sector de la nobleza goda y de las figuras más importantes del episcopado católico his-

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panorromano. Dicha oposición cuajó en el intento de usurpación de su hijo mayor Hermenegildo (579-584), que con su matrimonio con una hija de Bru­nequilda buscó el apoyo de los nobles ligados al linaje de los Baltos y con su bautismo católico por el obispo de Sevilla Leandro el de la Iglesia hispano- rromana y el de Bizancio. Leovigildo, con el apoyo de su hijo menor Reca- redo, logró aplastar la intentona mediante una política de unificación religio­sa sobre la base de un Arrianismo dulcificado (Macedonismo), que quería identificarse con los sectores eclesiásticos católicos opuestos a la condena de los famosos "Tres capítulos" por Justiniano, y la hábil explotación de las rivalidades entre las cortes de Austrasia y Neustria, así como con concesio­nes a los bizantinos.

Su hijo y sucesor Recaredo quiso continuar la política paterna, pero toman­do buena nota de sus fracasos. Por ello llegó a un rápido pacto con la pode­rosa Iglesia católica hispana y los sectores sociales que ésta representaba. Para ello fue básico el sentimiento de diferenciación doctrinal y recelo hacia Bizancio en los líderes de aquélla, como el obispo sevillano Leandro y el abad Eutropio, así como la integración en la misma de la gran mayoría del influ­yente episcopado arriano. En el Concilio III de Toledo (589) se oficializó la conversión del monarca y la nobleza visigoda a la fe católica, paso decisivo en la constitución de un Estado unitario hispanovisigodo. Pero, no obstante las importantes concesiones fundiarias hechas por el rey a la nobleza y muy especialmente a la Iglesia, así como una cierta sacralización del poder regio de raíz imperial, lo cierto es que el hijo y sucesor de Recaredo, Liuva II, sólo pudo mantenerse unos meses en el poder, ante la oposición de un sector poderoso de la nobleza hispana y goda liderada por Witerico (603-610), posi­blemente un descendiente del prestigioso linaje de los Amalos.

2.2.3. Poder real contra poder nobiliario (603-642)

AI final la conversión de Recaredo suponía reconocer por la Monarquía visigoda el poder e influencia institucional de una Iglesia y jerarquía ecle­siástica cada vez más dominada por la nueva nobleza hispanovisigoda. Hecho más que significativo si se tiene en cuenta que el reforzamiento del poder real buscado por Leovigildo y Recaredo chocaba radicalmente con un poder nobiliario fuertemente anclado en las tradicionales clientelas militares de raíz germánica, en los usos autonomistas de las oligarquías de las principales ciu­dades hispanorromanas, y en las dependencias sociales y económicas engen­dradas por la propiedad latifundiaria en vías de señorialización. Por eso los años que van de la muerte de Recaredo a la subida al trono de Chindasvin- to se encuentran marcados por la lucha entre el poder real y la nobleza, salien­do por lo general ganando la segunda.

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De esta forma no sirvieron para reforzar el poder real de manera defi­nitiva y constituir una nueva dinastía indiscutida los éxitos militares de sobe­ranos enérgicos como Sisebuto (612-621) y Suintila (621-631) contra los intentos independentistas de poblaciones de la cordillera vasco-cantábrica y sobre todo contra Bizancio. Las graves dificultades orientales del Imperio con la revuelta de Focas (602-610) y especialmente con la invasión persa y la terrible guerra subsiguiente (614-630), posibilitaron la conquista de las posesiones que el Imperio tenía en la península; a partir de entonces la pro­vincia de España, dependiente del Exarcado de Cartago incluía tan sólo las Baleares y el presidio de Ceuta en Africa. Los intereses de sectores mayo- ritarios de la nobleza, que apoyaron la triunfante usurpación de Sisenando (631-636), y del episcopado enlos Concilios IV (633), V (636) y VI (638) de Toledo impusieron fuertes limitaciones al poder monárquico, consolidando con sanciones religiosas las importantes entregas fundiarias hechas a unos y otros por unos reyes necesitados de su apoyo, y tratando de establecer un sistema de elección real por una asamblea de los obispos y magnates palatinos.

2.2.4. La restauración de Chindasvinto y Recesvinto

Los reinados de Chindasvinto y Recesvinto -sobre todo el del primero, que alcanzó el poder mediante una rebelión- supusieron uno de los esfúer- zos supremos por fortalecer la institución monárquica y la idea estatal cen­tralizada y de índole pública heredadas del Bajo Imperio. Pero, paradójica­mente, un tal intento se realizaría a partir del reconocimiento contradictorio de la insoslayable realidad de la estructuración sociopolítica visigoda sobre la base de una clase dominante latifundista, de la que dependían un gran número de campesinos mediante lazos de índole económica y extraeconó- mica, grupo dominante cohesionado entre sí por múltiples vínculos de depen­dencia y fidelidades mutuas. Todo lo cual habría de traer, como consecuen­cia inevitable, la formación de facciones nobiliarias en lucha continua por alcanzar la hegemonía, y fuente de beneficios, representada por el poder regio. La gran reforma administrativa realizada por Chindasvinto -y refleja­da en el nuevo Código legal al fin publicado por su hijo- no sería otra cosa que el intento de estructurar un Estado centralizado y poderoso sobre la base de tal realidad socioeconómica protofeudal. A la larga el fracaso estaba garan­tizado. Y ya el propio Recesvinto fue consciente de ello en el Concilio VIII de Toledo (653); en el que la poderosa nobleza laica y eclesiástica, además de criticar la política antinobiliaria de su predecesor, frenaron las apetencias regias de controlar patrimonialmente los importantes recursos fundiarios de la Hacienda real. Y tampoco habría dado resultado el intento de Chindasvinto

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de crear una adicta aristocracia de servicio frente a la nobleza de sangre. Las duras purgas y confiscaciones realizadas por éste en el seno de dicha nobleza no habrían, al final, resultado más que en una concentración de las riquezas y dependencias sociales en unas pocas familias, con intereses y ambiciones cada vez más autonomistas y localistas.

2.2.5. La monarquía protofeudal y la invasión islámica (653-719)

La última fase de la historia hispanovisigoda vería la completa protofeu- dalización del Estado, hasta unos niveles nunca antes alcanzados en otros países occidentales. Los sucesivos monarcas del período -Wamba (672-680), Ervigio (680-687), Egica (687-702), Witiza (698-710), Rodrigo (710-711) y Agila II (¿710-714?)- se debatirían entre los esfuerzos por reforzar el poder real, con una política de mano dura contra la nobleza (Wamba, Egica), y las concesiones a ésta (Ervigio, Witiza). Pero incluso los primeros no concebirí­an otra forma de fortalecer su posición más que aumentando la base econó­mica personal y de su familia, y beneficiando a sus vasallos (fideles), conce­diéndoles tierras y jurisdicciones sobre los hombres. Sin duda esto favoreció una cierta estabilidad política basada en el predominio de una facción nobi­liaria, lo que se refleja en el parentesco existente entre la mayoría de los reyes del período, agnaticio (Wamba-Egica-Witiza) o cognaticio (Ervigio-Egica). Aunque ello tampoco impidió que durante estos años se multiplicasen los intentos de rebelión y usurpación por parte de nobles ambiciosos, incluso pertenecientes al círculo más restringido de los vasallos del monarca rei­nante, como los duques Paulo (672) o Suniefredo (698?), que pudieron con­tar además con el apoyo de elementos prominentes del episcopado.

Al final la invasión islámica, conducida por el gobernador de la Ifriquiya califal, Muza, y su lugarteniente Tarik, habría sido propiciada por el estallido de una nueva crisis sucesoria a la muerte de Witiza, Tras un largo interreg­no de casi diez meses un grupo mayoritario de la nobleza, dominante en las áreas occidentales y meridionales del reino/optaba por elegir un tanto tumul­tuariamente a Rodrigo, duque de la Bética no emparentado con la familia de Egica y Witiza. Mientras otros nobles decidieron propiciar la elevación de Agila II, posiblemente con algún parentesco con aquéllos.

Como antes había ocurrido en más de una ocasión esta última facción pudo ver en los musulmanes -que, de todas formas, se preparaban para el asalto al Reino visigodo desde hacía ya algún tiempo- el instrumento para imponerse en una guerra civil que, hasta entonces, había ido muy mal para ellos. En la misma batalla decisiva del Guadalete bastantes nobles visigodos harían defección, propiciando así la derrota de Rodrigo y los suyos. También como en el 673 las dos facciones entonces en lucha parecían tener unas refe-

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rendas regionales muy marcadas, obedeciendo así a un proceso de proto- feudalización muy avanzado. Mientras los partidarios de Rodrigo, probable­mente antiguo duque de la Bética, debían ser numerosos en las zonas meri­dionales y occidentales de España, sus rivales, agrupados en torno a Agila II, lo eran en el valle del Ebro y la Narbonense. La alianza, más o menos for­malizada o tácita, entre estos últimos y el invasor musulmán explicaría que la ocupación por éste de dichas zonas orientales del Reino visigodo se demo­rase algún tiempo. En todo caso entre el 716 y el 719 habrían acabado las últimas resistencias visigodas en tierras de la actual Cataluña, falta ya de una organización centralizada efectiva. Y todo ello ocurría en el seno de un males­tar cada vez mayor por parte de los sectores sociales más humildes, inmer­sos en un proceso de enservilamiento radical, agudizado coyunturalmente por factores catastróficos naturales -sequías, hambrunas, epidemias de pes­te, etc - repetidas cíclicamente. Y, en fin, con problemas de minorías ideo­lógicas, como la judía, resueltos en falso, con soluciones como la conversión forzosa y hasta su dispersión y esclavización (694).

2.2.6. La periferia visigoda: bizantinos, suevos, astures, rucones, cántabros y vascones

Indudablemente la Monarquía visigoda supuso el poder hegemónico en la península Ibérica por lo menos desde los tiempos de Eurico (466-484). Pero eso no equivale a decir que no hubiera otros poderes más o menos margi­nales y autónomos.

Ya antes señalamos la existencia de una provincia bizantina de España' entre el 552-625, que en sus mejores momentos abarcó la franja costera situa­da entre Dénia y Gibraltar, penetrando por el interior hasta las cercanías de Granada. Sin lugar a dudas la persistencia de tal provincia no sólo se expli­caría por la potencia de los ejércitos imperiales y la debilidad de los godos, ni siquiera por un cierto filobizantinismo de la población hispanorromana meri­dional; por el contrario algunos testimonios podrían probar todo lo contrario, al menos en sectores muy influyentes de las oligarquías urbanas terratenien­tes y entre la misma Iglesia católica. En último término la facilidad de la implan­tación bizantina se explica porque ese extremo sudoriental peninsular era marginal a los intereses estratégicos que habían guiado la ocupación de la península por los visigodos. Desde los tiempos de Eurico éstos se basaron en el control de un gran eje estratégico que corría la península desde el nores­te al sudoeste, de Barcelona a Sevilla; lo que explica también la elección de Toledo como capital, dada su posición en el centro de ese eje. Estos máximos intereses estratégicos explican también la misma supervivencia de un Reino suevo independiente en el ángulo noroccidental.

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En el 464 Eurico había aceptado la restauración del Reino suevo en la persona de Remismundo, un descendiente de la primera dinastía sueva empa­rentado con la propia familia de Eurico. El segundo Reino suevo nacía así como subordinado a los visigodos, lo que se formalizó además con la con­versión de sus reyes al Arrianismo, auténtica religión gótica. Esa posición de subordinación llevaba aparejada la no extensión de su dominio ni más al sur de Leiria ni más al este de Astorga. Desgraciadamente no sabemos nada de la evolución de este segundo Reino suevo entre el 469, en que termina la Crónica de Hidacio, y el 567 en que empiezan las noticias de las de Juan de Biclara, salvo en lo que se refiere a la situación religiosa. Todo indica que la Monarquía sueva logró encontrar al fin un pacífico acomodo con los grupos dirigentes hispanorromanos de su territorio, liderados por sus obispos, y que vio una coyuntura favorable para eliminar su subordinación a la Monarquía visigoda en el momento de crisis que ésta vivió a mediados del siglo VI. Sig­no de ambas cosas sería la conversión del rey y la corte al Catolicismo en esas mismas fechas. Dicha conversión habría sido la obra de San Martín de Dumio, un misionero de origen panonio procedente de Constantinopla, cuya actuación no parece que pueda desligarse de los intereses contemporáneos de Bizancio y de los Merovingios de consolidar un Reino suevo frente a los visigodos. Los sucesivos concilios celebrados en Braga, la capital sueva, en 561 y 572 supusieron la erección de una Iglesia estatal sueva, y el cénit de este segundo Reino suevo. Sin embargo el reforzamiento de la Monarquía visigoda con Leovigildo y la mal calculada intromisión del rey suevo Mirón (570-584) en los asuntos internos godos, aliándose con el rebelde Herme­negildo señalaron el principio del fin del reino. En 585 Leovigildo ocupaba militarmente el reino, eliminaba su monarquía y se apoderaba del tesoro real. La posterior (589) restauración de la Iglesia católica por Recaredo en el anti­guo reino sellaría la completa alianza a la Monarquía goda de sus grupos diri­gentes. Lo cierto es que nada se sabe de intento alguno de rebelión y res­tauración de la Monarquía sueva.

Junto a suevos y bizantinos el Reino visigodo también soportó la existen­cia de temporales núcleos independientes en la cordillera Cantábrica, depre­sión vasca y mitad septentrional de Navarra. Las fuentes aluden a los mismos con los nombres étnicos de astures, rucones, cántabros y vascones. En los momentos de debilidad del poder central godo esos grupos alcanzarían una total independencia, para verse después sometidos por soberanos más enér­gicos-Leovigildo, Sisebuto, Suintila, Wamba- a expediciones de castigo, con la entrega de tributos y rehenes, así como la imposición de guarniciones mili­tares godas en puntos estratégicos. Sin embargo sería equivocado ver en tales actitudes rebeldes una oposición estructural. Estas poblaciones sep­tentrionales se encontraban bien jerarquizadas en lo social y el Cristianismo se encontraba en el siglo vil plenamente difundido. Es más, era frecuente la

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colusión de intereses entre sus dirigentes indígenas y miembros de la aris­tocracia hispanovisigoda asentada en sus proximidades. La destrucción del Reino visigodo cristiano por la invasión islámica en el 711-716 supuso una nueva y definitiva oportunidad para constituir monarquías independientes en su seno. Pero es significativo que tanto en territorio astur-rucón-cántabro como en el vascón el elemento aglutinante generalmente lo constituyeran descendientes de la nobleza hispanovisigoda de zonas próximas; tales serí­an los casos de la familia de Alfonso I de Asturias y la de los Galindos en el noreste de Navarra.

2.3. El África vándala (429-534)

2.3.1. Las debilidades vándalas

La historia de las antiguas provincias romanas del norte de África bajo el siglo de dominación vándala fue la del progresivo debilitamiento militar del ejército vándalo, la de la incapacidad de sus reyes y aristocracia cortesana para encontrar un modus vivendi aceptable con los grupos dirigentes roma­nos, de fundamental radicación urbana y bien representada por el episco­pado católico, y la de la paulatina vida a parte de amplios territorios del inte­rior, más periféricos y montañosos, donde fueron consolidándose embriones de Estados bajo el liderazgo de jefes tribales beréberes más o menos roma­nizados y cristianizados.

En este marco la Monarquía militar vándala de Genserico y sus suceso­res bastante habría tenido con sobrevivir. Para ello utilizaría una política fun­damentalmente defensiva y de amedrantamiento contra todos sus más inme­diatos enemigos, la propia nobleza bárbara y la aristocracia provincial romana. Al mismo tiempo trataría de establecer coyunturales alianzas con cuantos enemigos de unos y otros pudiera encontrar, fundamentalmente el reprimi­do clero donatista con fuerte implantación en las zonas más rurales y beré­beres, y cuya extracción social era más bien humilde. En definitiva, una labor de desagregación social y descabezamiento político que a la fuerza habría de afectar a las mismas estructuras administrativas heredadas del Imperio, lo que ocasionaría su definitiva ruina.

La causa profunda de dicha ruina no sería otra que la misma base del poder de los reyes vándalos, el ejército, y las exigencias del mismo. El ejér­cito vándalo estaba compuesto en lo fundamental por los séquitos del rey y de la nobleza palaciega, en los que abundaban los semilibres. Para sostener a este ejército los reyes vándalos contaron con dos medios. Uno fue la entre­ga beneficial de las rentas fiscales y dominicales de una de las zonas más fér­tiles de la antigua provincia Proconsular, las llamadas sortes vandalorum. El

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otro continuaba con las tradicionales entregas imperiales de bienes y sala­rios, para lo que era necesario mantener en pie la maquinaria fiscal romana en el territorio más amplio posible. Esta última ofrecía otra importantísima palanca de poder a los monarcas vándalos: la continuidad de unas exporta­ciones estatales de cereal y aceite, y. de productos manufacturados asocia­dos a los mismos, que además de su valor añadido eran un medio de pre­sión estratégica sobre el gobierno imperial romano, pues tradicionalmente habían servido para alimentar a la populosa ciudad de Roma. Para ello con­taban con el gran puerto de Cartago y con la flota annonaria imperial en él apresada. Sobre la base de esta última Genserico logró apoderarse de bases marítimas de gran valor estratégico para controlar el comercio en el Medi­terráneo occidental: las Islas Baleares, Córcega, Cerdeña y Sicilia. Sin embar­go la desestructuración sociopolítica y administrativa que la Monarquía ván­dala produjo tenía a la fuerza que socavar las bases materiales de este edificio militar.

2.3.2. Genserico, el rey fundador

Bajo este punto de vista se puede decir que el remado de Genserico (428- 477), el auténtico fundador del Reino vándalo, puso las bases del apogeo del mismo, pero también las de su futura decadencia. El cénit de su reinado y del poderío vándalo en Africa y el Mediterráneo lo constituyó la paz perpe­tua conseguida con Constantinopla en el verano del 474, en virtud de la cual el emperador reconocía su soberanía sobre las provincias norteafricanas, las Baleares, Sicilia, Córcega y Cerdeña. Por su parte los inicios del proce­so de entropía sociopolítica en el Reino vándalo se habrían manifestado des­de muy pronto.

Desde los primeros momentos de la invasión (429-430) Genserico gol­peó a la importante nobleza senatorial y aristocracia urbana norteafricanas, así como a sus máximos representantes en estos momentos, el episcopado católico. Para ello procedió especialmente a numerosas confiscaciones de propiedad, entregando algunos de los bienes eclesiásticos a la rival Iglesia donatista y a la nueva arriana oficial. Sin embargo en modo alguno pudo des­truir las bases sociales de la Iglesia católica, que se convirtió así en un núcleo de permanente oposición política e ideológica al poder vándalo. Respecto de su propio pueblo Genserico en el 442 realizó una sangrienta purga en las filas de la nobleza vándalo-alana, pretextando una conjura interior. Como consecuencia de ello dicha nobleza prácticamente dejó de existir, anulán­dose así el fortalecimiento que para la misma habían supuesto el asentamiento y reparto de tierras en África. En su lugar Genserico trató de poner en pie m a nobleza de servicio adicta a su persona y a su familia. Unidos por un jura-

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mento de fidelidad al monarca los miembros de dicha nobleza cumplían fun­ciones militares y administrativas, siendo reclutados no sólo entre vándalos sino también entre afrorromanos. Elemento importante de dicha nobleza de servicio sería el clero arriano, favorecido con importantes donaciones, y reclu­tado entre bárbaros y romanos.

Con el fin de eliminar posibles disensiones en el seno de su familia y lina­je por cuestión de la sucesión real, suprimiendo así también cualquier papel de la nobleza en la misma, Genserico creó un extraño sistema de sucesión, tal vez a imitación del que pudiera existir en los principados beréberes, deno­minado seniorato o Tanistry, en virtud del cual la realeza se transmitía pri­mero entre hermanos por orden de edad, y sólo después del fallecimiento del último de éstos se pasaba a una segunda generación.

2.3.3. Los sucesores de Genserico: brutalidad e impotencia

Los reinados de los sucesores de Genserico no hicieron más que acen­tuar las contradicciones internas de la Monarquía, en medio de un debilita­miento constante del poder central y su falta de sustitución por otra alterna­tiva. El reinado de su hijo y sucesor Hunerico (477-484) supuso un paso más en el intento de fortalecer el poder real destruyendo toda jerarquía socio- política alternativa. Su intento de establecer un sistema de sucesión patrili­neal chocó con la oposición de buena parte de la nobleza de servicio y de su propia familia, con el resultado de sangrientas purgas. El que dicha opo­sición buscara apoyo en la Iglesia católica supuso que Hunerico en el 483 ini­ciase una activa política de represión y persecución de la misma, que cul­minó en la reunión en febrero del 484 de una conferencia de obispos arríanos y católicos en Cartago en la que el rey ordenó la conversión forzosa al Arria­nismo. Sin embargo Hunerico no lograría acabar con la Iglesia, aunque sí desarticular socialmente algunos territorios clave de la Proconsular y Biza- cena.

La muerte de Hunerico en medio de una gran hambruna testimonió el comienzo de una crisis en el sistema fiscal del Reino vándalo, que habría de serle fatal. Guntamundo (484-523) inútilmente trató de establecer buenas relaciones con la antes perseguida Iglesia católica, en busca de su apoyo para impedir la extensión del poder de los principados beréberes, y como legitimación del Reino vándalo frente a un Imperio constantinopolitano que con la política religiosa del emperador Zenón, favorable al Monofisismo, había roto con el Catolicismo occidental. Por contra, el reinado de su hermano y sucesor Trasamundo (496-523) sería una síntesis de los dos precedentes, claro síntoma del fracaso de ambos y de la falta de política y apoyos en que se estaba sumiendo la Monarquía, buscando desesperadamente crear un

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clero arriano adicto a base de la concesión de tierras y beneficios. A falta de apoyos internos Trasamundo buscó sobre todo alianzas externas con Bizan- cio y el poderoso Teodorico el Amalo, matrimoniando con la hermana de éste, Amalafrida.

2.3.4. La reconquista bizantina

La crisis política del final del reinado del ostrogodo incitó a Hilderico.(520- 530), sobrino y sucesor de Trasamundo, a buscar a toda costa el apoyo del emperador Justiniano, para lo que intentó hacer las paces con la Iglesia cató­lica africana, a la que restituyó sus posesiones. Política esta que no dejó de crear descontentos entre la nobleza de servicio. Aprovechando una derrota militar frente a grupos beréberes esta oposición logró destronarle, asesinarle y nombrar en su lugar a uno de los suyos, Gelimer (530-534). Sin embargo un intento de crear una segunda Monarquía vándala carecía de futuro.

En el 533 un cuerpo expedicionario de no más de 15.000 hombres comandado por el general Belisario destrozó en las batallas de Décimo y Tricamaro al ejército vándalo que se había mantenido fiel al usurpador Geli­mer. Algo más fatigoso sería limpiar el territorio de la antigua África roma­na de los pequeños poderes locales fundados en torno a agrupamientos tribales beréberes que la decadencia militar vándala había hecho surgir por doquier. En todo caso la nueva África bizantina -organizada militar­mente en torno a una nueva Capitanía general (Magisterium militiae per Afri­cam) y cinco ducados- se redujo en lo esencial a las antiguas provincias Proconsular y Bizacena, con las áreas más costeras y llanas de Numidia. Mientras que sólo unas pocas plazas portuarias de interés estratégico, entre las que destacaba Ceuta en la vigilancia del estrecho de Gibraltar, serían realmente reocupadas por los imperiales en las antiguas Mauritanias tar­dorromanas. Además la conquista del Reino vándalo convirtió al Imperio en dueño de sus antiguos dominios mediterráneos -Cerdeña, las Baleares y el extremo occidental de Sicilia-, además de toda una red de relaciones comerciales que apoyaban la exportación de vajillas de mesa y aceite nor- teafricanos. Por ello no debe extrañar que Belisario cantara con el apoyo de poderosos armadores y comerciantes del Reino vándalo como quinta columna en su expedición.

2.4. Ostrogodos y longobardos en Italia

La historia del establecimiento de formas estatales romano-germánicas en la Península italiana es más compleja que en otras partes del antiguo Occi-

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dente romano. A ello contribuirían diversos factores. En primer lugar en Ita­lia sobre-vivió durante más tiempo el gobierno imperial, y con él una pode­rosa nobleza senatorial, orgullosa y concienciada de sus orígenes, de su supe­rioridad cultural y de un cierto exclusivismo político. Además el prestigio de la antigua cuna del Imperio, su cercanía a Constantinopla y la existencia de esa nobleza senatorial romana incitaron y permitieron la llamada Reconquista de Justiniano. Pero en segundo lugar a través de sus pasos alpinos Italia cons­tituía un territorio fronterizo con las tierras bárbaras centroeuropeas, donde todavía en el siglo V y en el VI no se había ultimado una coagulación estatal que impidiera la existencia de procesos migratorios como los de finales del IV y principios del V. Fruto de lo cual sería la tardía invasión longobarda. En fin, anteriores pero también exacerbadas por estos dos últimos hechos -con­quista bizantina y longobarda- serían las claras diferencias entre la Italia sep­tentrional, fundamentalmente la rica llanura padana, y la meridional, tanto por motivos socioeconómicos como sociopolíticos, bien reflejada en la división tardorromana de Italia en dos diócesis, la Annonaria y la Suburbicaria.

2.4.1. La etnogénesis ostrogoda de Teodorico el Amalo

La desintegración del Imperio de los hunos a la muerte de Atila supuso la liberación de una serie de grupos étnicos que habían formado parte del mismo. Entre ellos se encontraba un importante número de ostrogodos bajo el liderazgo de miembros del prestigioso linaje real de los Amalos, vincula­do de alguna manera a la última monarquía de los greutungos que encarnó Ermanarico. Estos godos habían constituido parte principalísima del ejérci­to de Atila, y por ello se encontraban asentados en Panonia, lugar central en el imperio nómada de Atila. A partir del 455 este grupo gótico, en busca de un nuevo poder militar al que servir, entró en contacto con el gobierno de Constantinopla bajo el liderazgo de Valamer. Como consecuencia del mis­mo un hijo de Valamer, Teodorico, fue enviado a la corte imperial como rehén. Lo que sin duda sirvió al joven príncipe godo de escuela política y de com­probación de los mecanismos administrativos e ideológicos en que se sus­tentaba el Imperio. En el 473 se restablecería el foedus entre el Imperio y estos godos Amalos, pero ya bajo el liderazgo godo de Teodorico, que alcan­zó el generalato imperial.

Entre el 475 y el 488 Teodorico y sus godos repetirían la historia de sus primos los godos de la Monarquía Balta de Alarico hacía casi un siglo: momen­tos de alianza y entrega de títulos y cargos imperiales a Teodorico, con razias y presiones de éste. Entretanto Teodorido culminaba la etnogénesis Amala de los ostrogodos anexionándose otros grupos menores de godos coman­dados por rivales suyos, entre los que había destacado el comandado por

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Teodorico el Tuerto (t481), al que tal vez le perjudicó haber ansiado más una exitosa carrera militar en el Imperio que la independencia de su pueblo. Sería entonces cuando el emperador Zenón ofreció a Teodorico un pacto: la legi­timación imperial de su posible conquista de Italia, tras la derrota de Odoa­cro, donde podría reinar sobre sus godos con el título de rey y ejercer la autoridad imperial delegada sobre los provinciales. Habiendo reunido un ejército nucleado con sus ostrogodos, pero también compuesto de otros ele­mentos bárbaros, Teodorico logró entre el 489 y el 493 la conquista de toda Italia, derrotando y dando muerte a Odoacro en el decisivo sitio de Verona, con cuyo linaje su familia mantenía una vieja Faida o venganza de sangre de tradición germánica.

2.4.2. El esplendor ostrogodo: Teodorico el Grande

El reinado de Teodorico el Amalo (493-526) puede subdividirse en dos fases bien distintas. La primera fue de ascenso irresistible, consiguiendo un gobierno de amplio consenso sociopolítico en Italia y una clara hegemonía en el concierto de los otros Estados romano-germánicos occidentales. La segunda significó el principio de la quiebra del primer fenómeno; lo que puso al descubierto las debilidades del edificio estatal edificado por Teodorico y el comienzo del derrumbe de su posición exterior.

La base sociopolítica del reinado de Teodorico no fue otra que la de la entente y colaboración con la poderosa aristocracia senatorial romano-itá­lica y con la jerarquía católica; lo que se expresó en el dominio ejercido sobre la administración civil del reino por miembros de esa clase senato­rial como Liberio y, muy en especial, Casiodoro. A cambio de ello Teodo­rico mantuvo y restauró la estructura político administrativa imperial de Ita­lia y de las provincias exteriores cuyo control logró: Sicilia, Provenza, Savia, Dalmacia y parte del Nórico. Con ello pudo llevar a cabo un sistema de avi­tuallamiento y paga de su ejército "bárbaro" no muy gravoso para los inte­reses de esos grupos nobiliarios. Dicho sistema consistió en la asignación a algunos grupos nobiliarios godos de un tercio de las rentas fiscales y dominicales de algunas fincas; y en la apropiación por el fisco real de Teo­dorico de un tercio de los ingresos fiscales y rentas de otras propiedades no asignadas nominalmente a un guerrero godo. Con ello Teodorico con­siguió mantener el grueso del ejército ostrogodo acuartelado en las ciu­dades, con menores posibilidades de actos de pillaje sobre la población civil romana. En el exterior Teodorico supo utilizar hábilmente ante los otros reyes y príncipes germanos el prestigio de su Reino de Italia, de tradición imperial, y la brillantez cultural latina de su Corte. Pero Teodoro también supo servirse del prestigio entre los bárbaros de su linaje Amalo, conver­

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tido en monopolio de su familia y en base para legitimar su pretendida unión de todos los godos mediante una hábil manipulación dinástica a la que dio forma un colaborador romano: el antes mencionado senador Casiodoro. Pieza importante en esta política exterior fueron los enlaces matrimoniales de hijas o sobrinas suyas con miembros de casi todas las monarquías veci­nas: con el visigodo Alarico II, el vándalo Trasamundo, el burgundio Segis­mundo, y el turingio Hermenefrido. Sin duda esta política de prestigo se basaba en la fuerza militar que representaba su doble corona sobre los visigodos y los ostrogodos, pueblos ambos que él pretendió unificar en un nuevo proceso de etnogénesis, proponiendo que a su muerte reinase sobre ambos su yerno Eutarico, un Amalo emparentado con el prestigioso linaje visigodo de los Baltos, bajo cuyo dominio habían vivido sus antepasados más cercanos.

La muerte de Eutarico algún tiempo antes de la de su suegro señaló el fracaso de esta unión goda. Pero algún tiempo antes, en el 523, había hecho agua la entente y colaboración de Teodorico con la nobleza itálica y la Igle­sia católica. Sin duda causa principal de ello sería la tendencia más "realis­ta", por tanto más gótica y autoritaria, menos respetuosa para el cogobierno con el Senado y el prestigio de lo "romano", del monarca ostrogodo. Natu­ralmente el conflicto se manifestó de manera principal en un choque con la poderosa Iglesia católica, claro portavoz de la romanidad y de los intereses senatoriales. La retirada de Casiodoro de la política y la muerte en prisión del senador y filósofo Boecio fueron los síntomas del final de una política. En el exterior la posición de Teodorico se debilitaba con los avances francos en Germania y con la cada vez mayor injerencia e interés de la política cons- tantinopolitana en los asuntos itálicos.

2.4.3. La decadencia de los Amalos

La situación exterior ciertamente evolucionó a peor tras la muerte de Teo­dorico y durante los años de remado del joven Atalarico (526-534), que gober­nó bajo la regencia de su madre Amalasvinta. Separada del Reino visigodo y presionada cada vez más por la progresión franca la Monarquía ostrogo­da pasó a depender en mayor medida del apoyo y beneplácito del empe­rador Justiniano, entonces en la cúspide de su poder y prestigio. La muerte de Atalarico sin hijos y el lógico estallido de una crisis dinástica ofreció al gobierno de Constantinopla, recién destructor de los vándalos, la ocasión para intervenir militarmente, con el declarado propósito de restaurar el poder imperial en Italia.

El motivo concreto de la intervención imperial fue la sustitución del Ama­lo Teodato (534-536), por Vitiges, un noble y prestigioso guerrero ajeno al

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linaje Amalo impuesto por la mayor parte del ejército ostrogodo que des­confiaba de la política cada vez más filoimperial de la familia Amala. Al final los máximos representantes de ésta optaron por huir y ponerse bajo la pro­tección directa de Justiniano, y un sobrino del mismo emparentaría con el linaje gótico. De esta manera el emperador se consideró legitimado para asumir la herencia política de los Amalos.

2.4.4. La reconquista bizantina: la guerra gótica

El encargado de las operaciones militares fue el general Belisario, recien­te destructor del Reino vándalo. Los estrategas imperiales equivocadamente creyeron que esas disensiones en el seno de la nobleza ostrogoda, y el poder presentarse como detentadores del legitimismo Amalo, facilitarían mucho su tarea. Por ello sólo se dispuso el envío de un pequeño ejército de 8.000 hombres, lo que además venía muy bien a las crecientes dificul­tades de la Hacienda imperial. Sin embargo con ello Justiniano resultó ser el primer engañado por la propaganda Amala que había puesto en marcha Teodorico. Realizada ésta por romanos, y dirigida también más a romanos, la verdad es que ocultaba los principios rectores de la "Monarquía militar” germana, a los que realmente Teodorico había debido su supremacía sobre los godos. La realidad de los hechos habría de abrir los ojos de su error a los imperiales.

Las operaciones militares se iniciaron ya en junio del 535, pero sin embar­go la vital Ravena sólo cayó en el 540. Allí Vitiges fue hecho prisionero y enviado a Constantinopla. Sin embargo en el año siguiente estalló una rebe­lión general del ejército ostrogodo, que se había en buena medida mante­nido expectante de los posibles beneficios a entregar por el Imperio y cuyos mecanismos clientelares no habían sido desactivados. De esta manera siguiendo los principios de la "Monarquía militar" germana ese ejército sabría realizar en los años sucesivos dos elecciones en las personas de Toti- la (541) y Teya (553), además de integrar en un nuevo proceso de etnogé­nesis a gentes romanas de muy variada procedencia: desde desertores del ejército imperial a esclavos y pequeños campesinos descontentos con sus miserables condiciones de vida. Las dificultades financieras y militares del Imperio en Oriente y en los Balcanes harían lo restante para que la guerra se alargase y tomara un aspecto de lucha sin cuartel. Bizancio se vio así obli­gado a enviar nuevas tropas y un nuevo general, el cubiculario Narsés, para poder quebrar definitivamente la desesperada resistencia ostrogoda. Pero incluso después de la gran victoria imperial de Busta Gallorum (551) harían falta otros cuatro años hasta que se rindieran las últimas guarniciones godas en Italia meridional.

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La guerra gótica trajo consecuencias muy graves y duraderas para la his­toria de Italia. Una de ellas fue la restauración de un gobierno imperial con centro en Constantinopla. Ello sería el origen de una Italia bizantina en el sur de Italia y en zonas dispersas del litoral, como la futura Venecia, que duraría hasta tiempos avanzados de la Alta Edad Media. Una buena parte de sus pro­blemas y destinos tendrían a partir de entonces tanto que ver con los balcá­nicos y bizantinos como con los propios del Occidente latino. Pero otra con­secuencia muy importante fueron los trastornos que en la demografía, el hábitat y la agricultura italiana tuvo la larga guerra gótica. En especial cabe destacar cómo en el transcurso de ella bastantes miembros de la nobleza senatorial italiana murieron, y otros muchos perdieron sus bases sociales y económicas de poder. La desaparición de la hegemonía sociopolítica de dicha nobleza senatorial en amplias regiones italianas exigió la reconstruc­ción de los agrupamientos sociales verticales bajo nuevas elites, tanto en la Italia bizantina como en la que en poco tiempo dejaría de serlo. La tercera y última consecuencia sería la invasión de los longobardos, cuya consolidación no sólo se explica por las debilidades militares del Imperio, sino también por la existencia de esa misma desestructuración sociopolítica.

2.4.5. La oscura etnogénesis longobarda

Aunque la primera mención de los longobardos se retrotrae a Tácito, a finales del siglo I, lo cierto es que no se vuelve a tener noticias de los mis­mos hasta Procopio, ya poco antes de su irrupción en Italia. Y poco seguro se puede estar para la fase preitálica de los longobardos de escritos poste­riores, en especial la Historia de los longobardos, de principios del siglo IX

por Paulo el Diácono en Monte Cassino, pues en esta última, así como en otros textos menores, no se trasmite nada más que una leyenda anacrónica de la supuesta gran migración longobarda, compuesta en gran medida a imitación de la de los godos por Jordanes. Por eso, aunque se puede hoy admitir que existió un núcleo étnico ('Stamm) originado en el curso del Elba inferior, lo cierto es que la etnogénesis histórica de los longobardos se pro­dujo en la primera mitad del siglo V en Panonia, y al calor de los profundos cambios étnicos que produjo en esta región el derrumbe del imperio de Afi­la. Allí habría aglutinados otros grupos populares bárbaros restos de la explo­sión del Imperio de Atila, convirtiéndose en lo fundamental en jinetes semi- nómadas.

La destrucción de los rugios por Odoacro en 488 y la inmediata marcha a Italia de Teodorico el Amalo con sus godos produjo un vacío de poder en las tierras al norte del Danubio central, muy propicio para el desarrollo de etnogénesis a partir de exitosas "Monarquías militares”, compitiendo en un

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primer momento una de hérulos, otra de gépidos y la de los longobardos. Como en otras ocasiones el servicio militar al Imperio más o menos esporá­dico por parte de cada una de ellas, o de grupos clientelares relacionados con las mismas, determinó en algún grado la mejor o peor suerte de aquéllas en su competición. Hacia el 540 Justiniano habría confiado a cada uno de estos tres grupos populares rivales la seguridad de un sector del Danubio en los Balcanes occidentales. Antes de esa fecha la adopción del Cristianismo en su versión arriana les dotaría de identidad étnica germánica y de una estructu­ra jerárquica más centralizada, todo ello al servicio de la reciente “Monarquía militar'1 fundada por Waco (c. 510-540).

2.4.6. Alboino y la invasión longobarda de Italia

La invasión longobarda en Italia sería en gran parte provocada por el propio Justiniano, que los utilizó en la fase final de la guerra contra los ostro­godos, lo que pudo abrirles los ojos tanto sobre las riquezas de Italia como del desorden allí producido y la posibilidad de englobar a grupos de gue­rreros godos indomables. Pero habría sido un cambio de la política segui­da con esos bárbaros del Danubio lo que precipitaría la final emigración lon­gobarda. En concreto, a diferencia de su antecesor, el emperador Justino II (565-578) otorgó una mayor confianza en los gépidas que en los longobar­dos, lo que incitó a estos últimos a solicitar la ayuda de la confederación de los ávaros nómadas, hostiles al Imperio al haber cesado la entrega de sub­sidios. Sin embargo una vez destruida la monarquía de los gépidas en el 567 los ávaros no parecieron muy dispuestos a ceder terreno a sus aliados. Habría sido así en último lugar la presión de los ávaros la que decidió al rey longobardo Alboino (568-572) a marchar con su pueblo de Panonia e inva­dir Italia.

La penetración se hizo por el Friul, constituyendo el último ejemplo de gran migración germánica nucleada en tomo a una Monarquía militar étnica, pues en la expedición se incluían elementos populares diversos (gépidos, búlgaros, sármatas, panonios, suevos, nóricos) enmarcados en grupos nobi­liarios con sus séquitos armados (fara). La conquista de Aquileya el 20 de mayo del 568 convirtió de un solo golpe a Alboino y sus longobardos en due­ños de gran parte de la rica llanura del Po, que se culminó con la caída de la plaza fuerte de Pavía en el 572. Aunque ésta habría de ser la capital histórica de los longobardos en un primer momento Alboino estableció su sede en Verona, significativamente el último baluarte de la pasada resistencia goda. Sin embargo los bizantinos lograron mantener el control sobre Mantua y Padua, además de las costas ligur y adriática, con la estratégica Ravena, así como la vital vía Emilia que conectaba esta última ciudad con Roma a través de Peru-

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Figura 2.4. La Italia lombarda a finales del siglo VI (según L. Musset, 1967).

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sa. La cierta facilidad con la que los longobardos tomaron el control de una buena parte de la Italia septentrional no sólo se debió a las debilidades del ejército imperial, también hay que tener en cuenta que las iglesias locales mantenían una postura de oposición a la política imperial por la condena que había hecho Justiniano de los llamados "Tres capítulos”, de tal modo que algu­nos obispos saludaron a Alboino como su liberador.

2.4.7. Los duques y el asentamiento longobardo

Lo reciente de la etnogénesis longobarda y lo heterogéneo de su Monar­quía militar no eran los factores más apropiados para establecer un Estado centralizado. Pasada la necesidad de un esfuerzo bélico conjunto frente a un ejército de campaña imperial, la existencia de numerosos islotes y pla­zas fuertes imperiales, las perspectivas de botín en expediciones militares hacia el sur, y la consolidación de los grupos nobiliarios como consecuen­cia del asentamiento de sus séquitos con la conquista produjeron un rapi­dísimo proceso centrífugo. En el 572 Alboino murió asesinado víctima de una conjura de su entorno que tal vez oculte una división de opiniones entre mantener la hostilidad al Imperio o entrar en una relación de dependencia. Habría sucedido un período de diez años en los que la unidad longobarda se basaría en la hostilidad común al Imperio, más que en la unidad de acción de treinta y cinco grupos populares longobardos, encuadrados nobiliari- mente por otros tantos duques. Pues durante diez años los longobardos care­cerían de rey, fueran ayudadas las tendencias centrífugas por las intrigas bizantinas o por la inexistencia de un candidato aceptable dentro de la fami­lia de Alboino.

Sin embargo estos diez años debieron ser fundamentales para la defini­tiva consolidación del poder longobardo. En ellos se culminaría la expansión por Italia. Con su avance por las vías Emilia y Flaminia los longobardos sen­tarían las bases de sus grandes ducados de Espoleto y Benevento, en la Ita­lia central y meridional. Con ello Italia se convirtió en un complejo mosaico de territorios bizantinos y longobardos, que además de servir para crear un estado permanente de situación fronteriza serviría para una más rápida osmo­sis entre romano-bizantinos y longobardos. Sería entonces cuando se lleva­se acabo el asentamiento de los longobardos, reforzando el poder de sus duques y demás elementos de la nobleza. Estos se harían con las propieda­des de algunos miembros de la nobleza senatorial romana, que habían falle­cido en la lucha o sido asesinados, mientras que el resto se vería obligado a pagar una parte de sus tradicionales impuestos y rentas dominicales, en con­junto un tercio del producto, a un determinado grupo militar longobardo, dependiente de la autoridad ducal.

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2.4.8. La restauración de la Monarquía longobarda: la casa de Teodolinda (584-712)

En el 584 el peligro de una intervención franca, en colusión con una renovada presión militar bizantina, forzaría a los duques a recrear de nue­vo el poder central de la Monarquía, para lo que cederían la mitad de sus rentas, eligiendo como rey a Autarito, hijo de Clefo (572-573), el efímero sucesor de Alboino. No obstante dueños de la otra mitad los duques siguie­ron conservando muchísimo poder y autonomía, especialmente los situa­dos en la periferia como los de Friul, Benevento y Espoleto. En todo caso el extraño reparto no dejaría de ser una fuente de inestabilidad y conflicto para el futuro, exigiendo de la Monarquía el tener un delegado en cada ducado, el gastaldo.

El reinado de Autarito (584-590) significaría ciertamente una refunda­ción del Reino longobardo. Y ello no sólo porque supo frenar nuevos inten­tos de invasión franca, sino por su alianza familiar con la casa de los Agi- lolfingos de Baviera. Mediante su matrimonio con la bávara Teodolinda la dinastía de Autarito legitimaba su posición entroncando con el linaje del primer rey Waco. Por medio de su hijo Adaloaldo (616-626), habido de su segundo matrimonio con Agilulfo (590-616), un duque que así logró ser ele­gido rey, o mediante las alianzas matrimoniales de su hija Gundiperga -Arioaldo (624-636), Rotario (636-652) yRodoaldo (652-653)-, o a través de los descendientes de su hermano Gundoaldo -Ariperto (653-661), Perc- tarito (661-662 y 672-678), Godeperto (661-662), Grimoaldo (662-671), Cunincperto (679-700), Raginperto, Liutperto y Ariperto (701-712)- la casa de Teodolinda regiría de hecho los destinos longobardos hasta la crisis dinástica del 712.

De esta larga serie de reinados destacan ciertamente los de Agilulfo, Rotario y Grimoaldo. Agilulfo, de origen turingio y previamente duque de Turin, consolidó y expansionó los dominios longobardos aprovechando las crecientes dificultades de los bizantinos en Oriente y los Balcanes y utili­zando la presión y el peligro de los ávaros sobre aquéllos y los francos. Así pudo anexionarse Cremona, Mantua y Padua, aunque-fracasaría en su inten­to de tomar Roma (593). Aunque posiblemente esta expedición iba dirigida más a amenazar las veleidades independentistas de los duques longobar­dos del sur que contra el Papado. De hecho Agilulfo mantuvo buenas rela­ciones con el papa Gregorio Magno, favorecidas por la fe católica de la rei­na Teodolinda, bajo cuya influencia se bautizó en católico a su hijo Adaloaldo, asociado al trono en el 604. Su mayor poder le permitió también controlar de cerca a los duques longobardos, bastantes de los cuales habían alcan­zado una práctica independencia en el reinado anterior mediante ventajo­sas alianzas con los bizantinos.

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El reinado del antiguo duque de Brescia, Rotario, marcó otro paso más en la consolidación de los longobardos como el poder hegemónico en la Ita­lia septentrional. Para ello supo aprovecharse de las crecientes dificultades de Bizancio en Oriente ante el avance imparable del Islam, de su enemistad con el Papado por la defensa imperial de la doctrina monotelista, y de la debi­lidad en que se sumió la Monarquía franca tras la muerte de Dagoberto I (639). De esta forma Rotario pudo anexionarse sin problemas toda la costa de Liguria. Pero sin duda la fama posterior de Rotario está vinculada a la publi­cación de un código legal en 643-44: “El edicto de Rotario”. Ciertamente en él se recopilaron una serie de normas y tradiciones jurídicas de raigambre germánica, especialmente en lo tocante al matrimonio y a la herencia. Pero también es cierto que escrito en latín el edicto denota claros influjos bizanti­nos del Código de Justiniano, y sustituye por la composición la venganza de sangre, una tradición germánica esencial para mantener la cohesión de los antiguos linajes. Aunque es asunto de discusión el carácter territorial del edic­to lo que no cabe duda es que la pretensión del rey es que se pudiera aplicar a todos sus súbditos, e incluso a los extranjeros en tránsito. Por ello se puede considerar al edicto prueba de la homogeneidad social y cultural alcanzada entonces por el Reino longobardo. Además el edicto suponía la monopoliza­ción por el rey, a la manera imperial y de otros reinos romanogermánicos, de la función legisladora y judicial, acabando con los poderes de la antigua asam­blea de los guerreros.

La subida al trono del duque de Benevento, Grimoaldo, fue el fruto de las desavenencias surgidas entre Perctarito y Godeperto, que se repartie­ron el reino a la muerte de su padre Ariperto, así como de la nueva amena­za que para la misma existencia de un reino longobardo independiente sig­nificó el postrer intento de Bizancio por reocupar la península, que se plasmó en el mismo traslado de la corte imperial a Sicilia en el 663 por Constante II. Grimoaldo supo defenderse con éxito de esta amenaza principal, termi­nada con el asesinato del emperador en el 668 y el retorno de la corte a Constantinopla, así como de otro intento de invasión franca desde Proven- za, en parte en conexión con los bizantinos, así como de otra de los ávaros por el Friul.

Teodolinda nos introduce también en otra de las singularidades de los longobardos respecto de otros reinos romano-germanos: la labilidad de su credo cristiano. Teodolinda era católica, aunque su marido era arriano; y el Arrianismo volvería a la corte de Pavía con seguridad en los tiempos de Arioaldo y Rotario. El Catolicismo sólo sería definitivo a partir del reinado de Ariperto I. Estas fluctuaciones se explican por varias razones. Una de ellas sin duda fue el menor poder de los reyes longobardos y la gran auto­nomía de sus duques, siendo como era la adscripción religiosa en gran medida una cuestión de opción personal de los gobernantes. Además debe­

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ría tenerse en cuenta un cierto arraigo del clero arriano en la Lombardia desde tiempos ostrogodos y el estado de hostilidad permanente con Bizan­cio y el Papado, con los que se identificaba cierta ortodoxia católica. Ese estado de guerra cuasi permanente obligó al asentamiento compacto de los guerreros longobardos -los ahrimanni- en lugares estratégicos, consti­tuyendo su fe y clero distintos una seña de identidad y una manera de man­tener su cohesión. En fin, hasta el 612 la Iglesia católica del norte de Italia participó en el llamado Cisma de Istria, que consideraba herética la políti­ca de Justiniano y el Papado por sus concesiones al Monofisismo en la con­dena de los llamados "Tres capítulos". Pero, salvo la antigua y puntual orde­nanza de Autarito de prohibir a los longobardos su conversión al Catolicismo, tampoco se testimonian casos de oposición agresiva a la Iglesia católica ni al mismo Papado, salvo en lo que la actitud de éstos pudiera tener de com­plicidad con Bizancio, lo que hacía ver casi siempre con mejores ojos a los obispos cismáticos de los "Tres capítulos". En todo caso es de recordar la muy buena acogida dada por el arriano Agilulfo al monje irlandés Colum­bano, que fundó en el 614 la abadía de Bobbio, hacia la que mantuvieron también una actitud muy favorable otros reyes arríanos posteriores. Por eso, disminuido drásticamente el peligro que representaba Bizancio para la subsistencia del Reino longobardo, a partir del 668 la monarquía longo- barda se orientó definitivamente hacia el Catolicismo, bautizando en esta fe a su hijo Romualdo el arriano Grimoaldo. Es más, a partir del Concilio de Milán del 680, celebrado para preparar el VI de Constantinopla que con­denó el Monotelismo, los monarcas longobardos trataron de apoyarse en la Iglesia para reforzar su poder frente a los duques. Cosa que se reflejó en el sínodo de Pavía del 698, en el que se sancionó definitivamente la comu­nión de la Iglesia italiana septentrional con el Papado.

2.4.9. El Reino longobardo de Italia: Liutprando y el eclipse bizantino

Sin embargo las querellas internas hicieron lo que no pudieron los ene­migos externos, y en el 712 la llamada dinastía bávara de Teodolinda fue definitivamente apartada de la corona longobarda. El nuevo rey, Anspran- do, era un noble cortesano que pudo contar con una decisiva ayuda militar bávara. Muerto a los pocos meses de su victoria le sucedió su hijo Liutprando (712-744), bajo el cual la Monarquía longobarda vivió su cénit. Los grandes avances en la unificación social y cultural dados en el Reino longobardo se reflejan perfectamente en los famosos quince edictos de Liutprando. Se tra­ta ya de un derecho indiscutiblemente de ámbito territorial, en el que la influencia eclesiástica es muy evidente en todo el derecho privado. Además de reconocerse a la Iglesia el derecho de asilo se daban también muchas

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facilidades para los donativos a la misma. Sin duda Liutprando había bus­cado el apoyo eclesiástico y del Papado, pues ése era el principal impedi­mento para la total hegemonía y dominio longobardo sobre Italia.

Las posibilidades de una intervención militar bizantina en Italia se habían ya eclipsado definitivamente con el colapso de Justiniano II en 695. Aunque todavía durante un tiempo los papas, bastantes de ellos de origen sirio, se mostraron deseosos de colaborar políticamente con el Imperio, la verdad es que éste carecía de los medios necesarios para hacer efectivas sus reclama­ciones legitimistas. Las leyes contra el culto de las imágenes impuestas por el emperador León III en 726 alejaron todavía más al Papado y la Iglesia italia­nas. Los esfuerzos imperiales para imponerlas en la península además de fra­casar definitivamente en 732 llevaron al desafecto de una parte de la pobla­ción del Exarcado a consecuencia de sus necesarias medidas impositivas, produciéndose en la mayoría de las ciudades de la Pentápolis y del Exarca­do una auténtica rebelión contra el gobierno bizantino. En estas circunstan­cias los papas acabaron por convertirse en los auténticos defensores de la independencia de la Italia central, de Roma y del ducado romano, frente al expansionismo longobardo. Tras haberse anexionado los ducados de Bene­vento y Espoleto, Liutprando llegó a un acuerdo con el papa Zacarías (741 - 752), con el compromiso de respetar la independencia de Roma y el dominio imperial en la aislada Ravena.

2.4.10. La intervención franca: los Estados pontificios y el fin del Reino longobardo

La tregua entre el Reino longobardo y el Papado fue renovada en 752 entre el nuevo rey Astolfo (749-756) y el papa Esteban II (752-757). Sin embargo el longobardo desconfiaba de la neutralidad pontificia. Tras inte­grar a los romanos en su ejército y anexionarse lo que quedaba de los domi­nios bizantinos en el norte, Astolfo se dispuso en el 753 al asalto de Roma. El papa Esteban, que había demandado en su ayuda inútilmente al empe­rador, se dirigió esta vez al nuevo poder de Occidente: el rey franco Pepi­no II el Breve (752-768). Las expediciones francas del 754 y del 756 detu­vieron la expansión longobarda, obligando a Astolfo a devolver al Papa los territorios ocupados supuestamente donados a la sede petrina por el empe­rador Constantino, según un falso documento que se fabricaría pocos años después, además de convertir al Reino longobardo en tributario de los fran­cos, que mantendrían ya un cuerpo expedicionario de manera permanen­te en el mismo.

El Reino longobardo tenía sus años contados. Sólo faltaba que un nuevo y ambicioso soberano franco diera el paso decisivo de su anexión frente al

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peligro de un rey longobardo, Desiderio (756-777), que apoyaba a sus ene­migos internos. En abril del 774 el futuro Carlomagno (768-814) deponía a Liutprando, enviándolo al monasterio de Corbie, cerca de Amiens, y asumía él mismo la corona longobarda en Pavía.

2.5. La Islas Británicas celto-romanas y anglosajonas

En su Historia eclesiástica del pueblo de los anglos el monje Beda, en el primer tercio del siglo VIII, consideraba a las Islas Británicas como una uni­dad geográfica, a pesar de que para él Irlanda (Hibernia) era en gran medi­da un país fabuloso, mayor y de mucho mejor clima y mayor riqueza que la Gran Bretaña (Britania). No obstante la diversidad de lenguas y etnias -lati­nos, pictos, escotos, britones y anglos- de las gentes que vivían en Britania, Beda consideraba que formaban una unidad por participar todas ellas de la recta fe cristiana. Una fe cristiana que Beda sabía brillaba con un especial resplandor en la fabulosa Irlanda.

2.5.1. De la Britania romana a la anglosajona

Ha sido tradicional contemplar la evolución histórica de las sociedades isleñas como esencialmente diferente de lo acontecido en otros territorios que formaron parte del Imperio romano en Occidente. Por un lado la antigua Britania romana habría constituido el primer territorio occidental en ser aban­donado por el ejército imperial. Mientras que más al norte el territorio de los pictos nunca había estado sometido a Roma, y lo mismo había sucedido en Irlanda; en ambos lugares habían subsistido las antiguas poblaciones célti­cas con sus propias tradiciones culturales y estructuras sociales y políticas. Buena parte dé ello se ha debido al tradicional énfasis nacionalista de la his­toriografía inglesa y también a la visión de la inexpiable guerra entre inva­sores germanos e indígenas celtorromanos que se dibuja en fuentes tardías, como son la Historia d e los britones, también conocida_por el nombre de su supuesto autor, Nennio, no anterior al siglo IX, y varios poemas épicos gale- ses, o de carácter moralista y tendencioso como la obra de Gildas (c. 540) Sobre la ruina de los britones. En todo caso resulta imposible de estos textos obtener ningún cuadro cronológico de lo sucedido. Mientras que por su par­cial explotación de los testimonios toponímicos y una investigación arqueo­lógica reciente en antiguos lugares de ocupación romana están arrojando más y diferente luz sobre esta tradicional "Edad oscura" (DarkAge).

Así parecen hoy día algunos puntos claros. En primer lugar tras el aban­dono de la Gran Bretaña por el grueso de las tropas imperiales con la mar-

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Figura 2.5. La colonización anglosajona en Inglaterra (tomado de K. Jackson, según L. Musset, 1967).

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cha del usurpador Constantino III al Continente en el 407, la isla se habría vis­to sometida a una serie de raides y penetraciones constantes por parte de los pictos, desde Escocia, y de los irlandeses. Para protegerse de unos y otros es muy posible que los celta-romanos tratasen de conseguir el apoyo como foederati de grupos armados de germanos -en general sajones y grupos menores de anglos y jutos-, que ya venían frecuentando sus costas con ante­rioridad con periódicas razias anfibias desde las costas del mar del Norte. De ello resultaría el asentamiento creciente de grupos germánicos, organi­zados según el marco de la "soberanía señorial" germánica, en puntos del norte y este de la isla. Incluso es posible que Ecio hacia el 442 tratase de lle­gar a un acuerdo de federación con ellos, en su intento de restauración impe­rial en toda la antigua Prefectura de las Galias.

2.5.2. Los señores de la guerra sajones

En todo caso el hecho fundamental de la historia de la antigua Britania romana hasta mediados del siglo VI no sería el de la hostilidad atávica y cons­tante de celto-romanos y sajones como la desaparición de todo poder cen­tral. En su lugar surgirían una multiplicidad de pequeños reinos o principa­dos, basados en algún lugar fortificado y en un grupo militar vinculado a un linaje nobiliario. Representativo del estilo de vida y poder de estos régulos de origen germánico es el rico tesoro encontrado en Sutton Hoo (Suffolk), perteneciente al enterramiento de un príncipe de Estanglia del siglo VI, toda­vía pagano. Gildas ofrece el nombre de algunos de estos régulos, todos ellos de nombre romano o céltico. De tal modo que se extendió ahora al viejo sue­lo provincial, en el centro y este de la isla, la fragmentaria estructura política a base de pequeños reinos tribales que siempre había existido al norte del muro de Adriano. Pero en el seno de éstos podían vivir gentes de habla cél­tica o germánica, pudiéndose dar alianzas militares entre unos y otros con independencia de la adscripción lingüística de su jefe. Y desde luego no cabe duda que en las tierras bajas de la isla continuarían viviendo grupos de su anterior población celto-romana, no obstante su fundamental germanización lingüística a mediados del siglo VI. Grupos compactos de hablantes celtas, de britones en el estricto sentido de la palabra, habrían también habitado en Devon, Cornualles y Gales. Bastante más difícil es tratar de ver la continui­dad de cualquiera de estos pequeños reinos, muy sometidos a la fortuna gue­rrera de sus régulos, en alguno de los reinos bien consolidados de tiempos posteriores, como podría ser el de Wessex, como pretendería el composi­tor de la Crónica anglosajona de finales del siglo IX.

La Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo VI se nos presenta así como un mosaico de pequeños y lábiles reinos dominados por una nobleza de

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auténticos "señores de la guerra”. En la más rica y sajonizada región meri­dional ciertamente surgiría entonces una cierta primacía del Reino de Wes­sex, en tiempos de su rey Ceawlin (c. 556-593); aunque en modo alguno se puede prestar atención a datos genealógicos que la propaganda wessica de la posterior Crónica anglosajona construyó para justificar pretensiones hege- mónicas de determinada familia. Támpoco parece que se puedan explicar algunos acontecimientos bélicos especialmente celebrados por dicha fuen­te -como la batalla de Dyrham en la que Ceawlin y un tal Cuthwine vencie­ron y dieron muerte a tres reyes de los britones- en un contexto más amplio del avance continuo de los germánicos anglos y sajones sobre los britano- romanos, refugiados en algunas antiguas ciudades romanas.

2.5.3. Entre Kent y Nortumbria. La cristianización

A principios del siglo vil la situación política en la Gran Bretaña aparece ya mucho menos confusa. Así se pueden distinguir dos unidades políticas poderosas, teóricamente sajonizadas, aunque en ambas se habrían integra­do elementos poblacionales britano-romanos: el Reino de Kent, en el sudes­te, con Etelberto (5657-616), y el de Nortumbria, al norte, con Etelfrido (c. 593-617) y producto de la fusión de los anteriores más pequeños de Berni- cia y Deira.

El primero de ellos protagonizaría un hecho considerado esencial por la posterior Historia eclesiástica de Beda el Venerable: su conversión al Cato­licismo romano mediante la misión enviada por el papa Gregorio el Gran­de en el 597 y conducida por Agustín.,, que se convertiría en el primer obis­po de Canterbury. Conversión en la que habría tenido también su papel la esposa del rey, una princesa merovingia. Sin embargo no parece que se pueda hoy seguir aceptando esta visión simplificada de los hechos. De tal modo que la aparentemente fácil misión cristiana de Agustín también debe explicarse por la continuidad de grupos cristianos celto-romanos en anti­guos centros urbanos tardorromanos. Los concilios de la Iglesia gala de los siglos V y VI -Tours (461), Vannes (465), Orleans (511) y París (555)- atesti­guan también la existencia de obispados britones. Es más, en la propia cor­te de Kent ya debía existir un número importante de creyentes con anterio­ridad. Junto a ello y a la misión romana el Cristianismo también se impondría en las pequeñas cortes reales de la época merced a misioneros irlandeses. Estos influjos serían dominantes en Nortumbria a partir del reinado de Oswal- do (633-642), que llamó a monjes de lona para sustituir a Paulino, un misio­nero romano venido junto con otros de Kent en el 625 cuando Edwin de Nor­tumbria contrajo matrimonio con una princesa de aquella procedencia. Sería sólo tras el Sínodo de Whitby (664), con su debate sobre las liturgias roma­

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na e irlandesa de la Pascua, cuando se impondría en Nortumbria el influjo romano. Esencial para la difusión del cristianismo, especialmente en su ver­tiente romana, basada en la fundación de sedes episcopales sería la conti­nuidad de algunos antiguos centros urbanos tardorromanos, como York, Canterbury, Cirencester, Wroxeter, Carlisle y algunos más peor documen­tados. Aunque casi todas estas antiguas ciudades no fueran ya más que cen­tros ceremoniales y administrativos. Por el contrario la cristianización de ori­gen irlandés se polarizó en la fundación de grandes centros monásticos, como serían en la Nortumbria de mediados del siglo vn el de Lindisfarne, de San Pablo en Jarrow y San Pedro en Wearmouth.

2.5.4. La hegemonía de Mercia

Paradójicamente, sin embargo, para aquellas fechas el poder de Kent estaba eclipsado, y en su lugar se había establecido una clara hegemonía de Mercia e incluso del Reino de Wessex. El de Mercia había sido el pro­ducto de la unión de una serie de principados más pequeños, que todavía se detectaban en el siglo vill en la lista de tributos del reino conocida como Tribal Hideage, debiendo su final éxito al haber englobado otro reino en trance de expansión, conocido como el de "Los anglos de en medio”. Dicha primacía de Mercia sería en gran parte la obra del rey Penda (626?-655), todavía un pagano que supo contar con la alianza de príncipes galeses cris­tianos contra la amenaza que representaba la expansión meridional del rey Edwin de Nortumbria (617-632), derrotado y muerto en la batalla de Hat­field Chase (632), éxito renovado después sobre su sucesor Oswaldo en la de Maserfelth (¿Oswestry?). Esta batalla resultaría crucial, pues supuso el fin de cualquier intento de Nortumbria por extenderse hacia el sur y el sudoeste.

La cristianización de Mercia tuvo lugar a mediados del siglo vil, y mer­ced a los influjos irlandés y nortumbrio, estableciéndose en 653 un primer y único obispado para todo el reino, que con el obispo Chad (669-671) se fijó definitivamente en Lichfild. Sería entonces cuando los lazos entre la Iglesia anglosajona y Roma se fortalecerían con la tradición de reyes que renuncia­ban al trono para ingresar en un monasterio y hacer su peregrinación a la sede papal. Tales serían los casos de Etelredo y de su sobrino Ceonred (704- 709) de Mercia, ya precedidos por Caedwalla de Wessex que en el 688 visi­tó Roma para ser allí bautizado por el Papa. Mientras tanto los sucesores de Penda, Wulfhere (658-674) y Etelredo (674-704), habían logrado consolidar e incluso extender el poder de Mercia sobre los sajones y anglos orientales, frente a Nortumbria, con la recuperación de Lindsey (Lincolnshire), y frente al Reino de Kent, duramente saqueado en el 676. La expansión de Mercia

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obligó así a los reyes de Nortumbria a intentar extenderse hacia el norte, sobre los pictos que habitaban entre el muro de Adriano y el Firth of Forth. Una aventura que terminó en la catástrofe de Nechtansmere, con la derrota y muerte del rey Ecgfrith (670-685), que sumergió al reino del norte en un período de turbulencias. En definitiva, en la Gran Bretaña el siglo vin se abría con la incontestable superioridad del Reino de Mercia en toda la región meri­dional, oriental y central de la Gran Bretaña.

2.5.5. Irlanda: un país celta y cristiano

Los siglos de la "Edad oscura" supusieron la plena incorporación a la his­toria y civilización occidentales de Irlanda. La isla no había sido conquistada por Roma y vivió durante los siglos del Imperio con las mismas estructuras sociales y políticas célticas de tiempos anteriores. Esto suponía que la uni­dad política básica era el pueblo-tribu (túath). Era ésta una pequeña comu­nidad de valle a cuyo frente se encontraba un rey, dotado principalmente de funciones religiosas, además de conducir a la guerra a los hombres libres y a los nobles acompañados de sus clientes. El número de estos régulos era por tanto muy elevado, entre 100 y 150 para cada momento; aunque la mis­ma existencia autónoma de su pueblo-tribu dependía de la victoria militar de su rey. Sin embargo con el paso del tiempo se había producido una cierta concentración de poder en la isla que condujo al surgimiento de realezas regionales (ríruirego "rey de los altos nobles"), vinculadas a las que serían las clásicas cuatro provincias de la Irlanda medieval: Connacht, Ulster, Leins­ter y Munster. Dicho proceso de concentración de poder se había incre­mentado en el siglo V, cuando la propaganda de estos reyes provinciales les llevó a fundamentar su hegemonía en los supuestos orígenes míticos de sus dinastías; aunque los pequeños régulos tribales todavía subsistirían hasta el siglo XI. Entre estas monarquías provinciales destacó a partir de mediados del siglo V la de los Uí Néill en el Ulster, con su centro ceremonial en Tara. En el sur destacó la dinastía de los Eóganachta, cuya capital Cashel (del latín castellum) debió ser un centro de importantes influencias britonas y galo- rromanas.

Sería el Cristianismo quien integrara Irlanda a la comunidad europea occidental. Y éste penetraría por su región meridional. Allí serían fundadas a partir del 431 las primeras iglesias irlandesas conocidas por el misione­ro Paladio, probablemente procedente de Auxerre, quien es posible que contara con la existencia de alguna comunidad cristiana fundada ya en el siglo anterior por gentes provenientes del vecino País de Gales. Sin embar­go el tradicional patrono de la Iglesia irlandesa, San Patricio, habría reali­zado su misión en el norte, en el Ulster, con anterioridad al 460. Sin embar-

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go la verdad es que Patricio, un britón nacido en una familia muy romani­zada con una previa experiencia de cautiverio en Irlanda, actuaría prime­ro entre inmigrantes britones en la isla, para ganarse después el apoyo de los reyes de Ulaid (Ulster oriental), constituyéndose en el primer obispo de Armagh. Sin embargo la decisiva cristianización irlandesa sería posterior a ambos, a partir de principios del siglo VI con la fundación de una serie de monasterios en un movimiento de este a oeste que indica su origen galés. No obstante parte del éxito de estos monasterios se debió al patrocinio de miembros de la nobleza y a la utilización de tierras hasta entonces no explo­tadas situadas en las lindes entre los reinos provinciales. Prototipo de todo ello sería Columbano el Viejo (Colum Cille, f597), emparentado con los Uí Néill y con los reyes de Leinster y fundador primero del monasterio de Durrow y luego del de la isla de lona (563), base de la cristianización de los pictos de Gran Bretaña.

2.5.6. Los orígenes de Escocia: pictos y escotos

Pocos pueblos del Occidente de esta época nos es peor conocido que el de los pictos. De ellos no existen fuentes documentales y de su lengua casi no ha sobrevivido ningún resto seguro. Y tampoco puede decirse mucho más del pueblo que en gran medida lo suplantó en las tierras septentrionales de la Gran Bretaña: los escotos, que acabarían dando nombre a todo el territo­rio al norte del muro de Adriano. Los testimonios escritos que de estos últi­mos pudo haber se perderían con su saqueo por Eduardo I de Inglaterra en el siglo xm. De tal forma que la única documentación escrita para ambos pue­blos en estos siglos proviene de los Anales irlandeses, que no son anteriores a mediados del siglo vin, y de la llamada Lista real picta, que en modo algu­no sería anterior al siglo X.

Los pictos, gentes que habitaban al norte del muro de Adriano, empeza­ron a ser con más frecuencia mencionados en las fuentes romanas desde principios del siglo IV, protagonizando frecuentes incursiones de pillaje en la Britania romana, a veces en alianza con los escotos de Irlanda. Una presión hacia el sur que continuaría tras el abandono de la isla por las tropas impe­riales. Así se explica que testimonios de tradición britona, como San Patricio y Gildas, tuvieran una muy mala opinión de los pictos de su época. En todo caso sabemos que entre los pictos se habría dado un proceso de concen­tración creciente del poder, a imitación de lo que sucedía en otras tierras vecinas, de modo que para mediados del siglo VI podemos situar un sobe­rano de los pictos, Bridei MacMaelcon. Este derrotó a los escotos y parece que favoreció la evangelización de su pueblo, recibiendo al famoso monje irlandés San Columbano (543-615). Durante la primera mitad del siglo vn en

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todo caso los pictos se habrían visto enfrentados al creciente expansionismo del reino sajón de Nortumbria. Y sería también del sur de donde vinieran nuevos y renovados impulsos cristianizadores. Sin embargo en 685 Ecgfrith de Nortumbria y su ejército sufrieron una terrible derrota, que permitió la reunificación e independencia del territorio picto bajo su rey Bridei MacBili. Desgraciadamente nada más sabemos de los pictos hasta su total conquista por Kenneth MacAlpin, rey de los escoceses, en 843-844.

Sin embargo las penetraciones de gentes de Irlanda en el norte de la Gran Bretaña habían comenzado mucho antes. Las relaciones entre las actua­les Irlanda y Escocia tenían profundas raíces, pero se habían intensificado a partir del siglo m. El acelerado proceso de concentración del poder que vivió Irlanda a partir de esa fecha es también razón suficiente para explicar un dra­mático incremento de las expediciones de rapiña sobre Gran Bretaña. A par­tir de comienzos del siglo VI hay testimonio del establecimiento de una dinas­tía irlandesa en lo que habría de ser la escocesa Dalriada, entre Glasgow y Salen. Salvo unos nombres de reyes poco sabemos de este primitivo reino escoto, salvo que el Cristianismo se constituyó desde muy pronto en ele­mento esencial, contando desde el 563 con el centro irradiador del mona­quismo irlandés que fue el gran monasterio de lona, fundado por Columba- no el Viejo. La estructura aristocrática de tradición céltica allí instaurada -con grupos tribales bajo el predominio de una familia con sus clientes asentada en un lugar fortificado (dun) - explica que muy pronto surgiera una frag­mentación política que dominó casi todo el siglo vil. Sólo a finales del mismo se produjo un nuevo impulso unificador de la mano de Ferchar el Largo. Sin embargo a partir del 741, y durante un siglo, Dalriada vivió bajo el dominio de los pictos.

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Monarquía y nobleza: las estructuras sociopolíticas y administrativas

3.1. El rey y la realeza

Resulta un hecho irrefutable que la vida política de Occidente en los siglos que nos ocupan se caracterizó por la existencia de dos grandes focos de poder: la monarquía y la aristocracia. Ambos fundaban sus fuerzas, en gran medida, en las mismas realidades sociológicas y económicas.

Pero aunque no es posible explicar la existencia, y la particular evolu­ción, de una sin la otra, ambas rivalizaron en una cruel competición por el supremo poder, no intentando destruir al contrario, sino someterlo a sus pro­pios fines y para su mayor beneficio. Los historiadores modernos conoce­mos demasiado bien cuál fue el resultado final de esta lucha: el predominio de la aristocracia, con la constitución de poderosas y cerradas noblezas que monopolizaron a la vez el dominio sobre la tierra y sobre los hombres, y la temporal pero larga marginación de la idea de poder público y de unidades estatales suprarregionales.

Sin embargo, este resultado se alcanzó con variedades locales diferen­ciadas, con desajustes cronológicos e incoherencias ideológicas. Estas des­igualdades se explicarían en última instancia por las distintas situaciones de partida -tanto en el elemento germano como en el provincial romano- y por las particulares circunstancias históricas en que se formaron los diversos Estados occidentales de aquellos siglos; pero no cabe duda de que preci­samente la diversidad constituyó lo esencial del sentido histórico de los rei­nos romanogermánicos.

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3.1.1. La nueva Monarquía: síntesis romano-germana

Los fundamentos y orígenes de la realeza de los siglos v-vn han de bus­carse tanto en la Antigüedad germánica como en el Imperio romano. Por lo general se trataba de síntesis desiguales entre ambos componentes.

La doctrina normalmente aceptada en la actualidad es que los antiguos germanos conocieron dos tipos de realeza: la militar (Heerkônigtum) y la sagrada. La primera, que con frecuencia daba lugar a poderes de carác­ter no regio -los duces de los que habla Tácito en su Germania, afirmando que se elegían por su valor militar-, basaba su poder en la fuerza de los séquitos de semilibres y en las clientelas militares (Geíolge). La realeza militar, dotada de múltiples simbolismos de naturaleza y origen marcial y con carácter electivo, tenía su principal razón de ser en los momentos de actividad bélica, y en la época de las invasiones fue factor determinante de numerosas etnogénesis. Por su parte, la realeza sagrada, con simbolismos tomados de antiguos cultos de la fertilidad, permitía la formación de pres­tigiosas y duraderas dinastías que, remontándose a un antepasado mítico divinizado, se constituyeron en los núcleos de procesos fundamentales de etnogénesis (Stammesbildung), con lo que se transformaron en verdade­ras realezas nacionales.

Este último hecho determinó que, en la práctica, la mayoría de las rea­lezas germánicas de la época de las invasiones fuese de tipo mixto. El poder y la autoridad de este tipo de realeza tenía una doble base: la ' ‘soberanía seño­rial" (Hausherrschañ) y el derecho de bann. La primera, compartida con los miembros de la aristocracia, incluía el dominio sobre una familia -contando en ella también a los esclavos-, sobre su lugar de asentamiento y sobre los diversos séquitos de semilibres o clientelas armadas; estas últimas se basa­ban en la fidelidad y en una amistad de naturaleza semejante a la existente entre parientes. El poder de bann se basaba en el derecho y obligación por parte de la realeza de mantener la paz pública, y posibilitaba dictar orde­nanzas, juzgar y realizar operaciones de policía. En contrapartida a estos poderes reales, los miembros libres, que podían llevar armas, de un pueblo tenían el derecho a resistir u oponerse al soberano (Widerstandsrecht), lle­gando incluso a deponerlo en caso de extralimitación de funciones o de pro­bada ineptitud.

No vamos a insistir aquí en las características del poder imperial tardo- rromano, sino simplemente señalar cómo se produjo esa mezcla desigual de los precedentes tardorromanos y germanos en las monarquías occidentales de los siglos V-VII. Resulta indudable que todos los reyes de la época eran ante todo soberanos de las agrupaciones populares a cuyo frente se encon­traban situados y que, en este sentido, pueden considerarse como un pue­blo-estado. A este respecto, los títulos con que estos reyes aparecen en los

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documentos de carácter oficial y en las crónicas de la época son un testimo­nio muy gráfico de lo que acabamos de señalar: rex vandalorum et alanorum, rex (gentis) francorum, rex (gentis) gotorum o longobardorum, etc. Cuando la intelligentsiya de las nuevas monarquías consideró conveniente y necesario fundamentar la total independencia de sus estados frente al poder imperial -como ocurrió muy especialmente en tiempos de la ofensiva de Justiniano a mediados del siglo V I - se recurrió a la vieja noción helenística del derecho de conquista, cuyos beneficiarios habían sido las naciones germánicas. Para san Isidoro de Sevilla, la legitimidad de la soberanía visigoda tenía su fun­damento en la toma de Roma por Alarico en 410, pues Roma había sido la urbs omnium victrix.

3.1.2. Bizancio y los reyes

En teoría el poder real se consideró siempre un monopolio de las gen­tes germánicas. Sin embargo lo cierto es que la mayoría de tales realezas intentó insertarse de una u otra manera en la teoría imperial romana o, mejor dicho, protobizantina.

Sin duda, el caso a este respecto más llamativo sea el constituido por el ostrogodo Teodorico. Este, aunque típico representante de “rey militar” de una nación germánica (Heerkonig), había derrotado al tirano Odoacro por mandato del emperador legítimo, y había sido investido del título de patricio romano; un título por lo general reservado para los más altos gene­rales del Imperio. Su posterior aclamación real por sus godos, que for­malmente constituían un ejército federado del Imperio, se asemejó a las imperiales. Por ello Teodorico se esforzó por obtener en 497 el reconoci­miento de su dominio sobre Italia por el emperador Anastasio. Este reco­nocimiento consistió simbólicamente en el envío de los ornamenta palatii occidentales, que habían pertenecido a los últimos emperadores en Occi­dente, y en la vestís regia. Además Teodorico unió a ellos el título de Flavio, que recordaba su entronque con la segunda dinastía ñavia, la de Constan­tino el Grande, para situarlo como una especie de verdadero vice-empe- rador de Occidente. Con capacidad para designar a un cónsul y habiendo emitido moneda áurea, Teodorico podía ser considerado un verdadero prin­ceps romanus, e incluso “augusto”, como reza una significativa inscripción contemporánea.

Unas imitaciones imperiales menos formales, pero tal vez de mayor sig­nificación histórica para el futuro, se produjeron entre los longobardos y, sobre todo, en el Reino visigodo de Toledo. En ambos casos, el modelo inmediato era el ofrecido por el emperador bizantino a finales del siglo VI

y sus grandes lugartenientes -exarcas y patricios- de Occidente. El rey

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visigodo Leovigildo (568-586) fue quien primero utilizó vestimentas como las del emperador, corona y trono, e inició la acuñación de moneda áurea con su efigie y nombre. El rey visigodo de Toledo, que recibía el titulo de glorioso y Flavio, acumularía otros apelativos propios de la realeza impe­rial en el siglo vn, los cuales serían utilizados principalmente por los escri­tores eclesiásticos: serenissimus, tranquillisimus, e incluso princeps y divus. Mientras que el poder real era definido como maiestas; en compañía, eso sí, de su pueblo. A semejanza de Constantinopla, Toledo, la capital visigo­da, fue denominada urbs regia; su topografía, en algunos aspectos, recor­daba también la residencia imperial, contando con una iglesia palatina dedi­cada a la mártir local Eulalia y otra adjunta al hipódromo, lugar donde se realizaba la proclamación real, dedicada a los apóstoles Pedro y Pablo. Por su parte, el soberano longobardo Agilulfo (590-616), Flavio y excellentisi- mus, fue el primero de los suyos en utilizar trono y corona. Finalmente, tan­to en el Reino visigodo de Toledo como en el longobardo de Pavía se pro­dujo un cierto sentimiento de monarquía territorial desligada de la originaria gens germánica. Un fenómeno reflejado perfectamente en los términos de Spania (y Gallia) y regnum Spaniae, utilizados para definir el Estado visigo­do ya avanzado el siglo VII, y en el título de rex totius Italiae, de la corona de Agilulfo.

Aunque en menor grado también se pueden observar testimonios de esta imitación imperial en otras monarquías. El soberano burgundio buscó el títu­lo de patricio, reconociendo así una teórica subordinación al Imperio, como general del mismo, en el gobierno de sus súbditos romanos. Y el mismo Clo- doveo I (481-511) recibió de Anastasio el título de cónsul honorario y reco­rrió las calles de Tours revestido de la púrpura y la diadema para ser acla­mado por la multitud como Augusto. Con este tipo de actos simbólicos se mantuvo entre los independientes Estados occidentales la noción de una uni­dad más amplia, representada por el Imperio y el emperador de Constanti­nopla, unidad que adoptaría en los usos diplomáticos y de la Iglesia la for­mulación de una comunidad de soberanos unidos por teóricos lazos familiares: de padre (emperador) a hijos (reyes).

3.1.3. Cristianismo y realeza: la unción real

Fue la Iglesia la que introdujo una característica muy original, aunque ya fuertemente enraizada en la realeza imperial del Bajo Imperio, de las nuevas monarquías romano-germánicas: la mixtificación de éstas mediante con­cepciones teocráticas, lo cual dio lugar a veces a nuevas y originales teorías sobre el poder real. Tanto los soberanos longobardos a partir del 643 como merovingios consideraban su poder como emanado, en última instancia, de

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la divinidad: rex in Dei nomine rezan las fuentes eclesiásticas o legales. Clo- tario II (584-629) fue considerado incluso como un nuevo David. En el siglo vni, la realeza anglosajona, con raíces puramente germánicas, se había teñi­do ya de concepciones teocráticas introducidas con su conversión al Cris­tianismo. No obstante, este tipo de concepciones alcanzaron, sin duda, su máximo grado de desarrollo entre los visigodos de Toledo. Al principio tales concepciones se realizaron bajo el prisma de la imitatio Imperii, como seria la coronación episcopal, y ya Recaredo (586-601 ) llegó a ser tildado de nue­vo Constantino por el cronista eclesiástico Juan de Biclara; muy pronto se introdujeron simbolismos totalmente innovadores, tendentes a enraizar con la supuesta realeza bíblica.

Punto central en esta nueva orientación teocrática de la realeza visigoda fue la ceremonia de la unción real, atestiguada por vez primera en la coro­nación de Wamba (672-680), pero tal vez practicada ya a partir de 653 con la elevación al trono de Recesvinto. En conexión con esta concepción teo­crática, ya con anterioridad Isidoro de Sevilla desarrolló una teoría referen­te a la responsabilidad del rey, a su poder delegado de Dios, y a la legitimi­dad de su deposición, que queda resumida en su famosa sentencia: Rex eris si recte facias; si non facias non eris: "Eres rey si obras con rectitud, sino no lo eres”. Esta concepción del poder real como un ministerium, semejante al del episcopado, se relacionaba con la construcción de una nueva aretología real basada en la pietas y la iustitia.

3.1.4. Un problema mal resuelto: la sucesión real

Por último cabe señalar que esta mezcla de elementos de la tradición germánica y de la imperial romana encontró también su plasmación en la cuestión fundamental de la sucesión a la corona. En las monarquías donde el elemento germano era predominante, o donde una familia había alcanzado gran prestigio y poder en el proceso de asentamiento, la sucesión heredita­ria fue la norma general. Éste era el caso de los diversos reinos anglosajo­nes y también de los vándalos, ostrogodos (hasta casi el final) y merovingios. Entre los vándalos, Genserico pudo imponer un rígido sistema hereditario basado en el seniorato (tanistry), según el cual la corona sólo pasaba a la segunda generación una vez que hubieran desaparecido los representantes de la anterior.

Un sistema que tiene paralelos entre los celtas de Irlanda y que Gense­rico pudo tomar de la realeza bereber con el fin de evitar peligrosas disen­siones en el seno de su familia. Mientras que en los demás casos el principio hereditario, de padres a hijos, siempre se vio amenazado por el electivo, ejercido por parte de los hombres libres (ejército) o bien de consejos aris­

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tocráticos restringidos. En el caso de los Merovingios, aunque se considera­ba imprescindible la pertenencia a la familia real, tras la muerte de Dago- berto I (625-659) se impuso incluso la elección mediante una asamblea de nobles laicos y eclesiásticos. Al ser ya la monarquía merovingia de carácter único se puso fin a las prácticas típicas del siglo VI de particiones capricho­sas del reino entre los hijos del soberano reinante, que suponían una con­cepción patrimonial del reino.

Este último hecho indica en qué medida los principios, germánicos o no, se amoldaron a las condiciones históricas concretas de cada reino y de cada momento; máxime si se tiene en cuenta que la sucesión al trono se constituyó en piedra de toque de la confrontación estructural entre monar­quía y áristocracia, siendo esta última partidaria del sistema electivo, rea­lizado por ella misma. De este modo se comprende que en el Reino visi­godo se tratara de imponer en el siglo vil siempre el sistema electivo, a pesar de ciertos intervalos semiher edit arios representados por el predo­minio de prestigiosos linajes.

Sin embargo lo cierto es que la "monarquía militar” visigoda había sido fundada por un miembro del prestigiosísimo linaje de los Baltos y que duran­te casi siglo y medio la corona se transmitió de forma prácticamente here­ditaria entre miembros de este linaje. Tras la muerte de Amalarico, miem­bro de los Baltos y Amalos, en 531, ninguna familia pudo monopolizar la corona durante más de dos, como máximo tres, reinados sucesivos.

Aunque sea posible rastrear todavía la importancia de emparentarse con algún miembro de aquel famoso linaje para detentar la corona visigo­da, como pudieron ser los casos de Leovigildo y de su rebelde hijo Her­menegildo (vid. supra, 54). Y ello a pesar de que los soberanos más enér­gicos adoptasen, desde Leovigildo, la práctica bizantina de la adopción de un corregente en la persona del presunto heredero. Es más, el IV Concilio de Toledo (655) intentó institucionalizar la elección real por una asamblea constituida por todos los obispos del reino y la alta nobleza laica; esta regla­mentación, sin embargo, no conseguirá acabar con los tumultos y disputas entre los nobles y la realeza por cuestión tan fundamental.

3.2. Las estructuras de gobierno

Esta misma mezcla desigual de principios germánicos y tardorromanos, o ya claramente protobizantinos, la encontramos al estudiar los grandes ras­gos de la organización administrativa de los reinos occidentales de la épo­ca. A este respecto, las diferencias cronológicas en la constitución de los dife­rentes reinos y su situación en áreas centrales o no de la Romania fueron determinantes.

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3.2.1. La administración central: el palatium

En los escritores contemporáneos la administración central suele recibir la denominación genérica de palatium, lo que revela una evidente herencia terminológica imperial romana. Pero si nos fijamos en los reinos anglosajo­nes la verdad es que ese "palacio” se nos muestra casi exclusivamente ger­mánico. De este modo las diversas cortes anglosajonas estaban organizadas a la manera de las grandes casas aristocráticas: los reyes, que carecían dë residencia urbana fija, obtenían sus recursos económicos de las propieda­des fundiarias y de corveas o impuestos excepcionales de carácter puntual calculados en función de las unidades de explotación agraria (hide). Se encon­traban rodeados por una serie de magnates (thanes) con títulos de carácter doméstico, como senescal, mariscal, etc. Junto a ellos existía un amplio con­sejo aristocrático, el llamado "consejo de los sabios” (Witenagemont), con extensas atribuciones en materia legislativa y de alta política.

Un carácter algo distinto, y con indudables elementos tardorromanos, nos presenta la administración central merovingia. Los reyes francos tam­bién carecieron en la práctica de residencia fija y pasaban parte del año via­jando de un dominio real a otro. Sin embargo sería un error considerar esto como un rasgo puramente germánico. Pues la realidad de unos reyes via­jando lentamente en una carreta de bueyes no era más que la continuación exacta de los tradicionales viajes anuales realizados por los antiguos gober­nadores provinciales romanos, que de esta manera se convertían en accesi­bles para recibir por el camino las quejas de todos los súbditos. Por otro lado se encontraban rodeados de oficiales palatinos de carácter doméstico: el condestable, el copero mayor (buticulanus) y el mayordomo, y este último se constituiría en el siglo Vil en un verdadero primer ministro (vid. supra, 47 y ss.); había uno para cada una de las tres partes constituyentes del reino, Austrasia, Neustria y Burgundia. Pero junto a estos cargos observamos tam­bién la existencia de consejeros de la antigua aristocracia senatorial roma­na, una cancillería de tipo tardorromano dirigida por el refendario e incluso un cargo típicamente protobizantino, el cubiculario o tesorero, con funciones de carácter fiscal. Estas últimas tenían que ver, sobre todo, con las rentas obtenidas de los numerosos impuestos indirectos -telonea, peajes, aduanas, etc. Sin embargo sería inexacto afirmar, como tradicionalmente se venía haciendo, que el fundamental impuesto directo tardorromano, sobre los hom­bres y la productividad de la riqueza fundiaria (capitatio y iugatio), hubiera cesado prácticamente de recaudarse en muchos lugares de la Galia mero­vingia a lo largo del siglo VI. Por lo menos en la Galia meridional y del Róda­no la continuidad de esos impuestos puede documentarse hasta una fecha mucho más tardía, incluso de finales del VU para algunos territorios. Y, en todo caso, más que de su desaparición debiera hablarse de su transferencia a

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miembros de la nobleza, con la práctica de la herencia de los antiguos car­gos públicos, y a la Iglesia por vía de las concesiones de inmunidad.

Una situación parecida fue la de los reinos vándalo y burgundio. Entre los primeros encontramos al praepositus regni, que reunía las funciones domés­ticas propias del mayordomo germano y las cancillerescas y fiscales propias del antiguo vicario de Africa, y que tenía bajo sus órdenes a una serie de fun­cionarios subalternos de tipo doméstico. En el pequeño Reinó burgundio, la cancillería, de tipo tardorromano, se encontraba dirigida por el guaestorpala­tii, quien era asistido por cancilleres en la administración de justicia. Junto al cuestor se encontraban además una serie de funcionarios palatinos de carác­ter doméstico y de suboficiales de carácter ejecutivo (wittiscalci) de tipo ger­mánico.

En el otro extremo habría que situar a la corte ostrogoda de Ravena. Su situación y la misma génesis del poder de Teodorico permitieron a los monar­cas ostrogodos mantener todos los antiguos grandes ministerios de la corte imperial de Occidente. Tan sólo habría que señalar dos pequeñas variacio­nes, con paralelos sin embargo en la corte bizantina de la época: el com es patrimoniiy las funciones ampliadas del cubiculario. El primero de estos dos cargos fue creado, a lo que parece, por Odoacro para administrar los nue­vos dominios de la corona en Italia y los impuestos de las nuevas adquisi­ciones de Dalmacia y Sicilia. Por su parte el cubiculario adquirió importan­tes atribuciones de carácter fiscal, con el control de las importantes propiedades particulares del soberano.

Pero sería en el Reino visigodo de Toledo donde las influencias protobi- zantinas fueron más notables. Fue Leovigildo quien estableció una adminis- tación central con funciones plenamente diferenciadas a la manera tardo- rromana: el ofñcium palatinum, cuyos miembros adquirirían además funciones de carácter consultivo cada vez más importantes. Junto a un jefe de la canci­llería (comes notariorum) se testimonian un conde del patrimonio y otro de los tesoros, encargados respectivamente de la administración del fisco, cons­tituido por los dominios fundiarios de la corona, los impuestos directos -pues la capitatio/iugatio se conservó, incluso con el mecanismo tardorromano de la aderación-, y los antiguos impuestos indirectos heredados del Bajo Impe­rio (aduanas, peajes, collatio lustralis) y de la acuñación de moneda. Además de estos cargos existían otros de tipo doméstico, pero con claros modelos protobizantinos -condestable, cubiculario y varios comites scantiarum-, dota­dos de atribuciones de carácter fiscal sobre el patrimonio regio, que a par­tir de mediados del siglo vil cada vez fueron más importantes, ya que entra­ron en crisis las recaudaciones obtenidas por la vía de la antigua capitatio/iugatio.

Junto a consejeros áulicos y referendarios para la cancillería de origen romano, la corte longobarda de Pavía contaba con otros funcionarios, copia­

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dos del exarca de Ravena, como el cubiculario, el vestiario o el copero (comes pincernarum). Mientras que también existían otros con nombres germánicos, como es el caso del stolesaz, entre otros. Prácticamente unos y otros tenían funciones fiscales. Lo que se avenía bien con el intento, por parte del rey Perctarito (661-662 y 671-688), de volver a poner en servicio el antiguo sis­tema impositivo romano.

3.2.2. El gobierno del territorio: curias, condes y duques

Semejante en espíritu, sistematización y origen fue la organización administrativa territorial en los diversos reinos a que nos hemos referido. También a este nivel fue el Estado ostrogodo el más conservador respec­to a la típica estructura administrativa tardorromana. Siguiendo, en princi­pio, la separación fundamental entre lo militar y lo civil, el Reino ostrogo­do mantuvo la misma estructura en prefecturas del pretorio; además de la de Italia se restauró la de la Galia con capital en Arlés en 510, y se creó poco después otra nueva para las Españas. Junto a los prefectos se matu- vieron, o volvieron a crear, vicariatos y gobiernos provinciales de rango diverso. Junto a esta estructura civil, servida por un personal de origen romano, Teodorico instituyó otra estructura paralela de carácter militar; con la particularidad de que, al estar el ejército compuesto casi exclusi­vamente por germanos, la división administrativa no sólo resultaba fun­cional sino, a la postre, también étnica. AI frente de esta administración militar se encontraba una comitiva especial compuesta por los diversos comites gothorum, instalados en las ciudades con guarniciones germanas o en aquellas provincias con algún ejército o guarnición de maniobras (comitesprovinciae). En el caso de las provincias fronterizas, y siguiendo precedentes tardorromanos, la administración se encontraba unificada en un solo mando, de índole militar. Siguiendo la práctica romana, todos estos condes góticos eran a la vez comandantes del ejército y jueces para sus soldados y familiares, -en este caso, la población germana del reino; pero también en caso de litigios mixtos entre un civil y un militar. Como tribu­nal de apelación existía una comisión real, el comitatus, compuesta tanto por godos como por romanos. A esta unidad en última instancia jurisdic­cional, le correspondía un derecho único de tipo territorial -el antiguo dere­cho imperial romano recogido en el Código de Teodosio- compaginable, a lo que parece, con un derecho gótico consuetudinario y no escrito, al que se daba el nombre de belagines.

Muy semejante fue la situación del África vándala. En ella se mantuvo tan­to la antigua organización provincial y municipal tardorromana como los admi­nistradores (procuratores) para la importante propiedad de la corona. Es

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posible que para el elemento germano -es decir, el ejército-, los mismos comandantes de las típicas unidades tardorromanas de mil hombres, llama­dos milenarios, fuesen a la vez jueces.

Más innovador se nos ofrece el Estado burgundio. Incapaz de mantener los antiguos cuadros provinciales romanos a consecuencia de la extensión y génesis del reino, y habida cuenta de la crisis de las curias municipales, que sólo se conservarían con plena vigencia en Vienne y Lyon, el Estado bur­gundio estableció como piedra ángular de la administración territorial a los condes de ciudad. Al frente de cada civitas o pagus se encontraban dos con­des, uno para la población romana y otro para la germana, que constituía el ejército. Pero al igual que en el caso ostrogodo, y por las mismas razones, también parece que el derecho burgundio -Código de Gundebaldo (501 - 515), lleno de elementos de derecho romano vulgar- tuvo carácter territo­rial, pues la llamada por los editores modernos Lex romana burgundionum no tuvo carácter oficial, ya que tan sólo era un breviario del derecho impe­rial de utilidad consultiva.

Precisamente se debió a los visigodos la extensión y normalización de los comites civitatis. Estos se crearon a partir de instancias tardorromanas sur­gidas en la Galia del siglo V en momentos de grandes preocupaciones defen­sivas. De este modo los condes, normales ya en el Reino visigodo de Tolosa, se convirtieron en el posterior Reino de Toledo en la piedra angular de la administración territorial de nivel inferior al provincial. Sin embargo la gene­ralización de los condes de ciudad no supuso necesariamente la desapari­ción de las curias. En algunas ciudades de gran tradición romana, como Cór­doba, éstas podían todavía permanecer a principios del siglo vm. Aunque sus funciones se habían reducido mucho, perdiendo las relacionadas con la recau­dación del impuesto y el monopolio del poder en las mismas lo tenían unos pocos nobles, los llamados principales, que a veces se hacían llamar pom­posamente senadores. También en el Reino visigodo de Toledo se mantu­vieron las viejas provincias tardorromanas gobernadas por gobernadores (rectores) con exclusivas atribuciones civiles, a ellos estaban subordinadas las curias y magistraturas municipales bajoimperiales, ya en decadencia en bastantes lugares y sin sus fundamentales funciones fiscales del siglo iv. Para­lelamente a esta unidad de jurisdicción, desde fecha muy temprana -posi­blemente desde Eurico, pero con toda seguridad con Leovigildo- el dere­cho visigodo, lleno de elementos de tipo romano vulgar y con pocas huellas germánicas, tuvo un carácter territorial. Pero, significativamente, Chindas- vinto (642-653) y Recesvinto (649-672) llevaron a cabo una profunda reor­ganización administrativa, que siguió tendencias tardorromanas y, sobre todo, los modelos protobizantinos de los exarcados de Cartago y Ravena, lo cual obedecía a la nueva realidad protofeudal del estado. En esencia, se trataba de una simplificación administrativa por vía de la militarización. Desapareci­

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dos los antiguos gobernadores civiles a nivel provincial -en seis provincias, aumentadas luego a ocho-, asumieron totales atribuciones los duces provin­ciae, que en el anterior ordenamiento de Leovigildo eran los comandantes de los ejércitos de guarnición en cada provincia; al mismo tiempo, estos duques pasaron a ocupar los cargos fiscales de la administración central antes señalados. Por debajo de ellos quedaron los condes de ciudad, cuya autori­dad quedaba limitada por la paralela del obispo; y en un escalón inferior se encontraban el vicario del conde y los antiguos comandantes del ejército, organizado a la manera tardorromana: tiufados, quingentenarios y centena­rios. Esta reorganización administrativa se vería reflejada en un nuevo códi­go legal de carácter también territorial y, esta vez, exclusivista: el Liberiudi- cum o iudiciorum, en el que se acoplaron un buen número de disposiciones del antiguo Código Teodosiano, hasta entonces fuente legal de carácter sub­sidiario en la versión reformada de Alarico II (484-507).

Un ejemplo también muy claro de estas influencias protobizantinas sería el de los longobardos. Como unidad superior administrativa se encontraba el ducado, que se tendió a hacer coincidir con el ámbito de las sedes epis­copales, siguiendo una inflación que también se observa en la Italia bizanti­na del Exarcado de Ravena. Los duques longobardos eran los comandantes de los soldados, de origen germano, estacionados en su territorio y sus jue­ces naturales, y tenían también atribuciones fiscales. Para limitar el poder de los duques, los soberanos podían nombrar en algunas ciudades importantes unos delegados regios con funciones imprecisas pero muy amplias: los gas- taldos. Por debajo del duque, se encontraban el sculdahis o preboste, que tenía atribuciones policiales, militares y fiscales a nivel local, siendo el equi­valente del tribuno de la guarnición de cada ciudad de la Italia bizantina, y una serie de suboficiales del ejército longobardo, el cual estaba estructura­do a la manera protobizantina: centenarios y decanos.

Para la población romana, y en problemas de orden interno, se recono­cía cierta autoridad a los llamados conventi o juntas vecinales, sustitutivas en cierta medida de las antiguas curias, ya desaparecidas. Este último hecho era, al mismo tiempo, reflejo de la distinción fundamental existente en el Esta­do longobardo entre el elemento germano, el único con plenos derechos políticos porque componía el ejército, y el romano; esta distinción se tradu­ciría en el carácter no territorial sino personal de la primera legislación logo- barda, el Edicto de Rotario, de 643, al menos en el derecho privado, que man­tendría características germánicas notables junto a préstamos visigodos, merovingios o protobizantinos. Sin embargo, al consolidarse ya desde fina­les del siglo vil la unidad entre el elemento germano y el romano -siempre bajo el nomen gentis langobardorum-, las posteriores legislaciones de Liut- prando (712-744) yAstolfo (749-756), que mostraban ya claras influencias eclesiásticas, tendrían un carácter territorial.

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AI igual que en la organización del palatium, los francos también se mos­traron en la administración territorial mucho menos conservadores para con las prácticas tardorromanas así como menos receptivos para con las proto- bizantinas. Por otra parte el carácter muy compuesto y heterogéneo de su reino les obligaba a una menor sistematización, e incluso provocaba la anar­quía en los procedimientos administrativos. Desaparecidas las viejas pro­vincias romanas, la base de la administración territorial la constituyó la civi­tas, a cuyo frente se encontraba un conde, llamado grafio en las áreas germanizadas, con amplias atribuciones de carácter civil y militar. En el siglo Vil, estos condes vieron en cierta medida limitados sus poderes por la cre­ciente autoridad del obispo, que en algunos casos (Tours, Le Mans) llegaría a sustituir al conde por completo. A un nivel inferior se encontraban el vica­rio del conde y el centenario. Este último existía, sobre todo, en las áreas más germanizadas y, al frente de tina tropa armada (trustis, contubernio o cente­na), ejercía funciones policiales y de mantenimiento del orden, tal vez here­deras de las de los anteriores reyezuelos tribales francos. Aunque, como en otras parte de la Romania, las antiguas curias municipales romanas habían perdido lo principal de sus funciones fiscales en lo relativo a la recaudación de los impuestos, y en bastantes pequeñas ciudades habían desaparecido, todavía a finales del siglo VI los miembros más distinguidos de las mismas se sentían orgullosos de su pertenencia, haciéndose llamar senatores.

No obstante, en algunos distritos especialmente amenazados por peligros extemos o étnicamente diferenciados se crearon mandos superiores, con el título de duque, que podían ejercer su poder sobre una o varias ciudades. Dis­tintos de éstos, eran los llamados ducados nacionales del este del Rin, verda­deros principados vasallos de carácter prácticamente hereditario. El carácter compuesto de la monarquía franca quedó reflejado en una multiplicidad de códigos legales no territoriales, sino personales. Formados casi todos en la época de Clotario II y Dagoberto I a base de elementos germánicos antiguos y de otras leyes contemporáneas, serían, junto con el viejo Código Teodosia- no (en su versión de Alarico II), la ley de los salios, los ripuarios, los alamanes y los bávaros. El llamado Pactus legis salicae se diferencia de otras legislacio­nes de la época en el sentido de que no es la obra de un rey, sino del pueblo de los francos, su nobleza y una comisión de cuatro sabios en una primera com­pilación que hay que fechar con anterioridad al 511 y realizada por orden de Clodoveo, que sin duda contó para ello con la ayuda de expertos romanos. Por eso tampoco debe extrañar que varios de los capítulos en ella insertos sean de indudable procedencia regia. Revisado en torno al 673, como otros con­juntos legales del reino, la ley sálica se convertiría entonces de hecho en la pro­pia de Neustria. Precisamente este principio personal del Derecho merovin- gio fue ya explícitamente señalado en la Ley de los ripuarios, que se suele fechar al poco de la toma del poder en Austrasiapor Clotario II (613), y que se

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convirtió así en la ley de Austrasia. A los intereses legislativos del mismo Clo- tario o de Dagoberto I (623-638) se debió la Ley de los alamanes, así como la de los bávaros. Pero en estas leyes del siglo vil ya se dice que su promulga­ción no se debió tan sólo a los deseos del rey sino también a los de sus nobles (principes). Junto a esta legislación general también se sabe de concretos actos legislativos realizados por algunos reyes, entre los que destacan los llamados Edicto de Chilperico I, el Decreto de Childeberto II (575-595), el Edicto de Gontrán del 585 y el Decreto de Clotario II del 614. Además los reyes mero- vingios fueron responsables de la convocatoria de los concilios de la Iglesia, en los que se edictaron también normas de carácter secular.

Por último cabe hablar del carácter extremo, por su simplicidad y total alejamiento de los moldes tardorromanos, en la administración territorial de los reinos anglosajones. En realidad, con anterioridad al siglo vm es muy difí­cil hablar propiamente de una administración territorial sistematizada. Fue entonces cuando comenzando por el reino de Wessex se establecieron unas circunscripciones denominadas shire, semejantes a los condados continen­tales y talladas, al parecer, sobre anteriores territorios o principados triba­les. Estos distritos serían gobernados por delegados regios denominados ealdormen, escogidos en su mayoría entre la aristocracia palaciega, los deno­minados thanes. Dichos delegados regios eran además los comandantes de los cuerpos del ejército a reclutar allí, y poseían amplias funciones judiciales y fiscales. Sin embargo, por debajo de estos condados siguieron subsistien­do con gran fuerza las antiguas comunidades aldeanas autónomas y corres- ponsables; organizadas en cientos -los hundred o reunión de 100 hides- a efectos fiscales y judiciales. Dichas comunidades aldeanas poseían capaci­dad jurídica, con el asesoramiento de un inspector o representante real. Este primitivismo se corresponde con la prolongada supervivencia del derecho consuetudinario oral de tipo germánico, con la gran importancia de las for­malidades procesales, con la plena validez del juramento expurgatorio y de las ordalías y con una mayor independencia económica y social de la mujer. Las primeras codificaciones escritas de dicho derecho consuetudinario se produjeron por influencia eclesiástica, ya en una fecha avanzada, en los rei­nos anglosajones de Inglaterra: Etelberto I de Kent, Ine de Wessex (688-726) y Offa de Mercia (757-796).

3.3. La aristocracia frente a la realeza. El protofeudalismo

3.3.1. La sociedad germánica, ¿aristocrática o nobiliaria?

Junto a la realeza, la otra fuerza sociopolítica determinante era, como ya hemos apuntado anteriormente, la aristocracia. Los orígenes de esta aristo­

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cracia eran varios, hundiéndose tanto en las realidades germánicas como tardorromanas de la época de las invasiones. En la actualidad no es posible negar que las sociedades germánicas de la época de las invasiones tenían fundamentalmente una estructuración de tipo aristocrático, siendo su piedra angular esa "soberanía señorial" a la que antes aludimos. Sin embargo, una aristocracia de sangre, gentilicia, una verdadera nobleza (ñdel), sólo se pue­de testimoniar entre algunos pueblos.

Éste sería el caso de la vieja nobleza vándala y sármata, prácticamente eli­minada por Genserico al fracasar el complot urdido contra él en 442. Tal vez hay que considerar representantes de una nobleza de sangre a los seniores gentis gothorum, que firmaron en el III Concilio de Toledo, de 589, y desde lue­go no faltan testimonios de linajes nobles entre los godos, algunos de los cua­les en el siglo v incluso se atrevieron a competir con los poderosísimos de los Baltos y Amalos. Si entre los burgundios su existencia es sólo hipotética, no parece que pueda ponerse en duda su presencia entre longobardos y anglo­sajones. Entre los últimos, sus representantes eran los numerosos linajes prin­cipescos de los siglos V y parte del vi, con antepasados míticos en el Conti­nente. Mientras que entre los longobardos se tiene constancia de la existencia de al menos tres linajes reales -Lithings, Gauses y Beleos-, y de toda una serie de familias ducales. Estas noblezas se fortalecieron con las conquistas.

Pero aun en el caso de pueblos como el de los francos, en los que tal vez no sea posible atestiguar una nobleza germana primitiva, existían otras posi­bles bases para la constitución de tales aristocracias. Ya con anterioridad hemos señalado como un elemento básico de las sociedades de tipo ger­mano, y de la misma realeza, la existencia de clientelas militares de hombres libres (Gefolge), de las cuales las más poderosas eran sin duda las depen­dientes de los reyes. Pues bien, los herederos de tales clientelas armadas se documentan en todas las monarquías de los siglos V-VII, con términos que evocan su primitiva emanación de una fundamental "soberanía señorial": antrustiones francos, gardingos visigodos, gasindos longobardos y gesiths anglosajones. Con la constitución de los nuevos reinos y el monstruoso enri­quecimiento de los reyes en patrimonios fundiarios se hizo normal la retri­bución de los servicios armados de esos clientes o compañeros mediante entrega de tierras.

3.3.2. Supervivencia de la antigua nobleza provincial y municipal romana

Por su parte, ya hemos visto que, salvo contadas excepciones -longo- bardos y vándalos, como consecuencia de las especiales circunstancias de sus respectivas invasiones (Arrianismo militante y fidelidad senatorial al Impe­

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rio)-, la vieja y poderosísima nobleza senatorial tardorromana logró mante­ner sus antiguos privilegios socioeconómicos y aun reforzarlos, gracias a un mayor intervencionismo político en las nuevas monarquías. Stroheker ha demostrado que, a lo largo del siglo v, en los territorios situados al sur del Loira se mantuvieron, en lo esencial, los antiguos linajes senatoriales del siglo IV, aumentados con los emigrantes de las áreas más septentrionales. Estos linajes junto con las familias de los principales de las antiguas curias, mono- polizadores prácticamente de todas las sedes episcopales, no hicieron sino aumentar su influencia y poder, primero en el Reino visigodo de Tolosa y lue­go entre los francos. Signo de su conciencia de casta y de su orgullo étnico y cultural sería la utilización por todos ellos del epíteto de senador, tanto en la Galia como en España. Los numerosos concilios de la Iglesia gala -nueve entre 511 y 626- se constituyeron en una especie de participación política de poderosísimos epígonos senatoriales, tal y como lo fue, en cierta medi­da, el de Agde, en 506, frustrado por la catástrofe goda de Vouillé. Estos lina­jes nobiliarios galorromanos, andando el tiempo, se convertirían, entre otras cosas, en el elemento portante del particularismo aquitano. En la península Ibérica, los epígonos senatoriales y los principales de las más importantes ciudades no sólo serían capaces de superar la tormenta del siglo V, sino tam­bién de fortalecer sus posiciones socioeconómicas en los años de crisis del poder central, entre el fin del Imperio de Occidente y Leovigildo. Estos que se llamaban a sí mismos senadores, dueños de grandes patrimonios fundía­nos y monopolizadores de los episcopados, entraron muy pronto a ocupar los puestos clave del estado visigodo, sobre todo tras la conversión de Reca- redo, en 589.

En otras regiones de la antigua Romania también es posible observar una evolución paralela. Así en la Italia bizantina los antiguos miembros del senado de Roma se vieron cada más reducidos a una orgullosa nobleza provincial, no desdeñando ya desde finales del siglo VI ocupar o, mejor aún, ser un factor decisivo en la lucha entre las facciones del clero pontificio por la sucesión papal, Mientras que en las ciudades provinciales antiguos senadores, o principales de las curias se constituían en noblezas urbanas de ámbito local o provincial con un poder creciente en la medida en la que en ellas se integraron las fami­lias de los funcionarios civiles y militares puestos allí por el Imperio. De este modo en las ciudades del Exarcado a finales del siglo vn los cargos de duque o tribuno se habían convertido en prácticamente hereditarios.

3.3.3. La lucha por la tieira y los hombres

Sin embargo, es indudable que estas poderosas aristocracias tenían nece­sariamente que entrar en conflicto con la realeza. El núcleo de este conflicto

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habría de constituirlo la lucha por el control de las dos fuentes esenciales del poder económico, social y político en aquella época: la gran propiedad fun- diaria y los hombres dotados de capacidad militar. A la gran propiedad ya nos referiremos en un siguiente capítulo. Lo segundo se conseguiría por medio de unos cauces institucionales que desembocaron, ya en época caro- lingia, en el régimen feudovasallático clásico.

Estos cauces institucionales, muy semejantes para todo Occidente, se formaron a partir de precedentes germanos y tardorromanos. Ya hemos tra­tado de los primeros al señalar la importancia de los séquitos de semilibres y de las clientelas armadas dentro del ámbito general de la "soberanía seño­rial" (vid. supra, 28 y ss.). Convendría, pues, que ahora nos refiriésemos bre­vemente a los segundos. Mientras que más adelante veremos cómo la insti­tución del patrocinium había permitido a la gran aristocracia senatorial imponer lazos de dependencia al numeroso campesinado libre mediante la práctica de la encomendación (vid. infra, 141 y ss.).

De esta forma a finales del siglo IV dichas relaciones de patrocinio habían funcionado a unos niveles sociales diferentes, con consecuencias enorme­mente importantes en el discurso político. Una práctica tardorromana, segui­da por la gran aristocracia senatorial, había sido recibir bajo su patrocinio a bandas de soldados, a quienes mantenían y armaban a cambio de sus ser­vicios de policía o en las luchas privadas, y a los que se daba el nombre genérico de bucelarios. A pesar de las numerosas prohibiciones, el poder imperial había sido incapaz de erradicar tales prácticas. Las nuevas condi­ciones creadas por las grandes invasiones en el siglo V, con una inseguri­dad creciente y una quiebra del poder central, no habrían sino favorecido su extensión y arraigo, máxime si se piensa que los germanos invasores con­taban con realidades sociopolíticas muy semejantes a estos bucelarios o sol­dados privados. Significativamente, el primer Estado germano constituido, el de los visigodos de Tolosa, no sólo legalizó el bucelariato, sino que regla­mentó que el patrono tenía que entregar a los bucelarios una cierta cantidad de tierra a título condicional, pero heredable en el caso de que su hijo siguie­se prestando los mismos servicios de armas. Resulta indudable que en las cambiantes circunstancias políticas de los nuevos reinos de Occidente este tipo de clientelas armadas había de constituirse en un poderoso factor de movilidad social, y más concretamente de ennoblecimiento, puesto que en las frecuentes luchas por el trono, o rebeliones, estos clientes armados desem­peñaban un papel esencial.

Finalmente, el conflicto entre la aristocracia y los reyes por dominar ambas fuentes de poder y riqueza sería tanto más agudo al ser éstas cada vez más ínter dependientes. El proceso creciente de señorialización en la gran pro­piedad y la cada vez mayor debilidad de los intercambios comerciales espe­cializados y con base en la moneda convertían la tierra, con su correspon­

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diente fuerza de trabajo humana, en la principal y casi única fuente de rique­za tanto para la aristocracia como para la realeza. Además esta tierra era la única fuente de riqueza capaz de mantener a las clientelas armadas, funda­mentales en la obtención del poder político necesario para aumentar la rique­za fundiaria. Por ello se comprende que, si en los siglos V y vi la posesión del llamado tesoro regio de base metálica aún constituía una piedra de toque de las luchas por el trono en los nuevos reinos occidentales, posteriormente desapareció de escena en beneficio de la tierra y de las clientelas armadas. Esta mutación permite comprender, entre otras cosas, el progresivo aban­dono por los nuevos Estados del sistema fiscal tardorromano -basado en los impuestos directos y en la tasación-, que anteriormente hemos analizado, y

los cambios en el reclutamiento militar, a los que nos referiremos seguida­mente. No obstante, dado que las bases socioeconómicas y políticas de par­tida, así como las circunstancias concretas de su génesis, fueron diferentes para los distintos reinos romano-germanos, también lo fueron la evolución y

los resultados finales de tal conflicto aristocracia/realeza.

3.3.4. El prefeudalismo ancestral anglosajón

Fue en el caso anglosajón donde la constitución de unas relaciones de índole protofeudal sería más débil. La importancia de las clientelas armadas entre los anglosajones invasores se reflejaría en la existencia de numerosos lazos de dependencia de tipo personal en los niveles superiores de la socie­dad. Los grandes miembros de la aristocracia, que poseían importantes patri­monios fundiarios con residencias fortificadas (burgh) denominados hlafords, mantenían a numerosos clientes de carácter militar, que recibían el nombre de geneats o gesith. Los clientes del soberano obtenían también con frecuencia funciones de gobierno, y de este modo veían aumentado su poder social y económico, ya que podían apropiarse de una porción de las rentas reales. Pero aún se reconocía la posibilidad a los clientes militares de abandonar a su señor, y la recompensa por sus servicios no siempre fue en forma de tie­rras, y en el caso de serlo se trataba de verdaderas donaciones. En definiti­va, imprecisión en la terminología y laxitud de los lazos vasalláticos por un lado, e inexistencia de verdaderos feudos, por el otro, es lo que impide hablar de verdaderas relaciones protofeudales.

Además, frente a las dependencias de tipo protovasallático, en la Ingla­terra de aquellos siglos siguieron teniendo plena fuerza las antiguas solida­ridades de linaje, propias de un estadio gentilicio. Y ante las aspiraciones de los nobles, los reyes anglosajones contaron con fuertes aliados. La soli­dez de las comunidades aldeanas libres era un freno al desarrollo de la gran propiedad señorial, y permitía al soberano contar con recursos económi-

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cos por via fiscal y, sobre iodo, con una fuerza militar independiente de la nobleza y sus clientelas. De esta manera se explica que los soberanos pudie­sen siempre exigir ciertas prestaciones de carácter público en las tierras de los nobles.

3.3.5. El protofeudalismo itálico: tradición germánica y evolución bizantina

La situación en el Reino longobardo fue ciertamente más compleja. El pro­ceso de invasión había enriquecido y dado gran autonomía a los linajes aris­tocráticos, representados por los duques. Pero cuando se produjo la restau­ración de la monarquía con Autarito (584-590), los duques se vieron obligados a desprenderse de la mitad de sus posesiones o rentas para formar el nue­vo patrimonio regio (vid. supra, 72). Alo largo del siglo vil, el patrimonio real aumentó con las conquistas alcanzadas sobre los bizantinos en Emilia y Jjigu- ria, y con la conquista del trono por el poderoso duque de Benevento Gri- moaldo (662-671). El aumento del patrimonio regio permitió a la realeza cons­tituir una nobleza de servicio a partir de sus clientes personales, los gastaldos, a los que fueron confiadas importantes funciones de gobierno.

Por otra parte el estado continuo de guerra había propiciado la formación de un poderoso grupo de soldados-campesinos libres a disposición del sobe­rano. Pero por otro lado, en la Italia longobarda se generalizó, a lo largo del siglo vn, la práctica de entregar a los diversos funcionarios una cierta canti­dad de tierras reales, las cuales se veían además disminuidas por las dona­ciones hechas a la Iglesia tras la conversión al Catolicismo. Por su parte, los nobles longobardos tenían sus propias clientelas militares de gastaldos. Sin embargo la imprecisión de los lazos de dependencia y la variedad de los tipos de recompensa impiden hablar de una jerarquía feudal coherente.

La asamblea de guerreros hasta entonces dotada de una gran autoridad y poder, a lo largo del siglo vn fue dejando de actuar; su lugar en la elección real y en la elaboración de leyes fue ocupado por una asamblea nobiliaria. Ésta, compuesta al principio por los duques y gastaldos, en el siglo VIH se amplió a los oficiales de la corte, a los obispos y a algunos abades. Signifi­cativamente, una constitución de Liutprando atribuye al noble (primus) una valoración (Wergeld) doble a la de simple libre.

3.3.6. El protofeudalismo plural galofranco

La evolución de la Galia franca en su primera etapa fue parecida en cier­to modo a la evolución longobarda. Pero después se precipitó por unas vías

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claramente prefeudales. Parece indudable que hasta finales del tercer cuar­to del siglo VI, los reyes merovingios gozaron de una autoridad y un poder bastante ilimitados, amparados en la posesión de patrimonios fundiarios muy numerosos y en los restos de la fiscalidad tardorromana. Frente a ellos, sólo un poder podía ofrecerles cierta resistencia: el de los francos libres organi­zados en asamblea militar. El esplendor de la monarquía benefició cada vez más a una nueva aristocracia de servicio: la de los antrustiones o clientes mili­tares del soberano. Éstos, al lograr crearse importantes patrimonios fundia­rios en las zonas situadas al norte del Loira, se constituyeron en una nueva aristocracia fundiaria sobre un territorio abandonado con anterioridad por la nobleza senatorial tardorromana. Portadores de un particular modo de vida de polarización militar, en otros muchos aspectos iniciaron un acercamiento a la vieja nobleza senatorial y urbana galorromana, muy fuerte al sur del Loi­ra, la cual ya había dado en 548 síntomas de oposición a la realeza (vid. supra, 46). Entre finales del siglo vi y principios del vil, la simbiosis y unidad de acción de ambas aristocracias quedaron completadas y selladas, y se cons­tituyó así una verdadera nobleza de sangre (nobiles, maiores natu). Mono­polizados de los altos puestos de la administración laica y eclesiástica y poseedora de sus propias clientelas armadas, esta nueva nobleza fue capaz de oponerse a la realeza y supo aprovecharse sobre todo de la gran crisis dinástica y de la guerra civil de finales del siglo VI, con sus subsiguientes minorías reales. Los reyes se vieron obligados cada vez a realizar amputa­ciones graves de su patrimonio fundiario, ya que entregaban parte de sus tierras a la nobleza en forma de donaciones o, cada vez con más frecuencia, de concesiones condicionales a título beneficial -ya presentes en el pacto de Andelot, de 587- para sus ñdeies. Todas estas tierras, al ser fiscos reales, fue­ron transmitidas con el beneficio de la inmunidad. Al calor de sus poderes públicos, estos nobles pudieron aumentar la presión sobre los campesinos libres mediante el proceso de señorialización, así como acrecentar el núme­ro de sus clientes militares, para los que desde finales del siglo vil se fue imponiendo como denominación el antiguo término céltico de vassus. Esta poderosa aristocracia fue capaz también de imponer a los reyes del siglo vil -incluso a Clotario II o Dagoberto I-, la permanencia de tales concesiones fundiarias, la obligación de elegir condes entre las grandes familias del con­dado, la conservación de los agrupamientos particularistas cristalizados en los Teilreiche de la monarquía (Austrasia, Neustria y Borgoña), así como el carácter electivo del rey por los nobles. A finales del siglo vil, el verdadero juego político se desarrollaba entre los grandes agrupamientos nobiliarios, formados por lazos de dependencia personales de grado diverso y nuclea- dos en torno a sus jefes naturales, los mayordomos de palacio de Austrasia y Neustria. Significativamente, el antiguo ejército de la época de los prime­ros merovingios, formado por francos libres y por antrustiones regios prin-

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cipalm ente, pasó a estar constituido a partir de mediados del siglo vil, en su gran mayoría, por los magnates rodeados de sus clientes particulares, arma­dos y recompensados por ellos mismos. Sin embargo hasta la definitiva vic­toria del linaje de los Arnulfinos a principios del siglo vm (vid. supra, 49) toda­vía la rivalidad entre esos agrupamientos nobiliarios permitía cierto juego, si no al rey sí a la institución real, puesto que del control de la misma depen­dían los principales medios de enriquecimiento y prebendas para los nobles y sus deudos.

3.3.7. El protofeudalismo institucional visigodo

Pero, si al prefeudalismo franco le faltó en última instancia uniformidad de procedimientos y reconocimiento constitucional de las relaciones feudova- salláticas en un sistema jerárquico estable, un paso más en este sentido -tal vez ya decisivo- se dio en el Reino visigodo de Toledo. Las condiciones his­tóricas en que se constituyó el reino hicieron que desde un principio, frente a la realeza, existiese un fuerte grupo de nobles tanto de origen germano como senatorial tardorromano. A pesar de los esfuerzos centralizadores y de reforzamiento del poder real realizados por Leovigildo, el poder de dicha nobleza fue en aumento. La conversión al Catolicismo, en 589, de su hijo Reca- redo (586-601) no hizo sino sancionar la plena unidad entre la antigua noble­za goda y la tardorromana, al tiempo que favorecía el crecimiento del poder socioeconómico e influencia política de la Iglesia. De tal forma que, si obser­vamos las capas superiores de la sociedad visigoda en la segunda mitad del siglo vn, se puede fácilmente comprobar la formación de una verdadera jerar­quía vasallática, en cuya cúspide se encontraba situado el soberano. Por deba­jo de éste se colocaban los potentes, entre ellos los altos funcionarios de la administración (duces y comites), los obispos, los dignatarios palatinos de menor rango (gardingos) y los simplemente grandes propietarios fundiarios. Aunque desde mediados del siglo vil se observa una tendencia a hacer coin­cidir a la nobleza con todos aquellos que ocupaban alguna dignidad o pues­to palatino y formaban la llamada “aula regia”. Tanto la riqueza fundiaria como el desempeño de un alto cargo de gobierno posibilitaban a sus detentores la ampliación del número de personas que podían encontrarse bajo su patro­cinio, al poder concederles propiedades fundiarias a título condicional -sub o causa stipend iicon la obligación de prestar leal obediencia y servicio, por lo general armado. Entre estas personas que podían formar parte de dichas relaciones de patrocinio se encontraban otros poderosos locales, aunque infe­riores, con sus propias clientelas o relaciones de patrocinio.

Así, mientras el rey se convirtió en el patrono de sus dignatarios palati­nos -denominados de esta forma fideles regis-, éstos a su vez tenían en rela­

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ción de dependencia a otros nobles de rango inferior a simples ingenuos (bucelarios). Además, estas mismas relaciones de patrocinio se daban en el seno de la muy poderosa Iglesia visigoda. En su cúspide se encontraban los obispos, que habían alcanzado -al menos desde 633- amplias inmunidades fiscales y judiciales paralas propiedades eclesiásticas. Las consecuencias sociales y políticas de la constitución de tal estructura protofeudal fueron de enorme consideración. En su momento señalaremos también la profunda señorialización de la gran propiedad y la presión aristocrática sobre el cam­pesinado dependiente (vid. infra, 143). Por otro lado, a pesar de los enérgi­cos esfuerzos de ciertos soberanos por fortalecer el poder central, la reale­za, víctima de las continuas usurpaciones y conjuras por el trono, tuvo que ceder a las principales exigencias de la nobleza, aumento de las entregas de patrimonio de la corona a la nobleza mediante donaciones o concesiones beneficiarias, estabilidad de los lazos de dependencia entre el rey y los nobles y de las concomitantes concesiones beneficiarias (636 y 683), y estableci­miento de una especie de inmunidad o habeas corpus para los miembros de la alta nobleza frente a las decisiones reales arbitrarias (683). Por último, la nobleza consiguió imponer el criterio electivo en la sucesión real en el seno de la propia nobleza laica y eclesiástica y la constitución de un órgano cole­gial, los concilios generales, de los obispos y los miembros de la nobleza palatina, como alto tribunal de justicia y como asamblea legisladora y con­sultiva en asuntos de alta política.

El establecimiento de esta estructura protofeudal en el Reino visigodo obligó, desde mediados del siglo vn, a un abandono de la antigua fiscalidad de tipo tardorromano, a la constitución de un ejército compuesto por nobles y sus clientelas armadas privadas -leyes militares de Wamba y Ervigio- y al establecimiento de poderosos mandos provinciales muy autónomos y con tendencia a hacer heredables los ducados.

Estos últimos hechos, unidos a las irreductibles disputas en el seno de los varios agrupamientos nobiliarios por conseguir la supremacía y al ana­cronismo representado por una institución real de tipo protobizantino, enca­minaron al Estado visigodo, a principios del siglo vni, hacia su disolución en principados territoriales dominados por agrupaciones nobiliarias particula­ristas. Esta evolución sería, sin embargo, interrumpida bruscamente por la invasión islámica de 711.

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Las estructuras socioeconómicas del Occidente romano-germano (siglos v-vii)

4.1. Introducción historiográfica

No cabe duda de que es en el plano de las estructuras socioeconómicas, y de sus fundamentales mutaciones, en el que se ha situado uno de los deba­tes esenciales de la moderna historiografía; y ello tanto en una perspectiva de matiz marxista como weberiana. Sustituida para la época que nos ocupa la vieja concepción decadente por otra que acentúa el carácter propio del período, concretado en la particular estructuración de elementos de la Anti­güedad clásica con otros de los tiempos plenamente medievales, es evidente que el análisis de las realidades socioeconómicas deberá centrarse en las transformaciones sufridas por el campo y la ciudad, con el telón de fondo de los diversos factores demográficos.

4.1.1. Esclavos y colonos: un moderno debate historiográfico

Especial interés tiene el estudio del medio rural, dada la supremacía indis­cutible de lo agrario en las sociedades occidentales de estos siglos. Si par­timos del predominio significativo de la gran propiedad senatorial durante el llamado Bajo Imperio, tendrá particular importancia el análisis de los posi­bles cambios introducidos en tal status quo por el asentamiento de grupos de invasores germánicos y el establecimiento de las nuevas formaciones estatales romano-germánicas; máxime si se tiene en cuenta que ambos fenó­

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menos se produjeron bajo modalidades y tiempos muy diversos, y sobre zonas del antiguo Imperio romano dotadas de particularidades específicas por la geografía, la densidad demográfica y por su misma tradición históri­ca anterior. Tampoco puede olvidarse que la tendencia de la evolución socio­económica de estos siglos sería la continua afirmación de dos grandes cla­ses sociales bien definidas horizontalmente: la aristocracia feudal latifundista, con una funcionalidad en su mayor parte militar, y un amplio campesinado dependiente. Polarización social, realizada a partir de criterios económicos y político-ideológicos, que se vería unida a la generalización, aunque con variedades y excepciones regionales, del denominado régimen señorial en la explotación de la gran propiedad.

Si el punto final y la tendencia de la evolución de las estructuras campe­sinas y de la propiedad rural no suscitan gran discusión, sin embargo sí es cierto que en el último veintenio se han levantado dudas y críticas tanto sobre que ese punto de llegada se hubiera alcanzado en estos siglos como sobre las verdaderas raíces del sistema señorial clásico de la plena Edad Media occidental.

Hasta hace veinte años existía un consenso generalizado sobre la evolu­ción confluente del colonato y de la esclavitud, que había conducido a la de facto inmersión de ambos en una clase común de campesinos dependientes con una idéntica función en el seno de la gran propiedad. Tan sólo existían discrepancias cuantitativas, especialmente sobre el aumento o no del núme­ro de esclavos, y de la cronología del proceso, así como en lo relativo a los inicios del llamado sistema señorial clásico, con las típicas prestaciones de operae en la reserva por parte de los tenancieros.

La communis opinio tenía sus raíces en la monografía de 1894 de Fustel de Coulanges sobre el colonato romano, que veía en éste el precedente ins­titucional inmediato del siervo de la gleba. Los estudios posteriores -desde los clásicos de Marc Bloch (escritos entre 1933 y 1944) a los más recientes de A. I. Njeussychin (1956-1961), Robert Boutruche (1959), A. H. M. Jones (1958) e incluso M. I. Finley (1980)- estudiaron las vías por las que el núme­ro de campesinos dependientes, a la manera de los colonos del Bajo Impe­rio, se vio incrementado en los siglos V al vil por antiguos esclavos y cam­pesinos libres, provinciales o germanos. Posiblemente la principal novedad de la investigación en esos años fue la aceptación de que el sistema señorial clásico, de la villa bipartita con los siervos trabajando el indominicatum, fue un desarrollo tardío y fruto de las especiales circunstancias de la gran pro­piedad eclesiástica y regia en el centro de Francia en el siglo vill.

Sin embargo en los últimos veinte años se ha producido un auténtico asal­to al paradigma, y por diversas vías, incluso contradictorias. Por un lado se ha vuelto de nuevo a defender la existencia de precedentes bajo-imperiales del sistema señorial de la villa bipartita con los tenancieros trabajando la reser-

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va. Y, por otro lado, se ha intentado presentar los siglos v-vn como una nue­va edad de oro de la esclavitud de tipo clásico, retrasando la victoria del sis­tema señorial medieval en Europa occidental hasta la frontera del año 1000. Es más, para alguno el mismo colonato bajoimperial no sería más que un 1 ‘mito historiogr áfico

Lo primero encuentra, de una forma más o menos explícita, su funda­mento en las tesis de la llamada "escuela ñscalista" para analizar las rela­ciones socieconómicas existentes en Occidente en estos siglos, cuyos más conocidos exponentes han sido Walter Goffart y Jean Durliat. El medieva- lista canadiense ve el origen del sistema señorial clásico en la estructura dual que habría terminado por tener, ya en el siglo V, la capitatio-iugatio bajoimperial. Pues la debilitada Monarquía merovingia habría acabado por entregar a los grandes propietarios la parte que correspondía al Estado en la fase recaudatoria confiada ya antes a aquéllos. Además los más cualifica­dos de éstos, la nobleza y la Iglesia, habrían acabado por recibir el privile­gio de la inmunidad respecto de la primera fase recaudatoria de exclusivo beneficio estatal. Todo ello habría tenido un testimonio léxico extremada­mente elocuente, al pasar el viejo término fiscal romano census a significar la renta señorial pagada por los tenancieros medievales. Verdaderamente, como afirma el propio Goffart, "del sistema impositivo romano al sistema señorial medieval”. Desde luego el investigador francés es más matizado, al afirmar que el sistema del mansus carolingio es algo nuevo, aunque con un inmediato y muy cercano precedente en el caput bajoimperial. Así los "fiscalistas" vienen a coincidir con la interpretación de tradición marxista de la transición del sistema agrario tardo romano al señorial sugerida por Chris Wickham: si en el primero la extracción de las plusvalías se había hecho en mayor parte a través de los impuestos estatales, en el segundo lo sería mediante la renta señorial.

Sin duda más explosivas, cuando menos en su enunciado, han sido las críticas hechas por Jean-Marie Carrié a la concepción del colonato tardo romano inspirada en Fustel de Coulanges. Pues en su opinión no podría hablarse con propiedad de una homogénea y bien definida condicio colo-

niaria, en la medida que no existe en el Código teodosiano ninguna defini­ción de la misma, su misma tardía vinculación a la propiedad que trabajaban en la descripción fiscal de la misma (adscnptio census) no sería distinta de la introducida a otros grupos sociales cuya pertenencia y funciones de interés público estaban definidos por la ley (corpora), ni su misma vinculación a la propiedad (origo) sería un rasgo específico; además, el colono nunca habría visto alterada su esencial condición de libre, siendo siempre algo muy dis­tintos del esclavo y con un vínculo con el dominus de su tierra muy diferen­te al del siervo respecto de su señor feudal. No es éste el lugar apropiado para una crítica en profundidad a las ideas de Carrié.

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En fin, ha habido también quienes han sostenido las tesis de la existencia de una nueva Edad de Oro de la esclavitud en el Occidente tardo antiguo. Ésta ha surgido en el seno de la escuela medievalista francesa vinculada a Geor­ges Duby; relacionándose también con determinados postulados de la histo1 riografia marxista más moderna, aunque de una forma heterodoxa. Duby ya señaló cómo las condiciones de los siglos V al VU en Europa occidental no eran contrarias al aumento del número de esclavos, al tiempo que intuyó que la nueva servidumbre de la gleba del año 1000 se debió más a la extensión de la señoría banal que a la continuidad y generalización del colonato tardorro- mano. Sin embargo los trabajos posteriores de Pierre Bonnassie y muy espe­cialmente de Guy Bois, muestran una radicalidad muy distinta.

4.1.2. La ciudad y el comercio: de la economía natural al sistema de comercio mundial

En el ámbito urbano, el análisis también debería centrarse en torno a la problemática planteada por las continuidades y discontinuidades con res­pecto a la Antigüedad clásica. Una tal problemática abarca tanto a la ciudad en su mero aspecto físico -en sí mismo o en relación a todo un territorio cen­trado en ella- como en su contenido social y a su función económica.

También en este terreno las cosas han cambiado mucho en el último cuarto de siglo. Desde Gibbon a Arnold Hughes Martin Jones, pasando por Ferdinand Lot y Mijail Ivanovich Rostovtzeff, ha sido afirmación rotunda la de la decadencia de la vida urbana en Occidente desde el siglo m, sino antes. Crisis y ruina urbanas que se concretaban socialmente en el hundimiento político y económico de las llamadas oligarquías municipales, el ordo decu­rionum. Pero los tiempos han cambiado y recién ha empezado el discurso contrario, tal vez con un exceso de excesos. Partiendo de la situación afri­cana -pioneramente estudiada por Kotula, todavía bajo el viejo esquema decadente, y Lepelley- ha encontrado un adalid en la obra de Jean Durliat, apoyado en la pretendida continuidad de los expedientes fiscales bajoim- periales en el Occidente romano-germánico, y en la brillantez de los regis­tros arqueológicos que las excavaciones están mostrando para la Cartago de los siglos V y parte del VI, que denotarían la continuidad de una impor­tante actividad artesanal y comercial. Mientras que partiendo de estos últi­mos datos, y de otros registros arqueológicos de Italia y la península Ibéri­ca, Carandini ha defendido la continuidad de un gran comercio alimenticio y de cerámicas de lujo en el Mediterráneo occidental durante todo el sigloV cuando menos. De esta forma, a partir de datos arqueológicos, ha vuelto a tomar carta de naturaleza la vieja (1937) tesis de H. Pirenne, para quien el verdadero cese del comercio en el Mediterráneo, la ruptura de la interco­

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municación este-oeste y norte-sur, se habría debido sobre todo a la expan­sión islámica y a las correrías de la piratería sarracena a partir de media­dos del siglo vin.

La visión decadente de las ciudades en estos siglos se apoya, entre otras cosas, en la supuesta crisis demográfica de los países mediterráneos, a con­secuencia de las guerras continuas, la falta de alimentos y las epidemias.

Sin embargo sería falso generalizar estos efectos catastróficos sobre la vida urbana de todo el Occidente mediterráneo; y sobre todo sería necesa­rio tener en cuenta una diversidad regional y cronológica, lo que no siempre es posible a partir de los testimonios con que contamos. En primer lugar se debería matizar mucho el efecto de las invasiones, en especial de las de prin­cipios del siglo V, como causa fundamental del repliegue urbano. Porque lo cierto es que una buena parte de las antiguas ciudades pudo subsistir a las invasiones: ni tan siquiera desaparecieron las grandes metrópolis del Rin -Colonia, Tréveris, Estrasburgo, Maguncia-, tantas veces reedificadas como destruidas. En las tierras mediterráneas los grupos invasores constituyeron siempre una clara minoría frente a la población provincial romana; una mino­ría, además, de clara funcionalidad militar. Por ello tanto en la España visi­goda, la Italia ostrogoda y el Africa vándala una gran parte de los invasores se asentó en la red urbana preexistente. A la atracción de la.ciudad como lugar donde tenía su asiento la vida " a la romana’ ' se unían las mejores posi­bilidades defensivas ofrecidas por sus potentes recintos amurallados, here­dados del Bajo Imperio. En la Italia septentrional y central la ciudad constitu­yó el lugar de residencia preferido de reyes y nobles, y donde éstos acumulaban la mayor parte de sus riquezas, tal y como están mostrando las prospecciones arqueológicas en Verona, Brescia y Lucca.

Pero esta persistencia fundamental de la ciudad y de la vida urbana duran­te aquellos siglos en el Occidente mediterráneo no debe ocultarnos la otra faz del problema: su profunda mutación o metamorfosis. Esta última no sería sino el momento final de una lenta evolución, iniciada cuando menos a media­dos del siglo II, de la que iba a nacer la típica ciudad del Medievo, en esen­cia distinta a la de la Antigüedad clásica.

4 . 2 . Las bases demográficas

Sin duda es en el terreno de la demografía en el que la falta de datos cuan­titativos propia de la documentación se hace más lamentable. Y sin embar­go a partir de toda una serie de observaciones, numerosas pero dispersas, se adivina una característica esencial de la demografía del Occidente en estos siglos V-VII: su extremada debilidad y fragilidad. La población se observa escasa y, además, mal nutrida, con un poco poder de crecimiento vegetati­

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vo; en suma, presa fácil de las nada infrecuentes catástrofes bélicas, ham­brunas y epidemias de la época.

4.2.1. Una larga crisis demográfica

Aunque falta una definitiva comprobación de carácter cuantitativo, pare­ce haber acuerdo general en que una tal debilidad demográfica de los siglos v-vn tiene su base de partida en un proceso ya originado anteriormente, en el Bajo Imperio cuando menos (siglos iii-iv). Sin embargo debemos también suponer unas situaciones demográficas muy variadas según regiones, aun­que tales matizaciones desgraciadamente nos sean en gran medida desco­nocidas.

Lo cierto es que durante los siglos IV y V estuvieron presentes podero­sos factores que habrían de acentuar un retroceso demográfico ya antes iniciado. En primer lugar hay que considerar las pérdidas sufridas por las continuas guerras. Cálculos realizados en su día por A. H. M. Jones sobre la composición del ejército imperial en Occidente revelan una pérdida de vidas humanas en torno a 50.000 para el período comprendido entre el 395 y el 425. Cifra tanto más significativa en la medida en que se trataba de indi­viduos en condiciones físicas y edad óptimas para reproducirse y para una mejor explotación de los recursos alimenticios. A las pérdidas habidas en combate deben sumarse las causadas por el hambre, producto de los nume­rosos sitios de ciudades y del abandono de numerosos campos de cultivo, o incluso de la destrucción de las cosechas durante varios años seguidos. A este último respecto habría que recordar que un estudio de los itinera­rios seguidos por los diversos pueblos o bandas de invasores demuestra que sus avances se realizaron siempre en los momentos óptimos para poder aprovecharse de las cosechas de los territorios a recorrer. Y a las devas­taciones producidas por los mismos bárbaros hay que sumar las ocasio­nadas por los propios ejércitos de defensa y de maniobra romanos, cada vez más acostumbrados a vivir sobre el terreno.

De esta forma las grandes invasiones pueden considerarse indirecta­mente como causa principal de un amplio movimiento de población, y tam­bién de cambio de situación social y económica, en toda la cuenca occiden­tal del Mediterráneo. Sin contar las gentes que huían por miedo, numerosos campesinos se vieron forzados a abandonar sus campos de cultivo para mar­char a las ciudades o territorios más meridionales y seguros. Pero también en éstos no era infrecuente que se vieran sometidos a la esclavitud ante el desbarajuste del gobierno imperial, como sería el caso de muchos ilirios fugi­tivos en Italia en 408. Mientras que en otras ocasiones eran esclavizados por los propios invasores para ser vendidos lejos de sus lares. Mientras, otro

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número no pequeño de estos desgraciados prefería sumarse a la creciente jacquerie -importante en la zona del alto y medio Ebro hispanos y en la Aqui­tania gala-, o a las mismas bandas de bárbaros, como testimonia con cierta exageración Salviano de Marsella a mediados del siglo V para las Galias y las Españas.

4.2.2. El aporte demográfico de los invasores

Pero tampoco puede olvidarse que las grandes invasiones esconden tras de sí todo un verdadero movimiento migratorio de pueblos. Y de esta manera es lógico preguntarse hasta qué punto los invasores pudieron col­mar en número, y aun superar, las pérdidas causadas sobre la misma pobla­ción de la Romania invadida. Pregunta ciertamente inquietante que ha dado lugar a interminables y antagónicos debates, en gran parte originados por la escasez de los datos utilizables y su misma ambigüedad; eso sin contar que se impone siempre un análisis regionalizado, siempre más difícil de hacer.

Antes de nada conviene señalar la práctica imposibilidad de ofrecer cifras absolutas de una cierta fiabilidad en lo relativo al número de invasores. El único dato de tal naturaleza es el ofrecido por Victor de Vita para los vánda- los-alanos de Genserico en el momento de pasar a África: unos 80.000 indi­viduos (vid. supra, 36). Para los visigodos, una de las agrupaciones popula­res cuyos éxitos militares suponen muy numerosa, se ha calculado con bastante fiabilidad un total de 15.000 a 20.000 combatientes en el 416; cifra que, sumando niños, ancianos y mujeres, puede elevarse a un total de entre 70.000 y 100.000 almas. Contentémonos pues con afirmar que todos aque­llos pueblos que vemos desplazarse a lo largo de grandes itinerarios, muy en especial los germanos orientales de la primera oleada, contaron con un número relativamente bajo de personas. Hecho en gran medida obligado por las exigencias de la estrategia de largas marchas y las posibilidades de subsistencia sin producir alimentos durante largos espacios de tiempo. Aun­que a lo largo de sus migraciones tales pueblos pudieron englobar a otros grupos poblacionales dispersos, tampoco se puede olvidar que las sangrientas derrotas -como fueron las de Fiésole, Pollentia o los Campos Catalaúnicos- supusieron también enormes sangrías.

Pero, si los datos a nuestra disposición no permiten concretar con exac­titud el número de los invasores, por otra parte también surgen graves difi­cultades a la hora de señalar su posible incidencia demográfica en las estruc­turas económicas de base, fundamentalmente en la agricultura. Y ello porque el asentamiento de los invasores tuvo diferentes modalidades entre los diver­sos pueblos invasores y según las distintas áreas de asentamiento. En prin­

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cipio, cabría señalar una significativa diferencia entre el asentamiento, en los primeros momentos, de los pueblos ósticos, realizado principalmente sobre áreas centrales de la Romania próximas a las riberas del Mediterráneo, y aquellos otros más tardíos de los germanos occidentales -fundamentalmen­te francos, anglosajones, alamanes y bávaros-, realizados en zonas más mar­ginales próximas a la antigua libera Germania y producidos en el curso de un prolongado espacio de tiempo.

4.2.3. El asentamiento de los contingentes invasores

Antes de seguir adelante convendría señalar ciertas limitaciones de los métodos empleados usualmente por la investigación para dilucidar tales problemas: la onomástica y la arqueología principalmente. La toponimia puede haber conservado trazas de un antiguo poblamiento germánico, bien en grupos aldeanos inmersos en una mayoría de población romana -del tipo Gutones o filani, o los compuestos en Italia y Francia sobre el término ger­mánico fara-, o bien en asentamientos de un miembro de la aristocracia ger­mánica con sus dependientes de diverso origen. Estos últimos serían los tipos compuestos de un antropónimo germánico con el sufijo -ingus, que denotarían un mantenimiento aún de su lengua vernácula, o con la palabra latina villa o curtis. Pero desgraciadamente muchos de estos topónimos per­tenecen a momentos bastante posteriores a las invasiones y al Landnahme germánicos, y denotan tan sólo el prestigio irradiado por las nuevas cortes y aristocracias de origen germánico, puesto que en toponimia, al igual que en antroponimia, la difusión de los compuestos germánicos se debe a una moda -un hecho, pues, de civilización más que demográfico- impuesta con posterioridad. Por su parte, aunque los datos arqueológicos podrían pare­cer a primera vista más seguros, también en este caso puede hablarse de difusión ocasionada por una moda: enterramientos en hilera, ornamentación animalística, etc.

Los problemas de fuentes deberían de tenerse muy en cuenta, sobre todo a la hora de analizar el asentamiento de los grupos de germanos orien­tales. Su menor número, y el hecho de haberse asentado sobre las áreas más densamente habitadas de la Romania, hizo que estos invasores ten­dieran a establecerse en grupos compactos en los puntos neurálgicos del territorio para conseguir el control y dominio militar de un área regional más amplia. Estos puntos neurálgicos eran las ciudades. Lo que no impe­día que los miembros de la aristocracia germana pudiesen ser propieta­rios a la vez de dominios fundiarios exteriores, administrados por lo gene­ral de modo absentista. En el caso de las áreas meridionales de la Galia -Aquitania y Provenza-, el poblamiento visigodo se documenta fundamen­

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talmente en zonas cercanas a los centros urbanos más importantes; princi­palmente en torno a Burdeos y, sobre todo, a Tolosa, centro del poder polí­tico de la Monarquía y de sus seguidores aristocráticos. En cambio, no pare­ce que pueda seguirse admitiendo la tesis de M. Broens de un planificado asentamiento gótico en las áreas costeras de la Narbonense inmediatamente después de la conquista de esta región. Además del establecimiento de los visigodos, en la Galia meridional han sido documentados los de otros gru­pos menores de los llamados bárbaros, por lo general junto a centros urba­nos o puntos de particular interés estratégico: los asentamientos fortifica­dos de piratas sajones en las desembocaduras del Garona y el Loira; los de grupos de alanos en las áreas de Orleans, Valence, Bazas, Tolosa y en la estratégica calzada que iba de esta ciudad, la capital visigoda, a Narbona; o los taifales de Poitou. Estos grupos menores podían ser los descendien­tes de asentamientos laéticos del siglo IV (vid. supra, 27) o bien el resulta­do de pequeñas bandas autónomas o, ya en el siglo V, unidas con los visi­godos. La conciencia de su individualidad étnica se conservaría durante bastante tiempo en el seno del Reino merovingio, como mínimo hasta fina­les del siglo VI.

Algo en parte semejante podría decirse del asentamiento de los bur- gundios en el sudeste de la Galia. En un principio el gobierno imperial los habría asentado como federados en la Sapaudia (Saboya), zona limítrofe defensiva frente a los avances alamánicos: en la Suiza occidental, en torno a Ginebra, y al sur del Jura. Posteriormente, a mediados del siglo V, algunos grupos se asentaron en la llanura del Saona para defender los intereses de la aristocracia senatorial lionesa frente a los visigodos. Al haberse produci­do en algunas zonas un cierto vacío de población galorromana, con un par­ticular debilitamiento y destrucción de la red urbana, varios de estos asen­tamientos pudieron adquirir un marcado carácter rural, patente en la toponimia. Después de la conquista franca, en pleno siglo vn, algunas familias nobles de las zonas del Jura y de Lyon aún podrían mantener la conciencia de su indi­vidualidad étnica burgundia.

Para la península Ibérica no parece que el cuadro del posible pobla- miento germano difiriese en mucho de los casos antes señalados de la Galia meridional. El elemento suevo -cuyo número no debía superar los 20.000 individuos- se asentó seguramente en torno a algunas ciudades de impor­tancia estratégica, militar o político-administrativa del occidente hispano: Lugo, Oporto, Lisboa y, sobre todo, Braga, convertida en su capital. Tradi­cionalmente se ha defendido también para la zona galaica la existencia, en unas fechas indeterminadas del siglo v, del asentamiento de un grupo redu­cido, pero compacto, de britones. Cohesionados por una organización ecle­siástica propia, de tradición irlandesa, y establecidos en las proximidades de Mondoñedo (Lugo), estos britones conservarían su identidad étnica al

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menos hasta bien entrado el siglo VI, Sin embargo la verdad es que las razo­nes onomásticas en que se ha basado dicho aserto carecen de solidez, de tal forma que estamos inclinados a considerar esta inmigración britona más una fantasía neorromántica que una realidad histórica.

Mayores problemas ha planteado a la crítica histórica el asentamiento de grupos visigodos en la península Ibérica. Este asentamiento, que no se ini­ció antes de la década de los sesenta del siglo v, se acrecentó al finalizar la centuria y sobre todo al comenzar la siguiente con el hundimiento del poder visigodo en la Galia después del año 507. Aumentado su número con inmi­grantes ostrogodos durante la etapa de influencia (511-526) del rey ostro­godo Teodorico (vid. supra, 51), el asentamiento godo se realizó principal­mente en áreas urbanas de importancia militar y en una serie de grandes ejes estratégicos que unían el noreste con la zona de Mérida-Sevilla, que recorrían el valle del Duero, desde la actual provincia de Soria hasta la de Palencia, y aseguraban la unión entre ambos. La cartografía de este asenta­miento parece obedecer con claridad a una finalidad estratégico-defensiva frente a las penetraciones suevas y para asegurar la comunicación con los centros de poder aquitanos y con la rica zona de Mérida-Sevilla. Actualmente no parece posible afirmar que estos últimos asentamientos conservaran una clara conciencia de su identidad étnico-nacional -su misma continuidad cro­nológica es incierta- más allá de finales del siglo vi, siendo por ello muy dudo­so considerar como una herencia atávica germana ciertos rasgos arcaicos del derecho y la épica primitivos castellanos. Durante algún tiempo también pudieron conservar una cierta identidad étnica asentamientos menores de otros germanos orientales asociados a los visigodos, como pudo ser el caso de los taifales establecidos en la estratégica Tafalla (Navarra) sobre una ruta de penetración desde Aquitania en el valle del Ebro.

También el asentamiento citado de los 80.000 vándalos y alanos de Gen- serico en el norte de África parece que tuvo un aspecto fundamentalmente urbano. Aunque Genserico repartió un importante número de propiedades fundiarias en la antigua Proconsular -las llamadas sortes vandalicae- entre los miembros de la aristocracia y de su séquito e incluso entre algunos gue­rreros libres, la mayoría de los vándalos-alanos se encontraba acantonada en torno a Cartago y en otras ciudades y puertos de importancia estratégi­ca: Thysdro (el-Djem), Mactar (Mactaris), Thala, Theveste (Tebessa), Amme- dara (Haldra) e Hipo Regio (Bona). Por el contrario, cabe señalar que la inva­sión y el establecimiento del poder vándalo en Tunicia facilitó y acrecentó las penetraciones, ya iniciadas por lo menos desde el siglo m, de grupos de beréberes nómadas, bien encuadrados por una aristocracia tribal romani­zada, en áreas de antigua ocupación romana.

De esta forma en los siglos V y VI, las penetraciones de los pueblos nóma­das de los límites del desierto, gétulos y arzuges principalmente, y de las

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cabilas beréberes de los macizos montañosos del Aurés y el Dorsale dieron lugar a la formación de embriones de estados situados al sur de la Procon­sular, Bizacena, Numidia y la Mauritania Sitifense y la Cesariense. Éstos inte­graban a la población provincial y a la inmigrante bajo formas políticas de tipo romano. La invasión islámica a partir de mediados del siglo vil aceleró el proceso de estructuración política de estas comunidades todavía de base tribal. Pero al mismo tiempo el Islam impediría que se culminaran los inicia­dos procesos de etnogénesis beréber, que a partir de entonces quedaron enmascarados con la identificación con determinadas sectas islámicas, y siempre bajo el liderazgo de personas y grupos de ascendencia, real o fic­ticia, árabe.

Un carácter bastante distinto tuvo el poblamiento germánico en Britania, en áreas septentrionales de la Galia y en las provincias danubianas occi­dentales.

En Britania, las penetraciones de anglos, sajones y frisios, y de unos enig­máticos jutos, se realizaron durante un largo espacio de tiempo, al menos entre 450 y 550, creciendo en intensidad sobre todo a partir del año 500. Resulta evidente la amplitud de estas migraciones y asentamientos, que lle­garon a producir un verdadero vacío humano en el Schleswig oriental. Rea­lizados en grupos de linaje fraccionados y muy mezclados, produjeron una profunda germanización de toda la porción de la isla al este de una línea que iría de Edimburgo a Portland. Lo masivo de estas migraciones se demos­traría por el cambio profundo del paisaje y del hábitat de la isla. Por lo gene­ral, los nuevos asentamientos germanos no se superpusieron a los antiguos celticorromanos, ni siguieron la anterior ordenación territorial impuesta por la red de calzadas y ciudades romanas. Mientras que estas últimas eran abandonadas o quedaban degradadas a estadios preurbanos, con la salve­dad de aquellas en que se estableció una sede episcopal, los nuevos habi­tantes germanos procedían a la roturación y puesta en cultivo de nuevas tie­rras en los fondos de los valles, anteriormente negligidos por sus dificultades de drenaje.

Sin duda que no puede hoy día negarse, no obstante las exclamaciones de Gildas en el siglo VI, la permanencia en muchos lugares de la población celticorromana, pues la matanza en masa de ésta y su huida hacia el oeste no pueden considerarse como fenómenos generalizados (vid. supra, 78). Sin embargo lo importante es que esta población celticorromana acabó asimi­lada étnica y culturalmente al invasor. Tan sólo se testimoniarí an. super vi­vencias, y mucho más célticas que romanas, de una cierta consistencia, tras el 500, en las zonas situadas más al oeste, siendo prácticamente nulas en el sudeste, expuesto a la invasión y a los asentamientos germánicos desde los primeros momentos. Paralelamente, desde mediados del siglo iv se venían produciendo invasiones por parte de los belicosos escotos de Irlanda sobre

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las costas occidentales de Britania. Estas incursiones se transformaron en ver­daderas migraciones a partir de finales del siglo IV, hasta el punto de que en el siglo v surgirían algunos pequeños reinos, dotados de gran originalidad, y en los que el recuerdo de su antigua identidad étnica podría haberse con­servado hasta el siglo x (vid. supra, 83). Los escotos, también desde media­dos del siglo IV, habían sometido así mismo el área escocesa, débilmente habitada por los pictos, a continuas incursiones y asentamientos. Y termina­ron estableciendo, a finales del siglo VI, un reino unificado, dotado de una consistente identidad étnica favorecida por un cristianismo de característi­cas muy particulares.

En la Galia, las áreas septentrionales y limítrofes con el Rin se habían vis­to sometidas, desde el siglo IV, a una constante presión germana que con­duciría muy pronto a una verdadera colonización y germanización de las zonas marginales del Imperio, en parte favorecidas por los mismos asenta­mientos léticos organizados por el gobierno romano. A finales del siglo IV,

los llamados francos salios habían ocupado y colonizado ya el Brabante holan­dés y algunas otras áreas dispersas, más meridionales, de la orilla izquierda del Rin, que en gran medida habían sido evacuadas por Roma. Más al sur, la potente confederación alamana había logrado invadir toda la región de los Campos decumates; y la población romana que no huyó fue esclavizada. Tras la ruptura del limes en 406, la penetración al oeste del Rin de los grupos fran­cos, al norte, y de los alamanes, al sur, con su consiguiente asentamiento, sería ya incontenible.

Por el norte, hacia el advenimiento de Clodoveo, los francos habían avan­zado hasta las proximidades de Soissons y Verdún (vid. supra, 42). Aunque es indudable que en toda esta zona se ha testimoniado la supervivencia de la población romana, especialmente notable en las ciudades y sus proximi­dades, siendo el caso de Tréveris el mejor conocido. Y también pudieron subsistir bastantes de sus asentamientos agrícolas, ante todo en las zonas de colinas dedicadas a la viticultura. Sin embargo aquí se puede afirmar que por lo general la colonización franca fue densa y cambió profundamente las estructuras agrarias. Así, se ha señalado la esencial discontinuidad entre los fundi galorromanos y los grandes dominios carolingios del norte y el nor­deste de la Galia. Y ello porque entre los siglos iv y V, junto a un sensible avance del bosque, se habrían producido también nuevas roturaciones en las tierras más altas. Y sobre todo no puede olvidarse que la densidad de la población germana en dichas áreas estaría en la raíz de un desplazamien­to de la frontera lingüística entre las hablas romances y las germánicas de unos 100 kilómetros hacia el sur. Ya en el siglo VI se produjeron posible­mente nuevos avances del pueblo franco y, por tanto, la expansión del Rei­no merovingio. Sin embargo se trataba sobre todo de una colonización de tipo aristocrático, capaz de producir cambios en el paisaje y en las estruc­

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turas agrarias de ciertas zonas -como en las altiplanicies del Sena y el Oise, en la región parisina, bastante despoblada a partir del siglo III—, pero de una potencia demográfica, étnicamente germana, muy dudosa. En Aquitania, concretamente, a pesar de la temprana conquista merovingia, la presencia de francos sería casi nula.

Más al sudeste, el avance de los alamanes se había extendido ya por la orilla izquierda del Rin. Tras ocupar sólidamente, a partir de mediados del siglo V, el Palatinado y Alsacia, los alamanes, frenados en su avance sep­tentrional por los merovingios, comenzaron la ocupación de la actual Sui­za, hasta los contrafuertes del jura, y de la vieja Recia imperial (alta Suabia, Thurgau y Voralberg); esta última bajo protectorado ostrogodo. No obs­tante, la ocupación alamana dejó subsistir numerosos islotes romanos duran­te bastante tiempo, testimoniales sobre todo en las ciudades. Pero el carác­ter compacto de la colonización de los alamanes terminaría por hacer retroceder la frontera lingüística del romance. A ello coadyuvaron también el que la cristianización de los alamanes no comenzase en profundidad antes de 590, y la continuidad y duración del movimiento migratorio, hasta casi el siglo XIII.

De este modo el carácter compacto, junto con la focalización geográfica precisa, fueron factores coadyuvantes para que en la Galia merovingia se mantuviese hasta finales del siglo VI en bastantes áreas, especialmente en las meridionales, una clara diferenciación del elemento germano frente al anti­guo provincial romano. Una distinción que sería sustituida a partir de media­dos de la siguiente centuria por un sentimiento de identidad regional -aqui- tanos, francos (austrasios y neustrios) y burgundios-, favorecido por los repartos hereditarios y por la personalidad del Derecho (vid. supra, 48 y 96).

. Finalmente, también hay que tener en cuenta que, paralelamente a estas inmigraciones y a estos asentamientos germánicos en la Galia, se dieron así mismo procesos semejantes protagonizados por otros pueblos de estirpe no germánica. Al menos desde mediados del siglo V, numerosos grupos de bri- tones debieron comenzar a emigrar desde su isla al vecino continente, ya que se veían presionados por los invasores germanos y escotos. Esta migra­ción alcanzaría su momento álgido en la segunda mitad del siglo vi. Los emi­grantes britones procedían en su mayor parte del sudoeste de la isla, y se asentaron en grupos compactos en la región de Armórica. Organizados en pequeñas comunidades rurales cohesionadas en torno a un monasterio, los britones serían capaces de imponer su lengua céltica y su propio etnónimo a toda la zona situada al oeste de una línea que iría, aproximadamente, des­de Dol hasta Vannes. Favorecidos, tal vez, por ciertas resurgencias o per­manencias galas prerromanas, la inmigración britona tan sólo dejaría sub­sistir ciertos islotes latinos, apoyados principalmente en los núcleos urbanos residuales.

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En el rincón sudoccidental de la Galia, en la vieja Novempopulania roma­na, los siglos V y vi contemplaron tal vez una nueva expansión de grupos de población vasca, escasamente romanizada, a partir de sus reductos de los Pirineos. Esta expansión vasca, comenzada quizá ya a finales del siglo III o en el IV y apoyada muy posiblemente en fuertes identidades de substrato en toda Aquitania, acabaría por euskaldinizar completamente la zona. Ante esta expansión tan sólo lograrían sobrevivir algunos islotes de romanidad en los núcleos urbanos debilitados y situados casi en el límite de la región, como Bayona y Dax.

Un carácter también compacto tuvieron las penetraciones y asentamientos germánicos en las provincias danubianas de Occidente, al este de los asen­tamientos de los alamanes: en las antiguas provincias romanas de Recia Segunda y del Nórico. La germanización de estas provincias fue realizada por elementos populares bastante dispersos: suevos del Danubio, marco- manos, turingios, esciros, hérulos y, principalmente, bávaros. El territorio en gran medida se había visto abandonado por la población romana como consecuencia de las condiciones impuestas por los numerosos pueblos inva­sores que por allí circularon en el siglo V, tal y como testimonia la vita Seve- rini escrita por Eugipio. Sobre este relativo vacío el asentamiento definitivo de tales poblaciones germanas se inició en el tránsito del siglo V al VI. En este proceso los grupos germanos ocuparon de una manera un tanto desor­ganizada los valles, mientras que en las zonas altas pudieron subsistir islo­tes de romanidad dispersos y residuales, principalmente en el valle del Inn y al norte y oeste de Salzburgo, conscientes aún de su identidad en pleno siglo VIII, Tradicionalmente se considera que en el proceso de cristalización de tal poblamiento germano, que habría de constituir la verdadera etnogé- nesis de la Baviera histórica, pudieron desempeñar un papel de primer orden la política de amistad del ostrogodo Teodorico con los turingios y, sobre todo, la cohesión del elemento mayoritario bávaro dada por la fami­lia de los Agilolfingos, cuyos miembros, a partir de mediados del siglo VI,

se convirtieron en los duques nacionales (vid. supra, 50). Cohesionado de este modo, el poblamiento germano continuaría avanzando en los dos siglos siguientes, hasta situar sus fronteras en el Iller por el este, en Carintia por el oeste, en el Alto Palatinado por el norte y en el Alto Adigio por el sur, lo cual supuso también en este caso un nuevo retroceso de la frontera lingüística del romance.

Hemos dejado para el final el caso de Italia porque en ella el poblamiento germano presenta dos modalidades e intensidades bastante diferentes, de las cuales se dedujeron en el futuro consecuencias históricas fundamental­mente distintas. La primera de ellas, la constituiría en esencia la penetración ostrogoda de Teodorico el Grande y vendría a continuar, en gran medida, la vieja tradición de los acantonamientos de contingentes compactos de fede­

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rados bárbaros del siglo V en suelo itálico. Estos últimos -cuyo número, bajo Odoacro, no superaba la cifra de 15.000 hombres- debían de consistir bási­camente en hérulos, esciros, turcilingos, suevos, sármatas y taifales. Sus acan­tonamientos se encontraban situados en las proximidades de los principales núcleos urbanos, sobre todo cuando éstos eran de gran valor estratégico, de la Italia septentrional: Ravena, Verona y Milán.

Los combatientes ostrogodos, y elementos afines “ostrogotizados", lle­gados con Teodorico a Italia eran aproximadamente unos 25.000, lo cual suponía una cifra total y máxima de unos 100.000 individuos. A este elemento ostrogodo habría que añadir otros grupos minoritarios, como el de los refu­giados rugios asentados en la Italia septentrional en una sola masa compacta, o el de los réfugas alamanes y hérulos, llegados a la península tras la res­pectiva destrucción de sus reinos en 507 y 508. Dadas las características del Estado ostrogodo en Italia todos estos pequeños grupos bárbaros serían acantonados de forma compacta, con preferencia en ciudades fuertes y cas­tella de Lombardia y Venecia, y, en menor grado, de la Toscana y las Mar­cas, en el poderoso fuerte de Auxium (Osimo). De este modo, por un lado, la influencia de estos grupos germanos en las estructuras agrarias sería míni­ma, pues los repartos de tierras afectaron principalmente a elementos de la aristocracia germana, y en gran medida el ejército godo siguió-siendo man­tenido, al igual que antes el de Odoacro, por medio del donativum en dine­ro y libramientos de raciones de annona; pues la asignación de un tercio de bastantes propiedades a sus godos no significó una real división de la tie­rra como del conjunto de las rentas dominicales de la misma y del monto de sus impuestos (vid. supra, 65). Pero, por otra parte, fueron capaces de con­servar su identidad (lengua, escritura, literatura épica y elementos de su derecho consuetudinario) durante un largo espacio de tiempo, en determi­nados puntos incluso con posterioridad a la conquista de Italia por el empe­rador Justiniano.

Por el contrario el asentamiento de los longobardos presentó caracte­rísticas bastante distintas, como consecuencia en gran medida de las pecu­liaridades de la invasión y conquista longobardas y de las relaciones de los invasores con la población romana sometida. El número total de invasores longobardos, en principio, no debía de ser superior al de los ostrogodos de Teodorico. Por otro lado, la agitada historia de los longobardos había hecho que en su etnogénesis entrasen elementos étnicos muy diversos. Junto a los longobardos propiamente dichos había también grupos de gépidos, búlga­ros, sármatas, panonios, nóricos, turingios, sajones y taifales. A todos ellos prestarían cohesión y uniformarían su encuadramiento militar y su sentimiento de comunidad de linaje; lo que se expresaba con el término germánico fara, palabra de la que hay numerosas huellas en la toponimia de la Italia actual. El carácter discontinuo del dominio longobardo y la gran inestabilidad de

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sus fronteras coadyuvaron también en gran parte a que el asentamiento de tales grupos no sólo se hiciese en las viejas ciudades -en Pavía y Siena la población romana fue en gran medida arrinconada-, sino de manera pre­ponderante en el campo; en las zonas más amenazadas se establecieron ver­daderas colonias de carácter militar, dotadas de un gran sentimiento comu­nitario: las arimanniae. Estos hechos, junto con un cambio muy extendido de la propiedad fundiaria, producirían una profunda huella del poblamiento lon­gobardo en las áreas principales de su dominio -Lombardia, Friul, Toscana y Campania en torno a Benevento-, hasta el punto de que la zona central de éstas recibiría su etnómino: la citada Lombardia. El elemento invasor fue capaz durante bastante tiempo, como mínimo hasta la segunda mitad del siglo vn, de ínantener su total identidad nacional frente a la población romana. Y Paulo el Diácono nos ha transmitido la noticia de que un grupo de búlgaros establecido en Sepino aún hacía uso de su lengua nacional en la segunda mitad del siglo vni.

Por todo lo que llevamos dicho se puede deducir, pues, que el pobla­miento germano, desde un punto de vista estrictamente cuantitativo, habría tenido, excepción hecha de ciertas áreas marginales de la vieja Romania, una escasa incidencia demográfica. Ciertamente, se pudieron producir movi­mientos migratorios y traslados de población de una cierta magnitud al calor de las invasiones y del consecutivo asentamiento, sobre todo entre los gru­pos dirigentes, con las consiguientes consecuencias de orden político y cul­tural. Pero un global y auténtico crecimiento de la población de la Romania como consecuencia de tales aportaciones germanas habría que negarlo con la más absoluta certeza. Contrariamente a lo que cabría pensar en un prin­cipio, las invasiones más que un fenómeno estrictamente demográfico fue­ron un acontecimiento político y de civilización.

4.2.4. Las nuevas calamidades: guerras, hambrunas, plagas y peste

Es indudable que las condiciones políticas imperantes en las diversas áreas de la vieja Romania tras el asentamiento de los invasores y la constitu­ción de los nuevos Estados favorecieron y posibilitaron la continuidad de las guerras, con sus conocidas incidencias de orden demográfico: tala de cose­chas, mortalidad, hambre, esclavitud y subsiguiente traslado de residencia de grupos humanos.

De los textos de naturaleza jurídica de los siglos vi y vn se deduce que la escasez de mano de obra agrícola fue un hecho constante en toda la Roma­nia. Así se explicarían fenómenos tales como el progreso de la esclavitud o, cuando menos, un repetido interés de los grandes propietarios por asegu­rarse la necesaria mano de obra; la desvalorización de la tierra, desprovis-

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ta de la necesaria fuerza de trabajo humana; y la progresión de las reglas monásticas -como las de san Benito, san Columbano y san Fructuoso-, que estipulaban y valoraban el trabajo manual, en el campo o en el pastoreo, de los miembros de las comunidades regidas por ellas.

La población campesina, además de ser escasa, estaba mal alimentada. Esta mala alimentación era consecuencia casi siempre de dos series distin­tas de factores que, en gran medida, se encuentran interrelacionados y serán examinados más adelante: el gran número de cambios de propiedad de la tierra, con la posible reducción de la productividad por la falta endémica de mano de obra, en parte huida de los mismos campos por causas varias, y las insuficiencias de la tecnología agrícola. Las fuentes hagiográficas del período se refieren con frecuencia a las bandas de gentes empobrecidas que deambulaban por los campos, especialmente en los momentos de ham­bre, y cuya subsistencia se basaba en la caridad de las grandes casas o, de una forma institucionalizada, de la Iglesia. A finales del siglo VI, un numero­so grupo de pobres acudía todos los días a la puerta del palacio episcopal de la rica sede de Mérida para recibir allí lo más esencial de su alimenta­ción diaria; y todas las reglas monásticas de la época prescriben la obliga­ción de dar cobijo y alimento a los pobres vagabundos que acudiesen a los monasterios.

La escasez de alimentos suponía una esperanza de vida escasa y un bajo crecimiento vegetativo. Estudios realizados sobre necrópolis campesinas muestran de forma generalizada para todo el Occidente la multitud de defor­maciones o degeneraciones óseas y dentarias imputables a una alimentación deficitaria e inadecuada, basada principalmente en los cereales y las legum­bres, así como una fuerte tasa de mortalidad, que afectaba principalmente a los niños y a las jóvenes madres. Los inventarios señoriales del siglo v il y VIII

que se conservan permiten comprobar la débil consistencia numérica de las familias campesinas en la Galia merovingia y la Italia longobarda. Las que dependían de la importante abadía de Farfa, en Toscana, tenían por término medio 4,8 miembros. En el Reino visigodo de Toledo hay indicios, a lo largo del siglo vil, de una especie de "malthusianismo” practicado por los humil­des, contra el que difícilmente podían luchar las leyes civiles y los cánones conciliares; siendo la utilización generalizada de prácticas abortivas y la expo­sición de los recién nacidos las más frecuentes.

Sobre una población tan debilitada las posibilidades de extensión de las epidemias eran enormes. Las fuentes nos informan de la presencia en Occi­dente de una gran epidemia de peste negra a partir de mediados del siglo VI, procedente de Asia. Llegada a las costas italianas e hispánicas en 545-546, la epidemia se extendió con rapidez por el interior del continente hasta el Rin. En los años sucesivos se producirían nuevos brotes, hasta bien entrado el siglo vni, sobre todo en las zonas mediterráneas más expuestas al contac-

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to con Oriente y con condiciones climáticas más favorables a la enfermedad. Carecemos de cifras concretas sobre las consecuencias demográficas de la peste, pero ciertos indicios hacen sospechar que debieron ser considera­bles, sobre todo en las zonas más meridionales, en las que los efectos de la peste venían a descargar un último golpe sobre una población previamente castigada por el hambre, producto de las frecuentes sequías y de las consi­guientes plagas de langosta. Algunos datos para Italia y la península Ibérica pueden resultar especialmente iluminadores.

En Italia, sobre una población diezmada y hambrienta por los efectos de la guerra gótica y las plagas antes señaladas -gran hambre de 540-542, que habría afectado principalmente a la Emilia, Toscana y Piceno, contabilizán­dose en esta última región hasta 50.000 muertos- se abatió la gran peste bubónica de Justiniano. En la península Ibérica, las fuentes nos hablan de la periódica repetición, desde mediados del siglo vi hasta el vni, cada 30 o 35 años, de la fatídica secuencia siguiente: sequía, plaga de langosta, hambre y

peste. Ciertamente es imposible ignorar los efectos demográficos, a veces catastróficos, de una suma tal de factores. En España las repetidas plagas de langosta y la sequía debieron de acabar por convertir en desierto, a finales del siglo VU y principios del VIII, una parte de la submeseta sur; lo cual supu­so la desaparición de ciudades como Ercávica, Segóbriga, Valeria y Cástu- lo. En la Narbonense los efectos repetidos de la peste, y en parte también de la guerra, a lo largo del siglo vn debieron disminuir en gran medida su fuer­za demográfica.

En Italia, el catastro imperial evaluaba, en el año 395, en 13.201,5 hectá­reas los campos que en aquel momento se encontraban sin cultivar en Cam­pania por falta de mano de obra. Esta misma falta de hombres supuso el aban­dono de las costosas obras hidráulicas y de drenaje que se llevaban a cabo en numerosas zonas de la llanura costera, lo cual facilitó su encenagamiento y la aparición de la malaria, con efectos demográficos devastadores. Así los desastres de la cruel guerra gótica terminaron por despoblar toda la zona de la marisma toscana.

La llegada y el asentamiento longobardo, su propia inestabilidad políti­ca y su guerra de posiciones con los bizantinos, no harían más que volver a crear a los pocos años nuevas condiciones de inseguridad en una gran par­te de la península Italiana. Dificultades bélicas que se abatirían sobre unas poblaciones urbanas que en esos momentos iban a perder definitivamente unas inversiones estatales que habían sido fundamentales para el manteni­miento de unos núcleos urbanos sobredimensionados en su población. Tales inversiones habían sido fundamentalmente el aprovisionamiento de grano gratuito o a bajo precio, y el mantenimiento por el Estado de los grandes edi­ficios públicos. Así, a principios del siglo VII la ciudad de Roma perdió defi­nitivamente las tradicionales entregas gratuitas de cereal (annona) a suple-

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be, que hacía un siglo habían permitido subsistir a más de un cuarto de millón de personas. A partir de entonces se iniciaría la historia de la Roma medie­val, una ciudad en la que las ruinas de los antiguos edificios públicos ocupa­ban una área mucho mayor que el espacio realmente habitado. Mientras que en otras regiones del centro y el sur de Italia una parte de la población aban­donaba las antiguas ciudades situadas en las llanuras costeras para asentar­se en núcleos de población mucho más reducidos, mejor protegidos de los ataques hostiles por su situación en altura y adaptados a las modestas capa­cidades alimentarias de su entorno más inmediato. Proceso de "incastela- mento" que también se vería acompañado de la aparición de pequeños talle­res artesanales locales para servir a las necesidades de tales nuevos asentamientos, sin necesidad de recurrir a un comercio a larga distancia; tal y como han venido a mostrar las prospecciones arqueológicas en el área de San Vincenzo al Volturno.

En las regiones más septentrionales de Europa la despoblación abrió el camino, en los siglos IV y V, a un nuevo avance de los bosques, como se ha podido comprobar en áreas como la cuenca parisina, las altiplanicies entre el Sena y el Oise, el sur de Bélgica o el sudoeste de Alemania, hasta Alsacia y Lorena. Bosques que seguramente recubrieron anteriores establecimien­tos agrícolas galorromanos. Esta progresión se vería favorecida por la exis­tencia de una fase climática más fría y húmeda en los siglos iv-vn.

4.2.5. Diversidad regional e inicios de recuperación demográfica

Sin embargo tampoco convendría exagerar los rasgos de la debilidad demográfica señalada. En primer lugar no se puede ignorar el hecho de la posible existencia de considerables diferencias regionales. De una forma sumaria y bastante general habría que distinguir entre las zonas meridiona­les y mediterráneas de Occidente y las más septentrionales. Fue segura­mente en las primeras donde la despoblación y la subsiguiente desertiza- ción tuvieron una mayor incidencia. Pues a unas condiciones geográficas más vulnerables se sumaban la antigüedad e intensidad de la implantación y explo­tación agrícolas, mientras que el poblamiento germánico era nulo o muy esca­so. En segundo lugar convendría tener siempre muy presente que ciertos hechos, a primera vista muy claros, pueden al final resultar sumamente enga­ñosos. Así, por ejemplo, una mutación característica sufrida por la campiña italiana en esos siglos -sobre todo en las áreas más meridionales o cercanas a las costas-, como era el traslado de los establecimientos rurales del llano a las alturas, no fue consecuencia directa del abandono de los campos de cultivo, la malaria y la despoblación, sino que se debió a la inseguridad rei­nante, es decir, a razones eminentemente políticas.

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Más significativo aún que estas matizaciones puede ser señalar la exis­tencia de una serie de indicios que muestran un inicio de recuperación demo­gráfica a partir ya de mediados del siglo vil en adelante. Una recuperación demográfica incipiente, muy varia y geográficamente dispersa y disconti­nua, pero que prácticamente afectó a todas las grandes áreas del Occiden­te europeo de la época.

Así se ha señalado que fue en esa época cuando en la Galia merovin­gia comenzaron a ponerse en cultivo una serie de superficies en sus áreas centrales y septentrionales -centro y norte de la cuenca parisina, en direc­ción a Hainaut y Picardía; sur de Flandes, y Brabante, Lorena, Alsacia y nor­te de Borgoña-, caracterizadas por tener un relieve homogéneo, ya que eran altiplanicies calcáreas o llanuras limosas, muy aptas para el cultivo de la vid y de los cereales. En estas tierras, la mayor parte de ellas pertene­cientes al antiguo fisco imperial y confiscadas por los reyes francos, los ver­daderos impulsores de las roturaciones y de los nuevos establecimientos agrícolas fueron los miembros de la aristocracia laica, beneficiados por importantes donaciones regias, y sobre todo la Iglesia. Fundamentalmen­te se trataba de una colonización monástica motivada no sólo por causas económicas, sino también ideológicas: el irresistible deseo de construir los monasterios en verdaderas solitudines, según quería la muy difundida regla de san Columbano. Tales monasterios se convirtieron así en centros de atracción de campesinos, originando no sólo movimientos migratorios, sino también a la larga un despegue demográfico en dichas regiones, discer­nible ya con claridad en tiempos carolingios. Por su parte en las tierras situadas al este del Rin, donde el siglo VI parece haber constituido el pun­to más bajo en su historia demográfica, en el siglo vil, sobre todo a finales, comenzó a manifestarse una cierta recuperación, facilitada por la estabili­zación de los pueblos germánicos. Dicha recuperación queda testimonia­da por el importante movimiento roturador iniciado por entonces en la región de Franconia.

En la península Ibérica también se detectan síntomas de nuevas rotu­raciones en aquella época, aunque, como en el caso galo, no siempre es posible saber si corresponden a un verdadero crecimiento demográfico o a simples transferencias de población. Aquí también dos reglas monásti­cas del siglo vil, bien diversas, la de san Isidoro de Sevilla y la de san Fruc­tuoso de Braga, promovieron la construcción de monasterios en lugares desolados y alejados. A la primera se le pueden atribuir nuevas roturacio­nes y establecimientos rurales en las serranías héticas -Sierra Morena, sie­rra de Córdoba-, y a la segunda establecimientos fundamentalmente gana­deros en el noroeste peninsular, principalmente en la montañosa zona del Bierzo. Por otra parte numerosos y dispersos establecimientos eremíticos pudieron realizar pequeñas y aisladas roturaciones -con frecuencia ante­

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cesoras de una posterior colonización monástica, ya en los siglos VIH o I X -

en numerosas zonas marginales del norte (Burgos, Santander, Alava, Nava­rra y Logroño).

Pero tal vez fue en Italia, fundamentalmente en la zona longobarda, don­de estas roturaciones, y el posible aumento demográfico, se iniciaron antes y con mayor fuerza. El edicto de Rotario de 643 se refiere a lo frecuente de la aparición de nuevas viviendas campesinas, así como a la realización de obras de bonificación y drenaje de tierras, y a la construcción de canales; hechos todos ellos détectables cuanto más posterior es la documentación. En la centuria siguiente haría su reaparición en la Italia septentrional el viejo contrato romano de plantación (adpastinandum).

4.3. Las estructuras campesinas

Resulta ya tópico señalar la primacía de la agricultura en todas las eco­nomías preindustriales. La tesis clásica sobre la crisis o transformación de Occidente durante estos siglos propugna como elemento característico la ruralización. No obstante, el análisis de la vida rural en esos siglos debe rea­lizarse a un doble nivel. En primer lugar examinaremos lo que podríamos considerar elementos portantes del mundo rural de la época: la tierra, los instrumentos tecnológicos de su explotación, los objetivos de esta última y la incidencia, sobre ella, de las catástrofes naturales. Elementos todos ellos que pueden muy bien englobarse en la compleja noción del paisaje rural. Pero el paisaje no es solamente un elemento o base inerte, pues objetivo básico de toda economía agraria es la utilización y transformación de dicho paisaje por y para los hombres de una determinada sociedad. Por eso en segundo lugar habremos de analizar la cuestión esencial de la estructura de la pro­piedad, problemática que encierra también la del análisis de la fuerza de tra­bajo humana y la de los grupos humanos beneficiarios de dicha estructura de la propiedad.

4.3.1. El paisaje rural de tradición romana y el germánico

Es indudable que un estudio del paisaje rural del Occidente de la época presenta serias dificultades. A la gran diversidad geográfica y de tradicio­nes históricas de sus distintas áreas, se une una documentación pobre y la desigual distribución geográfica de las escasas monografías sobre el parti­cular. Sin embargo, y aun con el riesgo de omitir matizaciones locales de interés indudable, se podría afirmar la necesidad de distinguir en el estudio del paisaje de estos siglos dos grandes áreas geográficas.

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Una de ellas estaría formada por las tierras ribereñas o cercanas al Medi­terráneo: norte de Africa; prácticamente la totalidad de las penínsulas Ibé­rica e Itálica, con sus islas adyacentes; Mediodía y centro de la Galia. Mien­tras que la segunda la constituirían las tierras continentales de la Europa central o septentrional: las Islas Británicas, norte de la Galia, Alemania y paí­ses danubianos. Las diferencias, a veces muy notables, que se atisban en esa época entre ambas zonas no han de circunscribirse únicamente a la opo­sición, tradicional en la historiografía de la primera mitad del siglo xx, entre paisaje romano y paisaje germano. Según esta oposición, el primero se caracterizaba por un hábitat concentrado, el latifundio individualista, el pre­dominio de la cerealicultura de rotación bienal y los cultivos de plantación -viñedos y olivares, principalmente-, una ganadería subsidiaria o, en todo caso, integrada en la explotación agrícola, y una importancia secundaria del bosque, degradado y reducido a las zonas marginales. El paisaje de tipo germano se caracterizaba a su vez por un hábitat disperso (Einzelhol) o agrupado en aglomeraciones aldeanas muy irregulares (Hauíendorf), la exis­tencia de imperiosas tradiciones colectivistas, tanto en el cultivo de los cam­pos con rotación trienal (Flurzwang) como en la explotación comunitaria de los bosques y prados (Allmende), y una gran importancia de la ganadería, cuando menos equilibrada con la de los cultivos, entre los que no faltaban los de tipos de plantación. Pero no es sólo que este cuadro tradicional del paisaje germano haya sido sometido a profundas revisiones. Al respecto piénsese en la acertada modernidad de la debatida Markgenossenschañ y en matizaciones de tipo local, con la fundamental diferencia entre la Ger­mania occidental y la oriental, o en cómo actualmente se presta mucha aten­ción a las imposiciones derivadas, para una agricultura muy poco tecnifica- da, de los diferentes tipos de suelos, del clima, del relieve, de la hidrografía, de las tradiciones campesinas, etc.

4.3.2. El paisaje rural mediterráneo

Si nos fijamos en el área mediterránea antes señalada, la característica esencial de su paisaje rural en esos siglos (v - v ii) era sin duda el conserva­durismo; es decir, la perduración de los elementos típicos del paisaje de épo­ca romana. Si comparamos mapas del área mediterránea en ambas épocas veremos que casi siempre se mantuvo la vieja red de núcleos urbanos here­dada de los tiempos romanos. Conservadurismo que se veía favorecido por los usos administrativos, por las conexiones fluviales y por la red de calza­das romanas. Esta última se mantuvo plenamente en uso durante estos siglos, sobre todo en el caso de las dos grandes penínsulas mediterráneas. En el Reino visigodo hispano el mismísimo cursus publicus (transporte estatal) se

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mantendría, como mínimo, hasta mediados del siglo vil. Tan sólo de forma local -y, por lo tanto, con una tipología muy varia e irreductible a cualquier esquema- se podrían señalar ciertas modificaciones, tales como desmem­bramiento de los territorios cívicos, con el consiguiente surgimiento de nue­vas cabezas de distrito, transferencia de los puntos de gravedad de una loca­lidad a otra, etc. Cambios que, además de ser minoritarios, se nos aparecen en la mayoría de los casos como el resultado de tendencias evolutivas sur­gidas mucho antes.

De este modo, si como consecuencia, al parecer, de las inseguridades políticas de la época en ciertos territorios -en Italia, y en la Narbonense y Provenza, en la Galia- se observa una renovada vitalidad de los pequeños núcleos fortificados (castra, o castella), que se convirtieron en foco de atrac­ción de población y económicos, con frecuencia se trataba en realidad de la reocupación de antiguos oppida prerromanos, cuyo abandono nunca había sido total. Y aún más; en los territorios antes citados, la típica proliferación altomedieval de poblamientos concentrados y situados en zonas altas se vio impulsada en un momento posterior por la piratería y las invasiones sarra­cenas y húngaras. En la época que nos ocupa tampoco parece que pueda considerarse como un elemento claro de ruptura la proliferación de agru- pamientos aldeanos, es decir, de un hábitat interurbano esencialmente con­centrado, al que las fuentes de la época aluden con términos ambiguos y diversos: locus, vicus, casal, etc. En la Galia o en la península Ibérica la arqueo­logía nos demuestra con frecuencia la continuidad, en aquellos siglos, de la vieja aldea céltica prerromana.

Más característica podría ser la trascendental transformación del cen­tro señorial del antiguo latifundio romano en un agrupamiento aldeano nue­vo, que posiblemente estaría relacionada con una alteración, que vendría ya de antes, de los modos de explotación. Esta mutación se reflejaría en la ambigüedad y en el cambio de significado del término villa, palabra que pasó principalmente a designar a una subdivisión del territorio de una ciu­dad, en la que podía haber un propietario fundiario dominante y una agru­pación de tipo aldeana habitada tanto por campesinos dependientes de ese propietario como otros libres. La arqueología ha mostrado tanto rupturas como continuidades en estos siglos en el caso de las antiguas villae bajoim- periales conocidas en tierras de la antigua Romania. Sin embargo en muy pocas las lujosas partes urbanae de las mismas se habrían mantenido en pie. En algunos casos se testimonia su degradación paulatina al pasar a ser uti­lizados sus edificios como pobres viviendas de campesinos o como talle­res. Y también se testimonia cómo en las proximidades de la antigua y arrui­nada residencia señorial surgía un pobre agrupamiento aldeano, normalmente señalado por la presencia de una necrópolis o una pequeña basílica. En otros varios casos la pars urbana se transformó, o fue sustituida,

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por un conjunto monástico. Esto último se corresponde bien con las nume­rosas noticias escritas sobre la construcción de un monasterio por un noble en una antigua propiedad suya. En algunos pocos casos la antigua residen­cia señorial pudo mantenerse hasta una fecha avanzada, o incluso se pudie­ron edificar algunas nuevas en estos siglos. Pero en uno y otro caso asumi­rían un carácter defensivo, bien expresado en las fuentes literarias con los términos castrum o castellum. En todo caso estas residencias perderían su relación directa con la explotación de las tierras que las rodeaban, salvo en el caso de que éstas fueran zonas de pastos y bosques aptas para una gana­dería extensiva.

Pero el elemento que tuvo una importancia fundamental fue la cristiani­zación del hábitat rural. En los antiguos vici surgieron iglesias rurales, dota­das con un clero propio y cada vez con mayor autonomía, que, con el tiem­po, se constituyeron en cabezas de una determinada circunscripción eclesiástica, con hondas implicaciones en la vida de sus respectivas comu­nidades de fieles. Sin embargo, en las penínsulas Ibérica e Itálica todavía no había surgido en el siglo Vil una verdadera organización parroquial, a dife­rencia de lo ocurrido en la Galia. Por su parte, en los antiguos establecimientos señoriales surgieron muy pronto edificios de carácter religioso -con fre­cuencia simples oratorios o martyria-, construidos y dotados por cuenta de un gran propietario, que ejercía sobre ellos, cuando menos, un derecho de patronato (en la España visigoda) o de verdadera propiedad. Fue así como tales basílicas se constituyeron en centros de referencia y aglutinación de las aldeas que fueron surgiendo en las antiguas villae, sustituyendo a los anti­guos lujosos ámbitos tricóricos de carácter laico de las grandes villae del siglo IV.

El conservadurismo del paisaje también tuvo gran importancia en las zonas dedicadas a la explotación agrícola. En las áreas llanas y fértiles, con una implantación rural fuerte, las huellas de la catastración y centuriación romanas marcaban poderosamente el ager, o tierra de cultivo. La red cua­driculada delimitada por los caminos y las derivaciones para el riego aún se puede observar en los territorios de las antiguas colonias romanas de Italia, España y Francia. Con frecuencia, las legislaciones de los nuevos Estados de Occidente pusieron especial cuidado en la conservación de los antiguos mojo­nes y delimitaciones de los campos, lo cual era necesario ante el manteni­miento en bastantes Estados -visigodos en la Galia y España, ostrogodos en Italia, y vándalos en África, como mínimo- del típico sistema impositivo de la capitatioAugatio del Bajo Imperio.

Aunque las particularidades geográficas podían imponer matizaciones locales, también parece posible suponer, a partir fundamentalmente de tex­tos de carácter legal, que en todos estos países de la zona mediterránea existía un determinado tipo de articulación del espacio agrícola cultivado

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dentro del paisaje rural, el cual había sido heredado también, en gran medi­da, del período romano. Como una especie de primer círculo, en torno a los núcleos de habitación campesinos, estaban los huertos. Éstos tenían un carácter familiar, formaban una especie de unidad indisoluble con la vivien­da campesina, que era una simple, choza de madera o adobe y techo de paja, y servían tan sólo para subvenir a las necesidades domésticas en hor­talizas y solían encontrarse rodeados de setos o empalizadas, como defen­sa frente a los animales domésticos, cuya salvaguardia los códigos legales de la época procuraban cuidadosamente. Más allá de este estrecho círcu­lo de huertos y también de jardines, en el que la extrema parcelación era la regla, se extendían en las áreas de ocupación agrícola antigua y extensa los espacios más amplios de los viñedos, los olivares y las tierras de labor. Si estas últimas eran más numerosas y amplias, también se daban grandes extensiones compactas dedicadas a la vid, que con frecuencia en España o en la Galia recibían la denominación de "colonia", o al olivar. Parece que en el área mediterránea era frecuente que en este segundo y amplísimo círculo del área cultivada dominase un claro régimen de open fields (cam­pos abiertos); lo cual no se puede considerar en absoluto una novedad atri- buible a los invasores germánicos. Al menos esto es lo que permiten afir­mar la legislación visigoda para la península Ibérica y el sur de la Galia, y la longobarda para la Italia septentrional. Tan sólo se levantaban débiles defensas -fosas o empalizadas a lo sumo- para impedir el libre deambular de los ganados, y ello de forma estacional.

A continuación de las tierras de cultivo se extendía una tercera franja de extensión muy variable según la naturaleza del terreno y la antigüedad de la ocupación campesina, formada por los baldíos y yermos, por los prados artificiales o naturales y por los bosques. Si los prados artificiales, privados y rodeados de defensas, constituían una zona de transición, junto con toda una serie de roturaciones campesinas pioneras (clausurae), los bosques y los pastos naturales con frecuencia solían ser el objeto de una explotación comunitaria y proporcional por parte de los miembros de la comunidad aldeana de la que dependían, siguiendo las modalidades seculares del com ­pascuus romano. Con la excepción de ciertos sectores de geografía parti­cularmente agreste o húmeda, los bosques y los pastos naturales constituían así una amplia reserva subexplotada a consecuencia de las insuficiencias demográficas y de la tecnología agrícola. El bosque, además de ser el lugar de una actividad marginal como la caza, constituía también una fuente de aprovisionamiento de algunas materias esenciales para el desarrollo de la sociedad campesina de la época: la miel, único edulcorante conocido, la leña y la madera para la construcción. También era utilizado para la cría del ganado porcino en régimen de montanera, de gran importancia y objeto de especial atención en todas las leyes de la época, ya que constituía la princi­

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pal, y muchas veces única, fuente de aprovisionamiento de proteínas y gra­sas animales para la población campesina. Ello era debido a que en toda la zona mediterránea, salvo en las áreas de montaña, la ganadería equina y bovina continuó siendo escasa y utilizada fundamentalmente como fuerza de arrastre, a pesar de la altísima valoración del caballo como instrumento de guerra o de los intentos de aumentar la cabaña bovina en ciertos domi­nios, como era el caso de los que la Iglesia romana tenía en Sicilia a finales del siglo VI.

Si en la estructuración de las áreas cultivadas y los baldíos el conserva­durismo con respecto al período romano fue notable en toda la zona medi­terránea, otro tanto podría afirmarse en lo tocante a las especies cultivadas. Las diversas reglas monásticas de la época permiten conocer el tipo de ali­mentación generalizado en la época. Esta seguía basándose fundamental­mente en los cereales panificables y en el vino, a los que se unían algunas leguminosas y hortalizas para acompañar a los primeros (companagium), y el aceite como grasa fundamental. Aunque dificultades climáticas insalvables y la rarificación del comercio alimenticio hicieron que el aceite se viese pro­gresivamente sustituido en las áreas montañosas continentales y septentrio­nales de los países mediterráneos por grasas animales, el Occidente euro­peo no renunció nunca al pan y al vino, pues estos alimentos se habían convertido en básicos gracias a la herencia de Roma y al propio Cristianis­mo, A este respecto es importante señalar que en estos siglos se produjo una progresiva extensión de la viticultura desde las zonas mediterráneas a otras poco aptas en principio para su cultivo, a causa de su altura o latitud. Una difusión en la cual no se puede despreciar en absoluto el papel desempe­ñado por las órdenes monásticas. También es necesario señalar que los cerea­les panificables más comunes eran, antes que el trigo -y, sobre todo, que el trigo candeal (triticum distinto del far adoreum), la cebada o el centeno; cere­ales de menor calidad, pero más rentables y más resistentes a los climas húmedos y secos o a los suelos de montaña con exceso de sílice. Una cierta mejora e innovación cabría señalar en relación con los frutales. Éstos apare­cen cada vez más numerosos, con frecuencia como explotación del tipo de huerto familiar y con un mayor número de variedades.-

4.3.3. El paisaje rural septentrional y continental

Por el contrario, los datos con que contamos para la reconstrucción del paisaje en las áreas no mediterráneas de Occidente son mucho más escasos aún. En todas ellas, y muy especialmente en la Gran Bretaña y en el antiguo país germano, la red de núcleos urbanos o nunca existió o quedó muy debi­litada tras las invasiones. Además, el nuevo poblamiento germánico hizo sur­

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gir una nueva red de asentamientos rurales que, en el caso de Inglaterra, con frecuencia no se apoyaba en la vieja red de calzadas heredada de Roma.

De este modo el paisaje rural en esas áreas se ordenó en torno a dos tipos fundamentales de agrupación preurbana: los wiky los castella. Situados en las orillas de los grandes ríos o en la costa, los wikeran centros de alma­cenamiento de bienes de consumo. Mientras que los castella, situados en lugares estratégicos desde el punto de vista militar, albergaban al poder polí­tico-administrativo y servían de refugio para la población de su entorno geo­gráfico. Estos castella eran con frecuencia herederos de antiguos núcleos urbanos romanos, como muestran de forma plástica los topónimos ingleses terminados en Chester. Alrededor de ellos se asentaba una población rural agrupada en aldeas, por lo general de dimensiones reducidas (Weiler). Has­ta el punto que a veces no contaban con más de tres hogares campesinos, como se ha observado en el valle del Lippe. En determinadas áreas predo­minaba el hábitat de tipo disperso, como era el caso de la zona del Bajo Rin y en Westfalia, o del tipo de asentamiento señorial inglés, con residencias for­tificadas denominadas burh.

Pero sobre todo el paisaje germánico se distinguía del mediterráneo por la muy diferente proporción existente entre la zona cultivada y los baldíos y el bosque. Este último ocupaba grandes extensiones de terreno que sepa­raban imas aldeas de otras, constituyendo a veces barreras casi insalvables. El mismo fenómeno se daba también en las áreas de anterior, aunque débil, implantación rural romana, como la Gran Bretaña, Flandes y la ribera dere­cha del Rin. En las zonas orientales del Reino franco las leyes de los alama- nes o de los bávaros nos permiten discernir para el siglo vn una preponde­rancia de la ganadería y la explotación marginal del bosque, incluso en el caso de los grandes dominios laicos o eclesiásticos. En cambio las tierras de cultivo eran más reducidas, limitándose a las zonas más cercanas a las al­deas y a las más fértiles, de suelo pesado y profundo. En estas tierras, más allá del área dedicada a los huertos familiares, siempre cultivados, se orga­nizaban cultivos cerealícolas limitados, dispuestos en grandes franjas (Strei- fen), cada una de las cuales correspondía a una explotación campesina. Domi­naba por completo el sistema de campos abiertos, con prácticas muy enraizadas de tipo comunitario para la delimitación de trozos homogéneos de barbecho y de cultivo, y aun de cereal de invierno y de primavera, o para la roturación de nuevos espacios, según un sistema de rozas periódicas.

4.3.4. Las técnicas de cultivo y los rendimientos agrícolas

Sin embargo, si en la organización del hábitat rural, en los tipos de culti­vo y en la importancia respectiva de la explotación agrícola y ganadera, se

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pueden señalar ciertas diferencias significativas entre los países mediterrá­neos y los germánicos, era común a ambos el bajo nivel tecnológico, con su corolario de rendimientos muy débiles por superficie cultivada.

En líneas generales podría afirmarse que tal nivel tecnológico venía impuesto por la especial estructura de las relaciones de propiedad y de dis­tribución de bienes en esos siglos. La preponderancia de las pequeñas uni­dades autónomas de producción en la agricultura y la rarificación del comer­cio alimentario impulsaban el policult-ivo y la autarquía, con sus secuelas de bajos rendimientos. Pero la débil demografía imponía un freno a la amplia­ción ilimitada de la agricultura de tipo extensivo. Limitación tanto más grave en la medida en que él trabajo humano y el barbecho seguían siendo los prin­cipales métodos de bonificación de la tierra en aquella época. De esta forma no todas las explotaciones agrícolas contaban con el necesario ganado mayor para labrar las tierras. Y esta escasez reducía también notablemente la posi­ble utilización del abono animal; cosa especialmente observable en las regio­nes mediterráneas. Al tiempo que el mismo ganado, en las zonas de predo­minio de los open fields, imponía un límite a otras prácticas conocidas de bonificación, como la escarda o la quema de rastrojeras.

Aunque los campesinos de Occidente habían heredado del mundo roma­no todo un especializado instrumental agrícola, su utilización debía verse limitado en gran medida a consecuencia del valor de los instrumentos de hie­rro. Las reglas monásticas de la época suelen señalar con insistencia el espe­cial cuidado que se debía tener con tales herramientas, propiedad de la aba­día y puestas bajo la vigilancia de un monje de probada confianza. Es de suponer por otra parte que los campesinos más pobres, sobre todo en las áreas germánicas, aún utilizaban rejas de arado de madera endurecida al fuego, las cuales eran muy quebradizas.

Tampoco parece que las invasiones aportasen nuevas técnicas agrarias de importancia. Tan sólo cabría señalar la posibilidad de una mayor difusión del viejo tipo de arado germano pesado y provisto de ruedas (canuca o ploum) en la Galia e Italia del norte. Pero también hay dudas sobre las ven­tajas que tuviera sobre el tradicional romano, pues no es seguro que pose­yera verdaderamente una vertedera. En todo caso éste arado en la penín­sula Ibérica debió de seguir siendo desconocido, y además su utilidad en los ligeros suelos mediterráneos puede ponerse en duda. La difusión de una rotación trienal de una cierta importancia sólo está atestiguada a partir del siglo VIH y, sobre todo, en el norte de Europa, el valle del Loira y la zona alpi­na. Ύ ello porque en las zonas mediterráneas el cereal de primavera siguió siendo escaso y utilizado como expediente de urgencia ante la imposibili­dad de la normal siembra otoñal.

Por el contrario, en estos mismos países mediterráneos debieron de seguir utilizándose las antiguas redes de acequias y canales para el cultivo

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de regadío. Incluso en la península Ibérica se ha podido documentar la difu­sión en aquella época de artificios elevadores de agua, como la noria de arca­duces o cangilones. Esos siglos a que nos referimos habrían visto también la difusión general del molino de agua, a causa sin duda de la escasez de mano de obra en los grandes patrimonios. Pero no todas las explotaciones cam­pesinas tuvieron acceso a él, y en las zonas marginales (Alemania) aún se siguió practicando por mucho tiempo la molienda a mano.

En definitiva, una tierra mal trabajada y escasamente bonificada, cuyos rendimientos tenían que ser necesariamente débiles: no mucho más del 3 por ciento para el trigo y cebada en años normales. Estos rendimientos son los típicos de una agricultura de subsistencia, fuertemente sometida a las inclemencias climáticas, a plagas como la de la langosta en los países medi­terráneos, y a las deficitarias técnicas de almacenamiento y conservación de las cosechas. Las consecuencias demográficas de todo ello ya las hemos ana­lizado (vid. supra, 122 y ss.).

Pero una tal consecuencia demográfica catastrófica tenía una incidencia muy distinta socialmente, a causa de las relaciones de propiedad dominan­tes en todo Occidente en aquellos siglos.

4.3.5. La pequeña propiedad campesina

Es innegable que en aquella época todo Occidente conoció la pequeña propiedad campesina libre, tanto en los países mediterráneos como en las áreas marginales de la Gran Bretaña y Germania. A pesar de la fuerte ten­dencia hacia la concentración de la propiedad en el Bajo Imperio, en todos los países del Occidente mediterráneo debieron continuar manteniéndose numerosos pequeños y medianos campesinos libres, quienes a menudo, agrupados en comunidades aldeanas con usos comunitarios, vivían en vici, donde las pequeñas propiedades colindaban a veces con porciones de los grandes patrimonios. Las grandes invasiones de los siglos V y Vi tuvieron efectos contradictorios para el mantenimiento de tales tipos de pequeña y mediana propiedad. Si, por un lado, los asentamientos de los invasores, con los consiguientes repartos de tierra, pudieron reforzar la pequeña y media­na propiedad, por otro, como señala Salviano de Marsella, al socaire de las invasiones del siglo V en la Galia y las Españas, muchos pequeños propieta­rios campesinos perdieron sus tierras y se convirtieron en colonos en el mar­co de la gran propiedad. Así pues la instauración de los nuevos Estados no debió cambiar mucho la situación, aunque produjo diferencias regionales importantes.

En la España visigoda la disminución de la pequeña propiedad campe­sina fue un acontecimiento esencial en los siglos VI y Vil. El mantenimiento de

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una pesada maquinaria fiscal, heredada del Bajo Imperio, y el fuerte control del Estado, ejercido por la aristocracia fundiaria, provocaron el endeuda­miento y empobrecimiento final de muchos pequeños campesinos; quienes al final se -vieron obligados a malvender, o aun entregar, sus tierras a un pode­roso vecino y entrar, en el mejor de los casos, en una relación de depen­dencia personal, bajo la fórmula tardorromana del patrocinium, y recibir sus antiguas tierras en concesión condicional (iure precario), con la obligación de pagar una serie de rentas. Una situación muy semejante puede detectar­se en la Galia meridional y central en aquellos mismos siglos, tal y como reve­lan ciertas fórmulas de encomendación (patrocinium) y precaria provenien­tes de Tours.

Por el contrario, en la Italia dominada por los longobardos se produjo un cierto renacimiento de la pequeña y mediana propiedad campesina. En este caso la destrucción, o cuando menos radical disminución, de la antigua pro­piedad senatorial tardorromana y los numerosos y desiguales repartos entre los invasores hicieron surgir, entre otras cosas, una significativa mediana pro­piedad de explotación directa, reflejada en la sustitución del término villa por el de curtis o fundus. Y a esto habría que añadir la recreación de pequeña propiedad aldeana; los asentamientos de colonos militares (los arimanni) ,

asentamientos militares que tuvieron también su contrapartida en la Italia dominada por los bizantinos.

Sin duda, una mayor importancia y extensión habría de tener la peque­ña propiedad campesina en las áreas marginales de la Romania de más den­so poblamiento germánico. Además en ellas se produjeron procesos de roturación de una cierta importancia, al menos en el siglo vn (vid. supra, 126). En la Galia se puede observar la actuación de ambos factores. Para sus par­tes más septentrionales y orientales el pactus legis Salicae, en sus tres esta­dios de redacción más antiguos, aproximadamente hasta finales del siglo VI, atestigua una cierta importancia de la pequeña propiedad como conse­cuencia del nuevo poblamiento franco. Mientras que en las áreas com­prendidas entre el bajo Sena y el Loira inferior y medio la aparición del mis­mo fenómeno se debió principalmente a la fuerza de los agrupamientos aldeanos surgidos de las nuevas roturaciones. En las tierras situadas al este del Rin, ya en zona propiamente germánica, la presencia de una significati­va pequeña propiedad era consecuencia de ambos tipos de factores. La ley de los alamanes (título 81) ponía ciertas limitaciones a la desmembración por herencia de los pequeños patrimonios, para así defenderlos mejor de su desaparición.

Algo muy parecido hay que suponer que sucedía en la Inglaterra anglo­sajona. Como consecuencia de la conquista y roturación surgió en la isla un potente grupo de medianos y pequeños campesinos libres, los ceorls, fun­damentalmente en Kent. Como sus congéneres del continente estos ceorls

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vivían de la explotación directa de un patrimonio fundiario familiar denomi­nado hide (en Kent, sulung), de una extension semejante al manso medieval y que era comparable a la huba de Germania; es decir, la tierra que podía arar una familia con una sola yunta. Aunque también habría que señalar aquí que tal propiedad campesina había entrado ya en un franco retroceso a fines del siglo vn.

4.3.6. La gran propiedad laica y la eclesiástica.El sistema de la “hospitalidad”

Pero en definitiva fue la gran propiedad la verdaderamente determinan­te y significativa en las relaciones socioeconómicas existentes en el ámbito rural de Occidente en esos siglos. Esta significación aumentó con el tiempo y, como acabamos de señalar, fue más intensa en las zonas centrales de la vieja Romania, en las que sus raíces históricas eran también más antiguas. Durante el Bajo Imperio, en estas zonas se formó una gran propiedad deten­tada por el poderoso grupo de los senadores. Resulta evidente que, salvo contadas excepciones -principalmente en la Italia longobarda y en el Africa vándala-, los grandes patrimonios fundiarios no sólo se conservaron en lo esencial, sino que incluso se reforzaron. Como consecuencia de la frag­mentación política de Occidente, tales patrimonios, aunque se vieran dismi­nuidos, se concentraron geográficamente.

A este respecto habría que señalar que los repartos de tierras efectua­dos en virtud del sistema de hospitalitas significaron una cierta salvaguardia para los grandes patrimonios. En principio, el sistema respetaba los dere­chos eminentes de propiedad, afectando sólo el usufructo, además de los impuestos a cobrar por el Estado, y asegurando con precisión e insistencia los antiguos límites y estructura de los dominios. Entre los burgundios y los visigodos de Tolosa, los senadores obtuvieron ciertas ventajas indudables, aunque el reparto pudo afectar casi exclusivamente a sus patrimonios. En primer lugar la implantación de la fuerza militar de los nuevos reinos supu­so en ambas zonas una cierta seguridad frente a las graves sublevaciones campesinas de tipo bagáudico. Tanto en uno como en otro reino el “huésped" germano obtuvo dos tercios de la tierra cultivable, o mejor dicho de sus ren­tas, mientras que el propietario romano se quedaba con dos tercios de la fuerza de trabajo humana y con la mitad de los bosques y baldíos, sin duda la proporción más amplia de los dominios senatoriales. Aún más favorable para los senadores fue el régimen de hospitalitas aplicado por el ostrogodo Teodorico en Italia, pues el reparto, que afectó a todos los tipos de propie­dad, otorgaba al huésped godo tan sólo una tercera parte tanto de los bie­nes muebles como de los inmuebles, de las rentas que ambos engendraban,

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y con frecuencia se concedieron indemnizaciones en función de la antigua propiedad imperial. Finalmente, en el caso del Africa vándala y de la Italia longobarda los repartos entre los germanos fueron muy desiguales, dando lugar a la conversión en grandes terratenientes de los miembros de la vieja aristocracia gentilicia o de la nueva nobleza de servicio. Aunque ciertamen­te en estos casos la expropiación de las tierras de la antigua gran aristocra­cia senatorial, e incluso de la Iglesia católica en el caso vándalo, fue profun­da y bastante generalizada.

Una vez constituidos los nuevos Estados, la mayor debilidad del poder central y el establecimiento de lazos de dependencia de naturaleza proto- feudal entre el rey y los grandes propietarios ofrecieron magníficas oportu­nidades para redondear y ampliar sus grandes patrimonios, sobre todo por el juego de las donaciones regias, o concesiones de naturaleza condicional. Aunque naturalmente todo ello no debe hacernos olvidar dos características esenciales de la gran propiedad de esta época: su dispersión y su relativa­mente gran movilidad. Con frecuencia una gran propiedad se encontraba repartida en numerosas parcelas dentro de un radio de más de 100 kilóme­tros de distancia. Lo que no impedía la integración económica de todas ellas e incluso la especialización de algunas, en concreto la vitícola y la ganade­ra. Por otro lado, la misma mecánica de la herencia aumentaba una tal dis­persión y fragmentación, así como su misma movilidad. De esta forma se comprende cómo en la documentación diplomática de la época más que de grandes fincas se hable por lo general de portiones. La movilidad también se veía enormemente acelerada en países como la Galia merovingia o la España visigoda del siglo vn, a consecuencia de las intrigas y frecuentes rebe­liones.

Pero frente a esta esencial dinámica de destrucción/reconstrucción, típi­ca de la gran propiedad laica, la eclesiástica gozó de una enorme estabili­dad, al tiempo que su crecimiento fue constante a consecuencia de las nume­rosas donaciones regias o testamentarias y de la propia roturación monástica. La propiedad eclesiástica sólo se veía amenazada por las posibles rapiñas de los obispos sobre los b ienes de sus diócesis, cosa que las disposiciones canónicas de la época trataron de evitar; por las concesiones en precario pro stipendio a favor de los clérigos de una determinada iglesia, como se testi­monia en la Italia longobarda y en la España visigoda. Al final la gran ame­naza de la propiedad eclesiástica habría de constituirla el propio Estado, necesitado de las rentas de ese inmenso patrimonio fundiario acumulado para pagar a sus soldados, concesiones de tierras eclesiales a militares que se observan ya en los siglos VI y vil en el Reino visigodo o en el África e Ita­lia bizantinas, y que adquirirían un volumen enorme en la Galia de mediados del siglo VIII con el famoso expediente realizado por Carlos Martel de con­ceder a sus soldados de elite tierras de la Iglesia a título beneficial, aunque

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la Iglesia mantuviera su teórica propiedad bajo la figura jurídica de la p re ­caria verbo regis.

4.3.7. La estructura de la gran propiedad: reserva y tenencias campesinas

El tamaño de los grandes dominios podía ser muy diverso; aunque en la Galia del siglo vn dominios de más de 1.100 hectáreas debían ser todavía raros, fuera del patrimonio regio o eclesiástico. Lo que por otra parte no necesaria­mente es un indicio de la magnitud total de un patrimonio fundiario, sino del grado de fragmentación de la propiedad. Y aunque la mayor parte de los patri­monios fundiarios en esta época tenía un carácter regional, no pueden igno­rarse algunas excepciones, incluso todavía en tiempos avanzados. Tal sería el caso de las propiedades de Bertram, obispo de Le Mans (586-616). En el inmen­so patrimonio de Bertram -que totalizaba 135 unidades, entre ellas 62 villae y 23 grupos de ellas- se contaban propiedades en Neustria (valle del Sena) y Aquitania (Burdeos y Saintonge), heredadas respectivamente de su padre y madre, pero también algunas otras en Austrasia. Y por supuesto el patrimonio de la sede pontificia de Roma se encontraba muy disperso, aunque un grueso del mismo a finales del siglo vi estuviera situado en Sicilia. También varían muchos en las fuentes sus denominaciones: villa, locus, massa. Este último tér­mino se utilizó en Italia y se refería a todos los dominios de un mismo propie­tario situados en una determinada área geográfica, más o menos amplia según las circunstancias. Sin embargo su estructuración debía de ser, en líneas gene­rales, bastante parecida en todo Occidente. Dicha estructuración consistía en lo fundamental en la existencia de una porción reservada para el cultivo direc­to del propietario, generalmente situada junto a los viejos y lujosos estableci­mientos heredados de tiempos romanos o los nuevos monásticos, y de una serie de tenencias campesinas de tamaño y estatuto diferentes. Sin embargo esta estructuración en absoluto debe llevarnos a pensar que ya en estos siglos se había constituido en Occidente el típico sistema señorial o curíense de épo­ca carolingia. Las diferencias con este último eran fundamentales. En esencia afectaban a la importancia respectiva de la reserva y las tenencias, y a los modos de explotación de una y otras. Eso con independencia de que había propie­dades compuestas de sólo reserva o tenencias campesinas.

4.3.8. La explotación de la reserva. La esclavitud

En principio se podría afirmar para todo el Occidente de la época que existía una mayor extensión de reservas con respecto a las del llamado sis­

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tema señorial clásico posterior; sería incluso posible señalar algunos puntos extremos. Así, en las zonas de la Galia del norte, en áreas boscosas y are­nosas, las reservas ocupaban grandes extensiones de terreno, mientras sus correspondientes tenencias campesinas eran, aún en el siglo vil, débiles explotaciones surgidas de una incipiente roturación. En las áreas medite­rráneas -península Ibérica, Mezzogiomo italiano e islas adyacentes- todavía existían importantes latifundios compactos, heredados del Bajo Imperio. Po­dían ser tierras del antiguo fisco imperial o de la Iglesia, principalmente. Éstos carecían de tenencias y eran explotados directamente, o con el conocido sis­tema de arrendamiento a gestores intermedios (conductores), por lo menos hasta mediados del siglo VI.

Las reservas, explotadas cada vez más frecuentemente de forma direc­ta por sus propietarios, por intermedio de administradores o prebostes (actores, vilici o m aiores loci) , podían ser trabajadas por medio de mano de obra esclava, puesto que en aquella época, a favor de la perpetua inse­guridad política, se produjo un incremento notable de la esclavitud, con aportes -en el caso de la Galia- de gentes provenientes de las avanzadas eslavas. Y es en este limitado contexto en el que deberían situarse las recien­tes tesis defensoras de la continuidad de la esclavitud antigua en estos siglos, y hasta incluso un resurgimiento de la misma, como señalamos en la introducción y sobre la qué volveremos más delante (vid. supra, 110). Por otro lado, para el caso de la conservadora Italia, Domenico Vera ha señalado que el paso capital que supuso la sustitución o transformación de la antigua villa esclavista centralizada por otra parcelizada trabajada por campesinos autónomos con un extensivo policultivo se encontraba ya ple­namente consolidado a finales del siglo iv. En el último veintenio algunos historiadores italianos o vinculados a la Escuela británica en Roma han insis­tido en la necesidad de insertar todo estudio de la fuerza de trabajo huma­na en la Italia de estos siglos en el más amplio de la gran propiedad, en especial en el de la estructura de sus rentas y del beneficio de las mismas. Además estas investigaciones han venido a defender también para Italia el abrumador predominio de las rentas en especie, aunque en fases suce­sivas pudieran o bien ser transformadas en dinero vía el mercado o bien simplemente contabilizadas en moneda, lo que conviene muy bien con una gran propiedad trabajada por medio de tenancier os autónomos que pagan su renta en especie.

Bajo esta perspectiva se ha defendido así últimamente el claro predomi­nio de los coloni en el agro italiano del siglo vi-vil, cosa sobre la que volve­remos más adelante. Por su parte en la Galia merovingia se ha señalado cómo en el testamento de san Remigio, obispo de Reims y perteneciente a la anti­gua nobleza senatorial romana de principios del siglo VI, el número de escla­vos mencionados es muy bajo.

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Junto a la mano de obra esclava se encontraban otros operarios, en número por lo general bastante inferior, de condición jurídica semilibre o libre: jornaleros eventuales, campesinos pobres de los alrededores o minis­teriales empleados en funciones especializadas de la producción artesanal (minería, canteras y salinas, herrerías, tejedurías, etc.) integrada en la gran propiedad, en conjunción con mano de obra esclava especializada de alto precio.

4.3.9. Las tenencias. La formación del campesinado dependiente

Con respecto a las tenencias campesinas habría que señalar, en primer lugar, la existencia de éstas, o de grupos de éstas, de un modo disperso y sin verse integradas en ningún sistema patrimonial articulado en torno a una reserva.

Este fenómeno podía obedecer a tradiciones campesinas locales o a las mismas vicisitudes históricas de la gran propiedad, como es el caso refleja­do en el famoso testamento del obispo Vicente, de mediados del siglo VI, para la zona del Prepirineo aragonés. A este respecto tienen particular interés las pequeñas o medianas explotaciones entregadas para su cultivo a campesi­nos libres en virtud de un contrato fijado en principio por un tiempo limitado -con frecuencia no alcanzaba los 50 años- y a cambio de la prestación de una renta fija o calculada sobre la cosecha, por lo general el 10 por ciento, satisfecha en dinero o en especie y de ciertas prestaciones de trabajo, casi siempre de transporte. Estos campesinos eran denominados en Italia libe- llarii, donde tenían la obligación de mejorar la explotación, mientras en la Galia y España lo eran precaristas, o aun con referencia a la tierra colonica en el caso de Borgoña y este galo. Abundaban particularmente en las tierras de la Iglesia, y significaba en cierto modo una reconversión de la gran pro­piedad en pequeña. En segundo lugar, las tenencias, de extensión muy varia­ble, estaban trabajadas por una mano de obra con un estatuto jurídico aún bastante diferenciado, lo que incidía en la relación económica de aquéllas con respecto a la reserva. También hay que señalar que se observa una dife­rente evolución en los estatutos de dicha mano de obra en las distintas regio­nes de la vieja Romania, aunque siempre a partir de una herencia tardorro­mana semejante.

En la Galia merovingia, dichas tenencias recibían nombres diversos, que en principio podían hacer referencia al estatuto jurídico del campesinado adscrito a ellas, o a su carácter de constituir en esencia una explotación fami­liar autónoma: colonica (París, cuenca del Oise, áreas del noroeste, oeste, Borgoña y países alpinos), casata (huba en el país germano) y, en fin, man­sus, que sólo se impondría a partir de la época carolingia, desde la île de

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France. En cuanto a los campesinos que ocupaban estas tierras había dos grupos: el de los esclavos asentados (servi casati) y el de los colonos (colo­ni ascripticii). Los primeros, aunque estaban dotados de su propio peculio (animales, instrumentos, etc.), no podían abandonar su trabajo, aunque sí podían ser trasladados a voluntad del dueño; y junto a las pesadas cargas en especie también estaban obligados a realizar importantes corveas (operae) agrícolas en la reserva señorial.

A finales del siglo VI, las leyes de los bávaros y de los alamanes fijaron las corveas a llevar a cabo en los patrimonios reales en tres días de traba­jo a la semana, lo que sin duda representaba una significativa contribución a la explotación de la reserva y un paso fundamental en la plena constitu­ción del sistema señorial clásico. Más favorable era, sin duda, la situación de los colonos. Estos colonos debían ser infinitamente más frecuentes en las tenencias campesinas que los esclavos, a juzgar por los testimonios de los testamentos de época merovingia conservados, no menos de doce, y los documentos contables de la abadía de San Martín de Tours de la segunda mitad del siglo vil.

Siguiendo una tendencia ya iniciada en el Bajo Imperio, el colono había terminado por quedar de facto indisolublemente unido a la tierra que traba­jaba, y aunque estaba bajo la tuitio o patrocinio del gran propietario -condi­ción que era heredada por sus hijos- no podía sin embargo ser desposeído de su tierra ni trasladado de lugar. A cambio de ello, el colono se veía obli­gado al pago de diversas contribuciones en especie -por lo general, cuan­do menos, un décimo de la cosecha- y a realizar limitadas corveas, que en lo fundamental eran de tipo industrial y de transporte, siendo, por el contra­rio, insignificantes las de tipo agrícola: en todo caso, el cultivo de una estre­cha franja de tierra (igra o andecinga en el país germánico) en la reserva.

La situación que podemos señalar en Italia, en especial la de los longo- bardos en el siglo vil, no era muy diferente. También aquí las tenencias eran trabajadas, además de por esclavos asentados, por una serie de campesi­nos dependientes herederos tanto de los colonos tardorromanos como del numeroso grupo de los semilibres germanos. Como en otros lugares de la Romania, también en Italia se reforzó la tendencia a la unión de tales cam­pesinos a sus tenencias, por lo que éstas recibirían denominaciones deriva­das de su particular estatuto jurídico: coloniciae (aunque, a diferencia de lo ocurrido en la Galia, en Italia un colono podía ser obligado a trasladarse), aldiariciae, tríbutaríae. Las tenencias italianas eran de extensión variable -el inventario de la iglesia de Ravena en el siglo vi señala por término medio unas 8 o 6,5 hectáreas- y sus ocupantes debían pagar por ellas rentas en especie y corveas, a lo que parece fundamentalmente de carácter no agra­rio. También se observa un claro predominio de los coloni en el agro italia­no de los siglos VI-VH, tanto en las propiedades sicilianas del Papado, que nos

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descubren las cartas de Gregorio Magno, como en las padanas de la iglesia de Ravena que nos muestra su colección de papiros. Ciertamente que en unos y otros lugares se documentan también esclavos. Pero con indepen­dencia de que su número pudiera ser inferior se trata de auténticos serví casa- tiy, por tanto, quasi coloni.

Ciertas particularidades dignas de ser tenidas muy en cuenta pueden observarse, a su vez, en la península Ibérica. Aquí las tenencias en las fuen­tes legales del siglo VII reciben genéricamente la denominación de sors, siendo trabajadas casi siempre por esclavos asentados y por campesinos libres situados bajo el patrocinio del propietario fundiario. Estos últimos provenían, fundamentalmente, de esclavos manumitidos, ya que desde mediados del siglo vil todos los libertos quedaron sujetos a la tuitio, por la que debían obsequium, de sus antiguos propietarios, con la obligación de seguir trabajando, y posteriormente sus hijos, sobre todo en el caso de liber­tos de la Iglesia, la tierra de su patrono. Por el contrario, en la península Ibé­rica las fuentes desconocen por completo para el siglo VII la existencia de colonos, cuya desaparición debió de haber tenido lugar, mediante su recon­versión en esclavos, en los siglos V y VI en un proceso ya denunciado por Salviano de Marsella.

Esta desaparición de los antiguos colonos tardorromanos en el Reino de Toledo justifica lo difícil que es leer cualquier testimonio de la época sin que en seguida se encuentre mencionado algún esclavo. Como muestra valga un botón: en 229 de las 498 (el 46%) de las leyes recopiladas en el Liber Iudicum se mencionan los esclavos. Una cifra elevadísima que tam­bién destaca frente a otras codificaciones de la Europa romano-germánica: 13% en la Ley Sálica y 23% en la llamada de los Ripuarios. Es más, en la últi­ma ley datada en el Liber Iudicum, una novella de Egica posterior a noviem­bre del 702, se afirma que no existía en el Reino un rincón donde no se ocul­tara algún esclavo fugitivo. Nueve años antes se había considerado muy pobre una iglesia rural que tan sólo tuviera diez esclavos para trabajar en sus tierras.

Esta particular desviación hispánica indica algo muy característico de la época en todo Occidente: la tendencia a la igualación entre todos los grupos de campesinos no propietarios. Pero tal igualación tendió a realizarse por la base, afectando ante todo a su condición jurídica, y por tanto cada vez fue menos significativa la noción de esclavitud/libertad. A mediados del siglo V

en el Reino visigodo galo habían desaparecido ya por completo las diferen­cias que con anterioridad habían distinguido entre los denominados simple­mente coloni y los más concretos inquilini, originarii, tributarii o adscripticii, tal y como señala el testimonio de Sidonio Apolinar. De hecho esta homoge- neización del colonato era un proceso general a todo el territorio del antiguo Imperio. Se ha notado con razón cómo, a diferencia del Código de Teodo-

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sio, donde las varias leyes relativas a los colonos están dispersas en varios y distantes títulos, un siglo después el Código de Justiniano tiene una com­pacta rúbrica. En el Imperio protobizantino esa homogeneización sin duda se realizó por la base, considerándoles a todos adscrípticii, con una irrompi­ble y hereditaria vinculación a su gleba y sometidos al pago de la capitatio. A mediados del siglo V una novella de Valentiniano III afirmaba que tanto ori­ginarii e inquilini como los esclavos tenían todos una condición servüe. A prin­cipios del siglo vi algunas interpretaciones de Alarico II a constituciones del Teodosiano indican cómo los originarii eran considerados como directamente vinculados al dueño de la tierra que trabajan y no sólo a ésta; es más, al igual que a los esclavos se les prohíbe a los colonos alienar su peculio sin el con­sentimiento de sus "dueños".

Sin duda esta tendencia a confundir originarii y servi afectó también a otros territorios de la Galia no sometidos a los reyes godos. Así, la legisla­ción de los burgundios, muy influida por la de Eurico, en algunos casos con­templa su equiparación. La legislación burgundia de los siglos v-vi coincide con la -visigoda del VII al confundir la responsabilidad penal de los esclavos y demás grupos humildes con estatuto dependiente, libertos o libres en rela­ción de patrocinium; por su parte la reglamentación longobarda del matri­monio entre esclavos y libres, que concedía en el siglo vin la ingenuidad a los hijos habidos de tales uniones.

Por supuesto que esta creciente indiferenciación entre campesinado dependiente en general y esclavos supuso también un cambio en la consi­deración de la propia esclavitud. Porque lo que es inaceptable es pensar que en estos siglos se concebía al esclavo de igual manera que en los tra­tadistas antiguos. Sin duda que el Cristianismo no supuso ninguna condena de la esclavitud, pero sí hizo mucho por borrar las barreras mentales que separaban antes a libres y esclavos, sustituyéndolas por otras nuevas entre los fieles y los paganos y herejes. Es más, la retórica eclesiástica identifica­ba al auténtico cristiano como un servus de Dios y un inquilinus en este Mun­do, creando toda una contrajerarquía de valores. Que hubiera mal trato hacia los esclavos no presupone que se les considerase realmente un mero ins­trumentum vocale. _

En todo caso la literatura de la época se singulariza por una general valo­ración negativa de los campesinos (rustid) en general, sin distinguir entre escla­vos o libres, considerándoles a todos ellos como sospechosos de creencias y prácticas paganas o heréticas. Por ello tal vez la visión de la esclavitud en los reinos romanogermanos se vea especialmente desenfocada en los códi­gos legales, en exceso retóricos y arcaizantes. Y, en todo caso, de lo que no cabe duda es de que estos reinos tenían mucho menor capacidad coerciti­va que el antiguo Imperio. De modo que la abundancia de los esclavos fugi­tivos y de sus seditiones más que prueba de un recrudecimiento de la escla­

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vitud es síntoma de la debilidad del Estado. Además, hay indicios de que en tales sediciones intervenían de forma mezclada campesinos libres y escla­vos, hasta el punto de que en más de una ocasión el propio legislador se refiriera simplemente a rustid.

Y algo semejante se podría decir, respecto de la abundancia creciente de la legislación contra los uniones entre esclavos y libres. Lo frecuente del fenómeno puede ser el mejor indicio de que las tradicionales barreras men­tales entre libres y esclavos se estaban derrumbando. Como también debe­ría considerarse un testimonio de lo mismo la proliferación de la venta como esclavo de uno mismo, un fenómeno que había repugnado profundamente a la mentalidad del cives clásico.

Esta tendencia a la constitución de una única clase· de campesinos depen­dientes se vio favorecida -en el caso de los campesinos pobres jurídicamente libres- por las nociones paralelas de la Hausherrschañ germánica y del dere­cho de autopragia tardorromano. Es más, la monopolización creciente por parte de la gran aristocracia latifundista de los altos puestos de la adminis­tración en los reinos romanogermánicos de la época hizo que confluyese el poder coercitivo del gobierno con el derivado del dominio sobre la tierra. Así, pues, fueron los principales beneficiados por tal unión de poderes -el rey, la Iglesia, con las inmunidades concedidas en el reino franco a partir de 635, y los grandes vasallos regios: duques y condes entre los merovingios, visigodos y longobardos- quienes iniciaron el proceso de aumento de las prestaciones de trabajo personal de los campesinos dependientes, lo cual estaba en la raíz de la constitución y extensión del régimen señorial clásico. A este repecto debe señalarse la relación genética del sistema señorial clá­sico con la forma en que se recaudaba el fundamental tributo bajoimperial de la capitatio-iugatio en la Galia merovingia según la opinión de Walter Gof- fart. Pues la debilitada Monarquía merovingia habría acabado por entregar a los grandes propietarios la parte que correspondía al Estado en la fase recaudatoria confiada ya antes a aquéllos. Además, los más cualificados de éstos, la nobleza y la Iglesia, habrían acabado por recibir el privilegio de la inmunidad respecto de la primera fase recaudatoria de exclusivo beneficio estatal. Todo ello habría tenido un testimonio léxico extremadamente elo­cuente, al pasar el viejo término fiscal romano census a significar la renta seño­rial pagada por los tenancieros medievales.

4.3.10. Las resistencias y revueltas campesinas

Pero, al mismo tiempo, este proceso no podía realizarse sino en compa­ñía de una creciente oposición y resistencia campesinas. Junto a los típicos y violentos brotes bagáudicos en la Galia y la península Ibérica en el siglo V,

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en las siguientes centurias aparecieron otras formas más pasivas de oposi­ción campesina: fundamentalmente, la huida de esclavos de su lugar de tra­bajo, el auge del eremitismo y ciertas resistencias paganas, el bandidaje, etc. Este tipo de resistencias degeneraron a veces en auténticas coniurationes -el edicto de Rotario (280) habla de las sediciones rústicas, confluyendo en ellas tanto esclavos como libres- o movimientos de tipo mesiánico, como el pro­tagonizado en 590 en la Galia por un taumaturgo que se hizo pasar por Cris­to y formó una banda de más de 3.000 miembros. Precisamente fue en el Rei­no visigodo de Toledo, en el que la polarización social fue más acusada, donde la resistencia alcanzó extremos muy peligrosos a principios del siglo vm, los cuales facilitaron la subsiguiente conquista islámica. En todo caso tam­poco estará de más recordar que la proliferación de estas revueltas, así como lo frecuente de la figura del esclavo fugitivo, también son síntomas de la debi­lidad creciente del Estado, y no necesariamente de un aumento del males­tar de los humildes.

4.4. La ciudad y el comercio

4.4.1. La ciudad: continuidad y metamorfosis

Antes de las invasiones los pueblos germanos desconocían la vida urba­na y las ciudades, al menos en el sentido de extremo desarrollo que el fenó­meno urbano había tenido en el Imperio romano. Resulta también indudable que los invasores atacaron con especial dureza a las ciudades del Imperio, principales núcleos defensivos de éste y asiento de las mayores acumula­ciones de riqueza. Sin embargo, con la única excepción de las áreas de masi­vo poblamiento germano, en concreto Inglaterra, las antiguas ciudades pudie­ron subsistir a las invasiones. Ni tan siquiera desaparecieron las grandes metrópolis del Rin -Colonia, Tréveris, Estrasburgo, Maguncia-, tantas veces reedificadas como destruidas. Al estudiar el poblamiento germano hicimos referencia a cómo en muchas áreas éste se basó en la red urbana preexis­tente. A la atracción de la ciudad como lugar donde tenía su asiento la vida "a la romana" se unían las mejores posibilidades defensivas ofrecidas por sus potentes recintos amurallados, heredados del Bajo Imperio. En la Italia septentrional y central la ciudad constituyó el lugar de residencia preferido de reyes y nobles, y donde éstos acumulaban la mayor parte de sus rique­zas, tal y como están mostrando las prospecciones arqueológicas en Vero­na, Brescia y Lucca.

Pero esta persistencia fundamental de la ciudad y de la vida urbana duran­te aquellos siglos en Occidente no debe ocultarnos la otra faz del problema: su profunda mutación o metamorfosis. Esta última no sería sino el momento

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fmal de una lenta evolución, iniciada cuando menos a mediados del siglo ll, de la que iba a nacer la típica ciudad del Medievo, en esencia distinta a la de la Antigüedad clásica. Una mutación que habría tenido lugar a dos niveles distintos: en el aspecto ñsico de las ciudades y de la red urbana, y en su con­tenido socioeconómico.

4.4.2. La ciudad y la ordenación del territorio

Al hablar del paisaje rural ya hicimos notar que en casi toda la Romania los núcleos urbanos continuaron siendo los nudos de toda ordenación terri­torial, aunque ello no impidió que con frecuencia tuviesen lugar transforma­ciones en el estatuto administrativo entre los diversos centros de habitación de un territorio dado.

Aspecto fundamental de esa persistencia de la ciudad en toda la antigua Romania fue el que las ciudades continuaran siendo los núcleos de toda orde­nación territorial; aunque ello no impidió que con frecuencia tuviesen lugar transformaciones en el estatuto administrativo entre los diversos centros de habitación de un territorio dado. Estos cambios habrían afectado tanto al sur­gimiento de nuevas cabezas de distrito como a las transferencias de capita­lidad. Ambos fenómenos, atestiguados principalmente por la aparición de nuevas sedes episcopales, se aprecian en todo Occidente. Así, Ginebra y Gracianópolis se segregaron de Vienne; Orleans, de Chartres; Agde, de Béziers; Uzés, de Maguelonne; Arisito y Tolón, de Arlés; Egitania, Viseo, Lame- go y Caliabria, de Coimbra y Oporto; Porto de Ostia; Caudium y Samnium (Macchia) de Benevento. Dijon predominó sobre Langres; Viviers, sobre Alba; Grado, sobre Aquileya, o Eminio sobre Conimbriga. Las razones de tales cambios pudieron ser muy distintas en unos casos y en otros. En algu­nos pudo deberse a un avance urbanizador en zonas anteriormente poco afectadas por tal fenómeno o a las mayores posibilidades ofrecidas para el comercio por los nuevos núcleos, como serían los casos de Viviers y Porto frente a Ostia; o las bajadas a las riberas del Ródano y del Duero, respecti­vamente, de Lyón y Oporto.

4.4.3. La estructura física urbana

Desde el punto de vista.de su aspecto físico indudablemente en aquella época el rasgo topográfico exterior más sobresaliente de las ciudades de Occidente era su amurallamiento. Este proceso, iniciado en el Bajo Imperio, fue completado entonces; y los nuevos poderes públicos se ocuparon del mantenimiento y mejora de los recintos amurallados. La construcción de tales

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murallas supuso, por lo general, una reducción del espacio urbano intramu­ros, la cual no puede ser considerada en modo alguno como índice seguro de una disminución del tamaño y la demografía urbanos. Realmente se tra­taba de construir verdaderas ciudadelas de fácil defensa con fuerzas milita­res escasas, por lo que a veces se edificaban fortalezas, junto a una pobla­ción o en su interior, aún más reducidas, como ocurrió en Verona, Nápoles, Toledo, Timgad, Háidra, Dougga, etc.

Al tiempo que se observa el surgimiento intramuros de espacios verdes o vacíos, dedicados a veces a cementerios, en el exterior de muchas ciuda­des surgieron barrios suburbanos (suburbia) cuyos edificios se agrupaban, por lo general, en torno a un monasterio o basílica, de la que solían tomar el nombre. Precisamente, la proliferación de las edificaciones de carácter reli­gioso fue la nota característica de la nueva topografía urbana. De ellas tene­mos un inventario preciso en los dípticos o gesta episcoporum de la época para ciudades como Mérida, Roma o Nápoles.

Sobre todo en las ciudades del Mediodía galo, España e Italia, la perdu­ración de la antigua red de calles y plazas fue un hecho muy frecuente, dán­dose algunos ejemplos realmente notables en dicho conservadurismo que ha llegado hasta nuestros días: Plasencia, Aosta, Verona, Turin, Arlés, Bar­celona, Mérida o Évora. Ello no impidió, sin embargo, transformaciones tan típicas como la supresión por cierre de ciertas calles o plazas porticadas (Brescia, Arlés, Itálica), que suponían una privatización de anteriores espa­cios públicos; y los trastornos ocasionados por la construcción de alguna edi­ficación religiosa (Barcelona, Sbeitla); la conversión en espacio de cultivo del interior de las antiguas insulae (Verona); o la misma ruralización del aspec­to de las antiguas calles de época romana (Brescia, Lucca).

4.4.4. Los edificios públicos. La cristianización del ocio y los servicios

La ciudad antigua se había caracterizado por la existencia de una pro­porción elevada de edificaciones de carácter público -termas, curias, anfi­teatros, circos y teatros-, levantados y sostenidos principalmente por el ever- getismo particular o imperial, y en menor medida por las haciendas municipales. El derecho de los habitantes urbanos a disfrutar gratuitamente de ellos constituía un signo de la superioridad de la urbanitas frente a la rus­ticitas. El elevado coste de los mismos era el testimonio más claro de la pun­ción económica, del parasitismo en buena medida, que las ciudades, asien­to de los grupos privilegiados de propietarios absentistas, realizaban sobre la campiña y la población campesina de sus alrededores. El número y el tamaño de tales edificaciones públicas eran, en fin, el signo externo y plásti­co de la jerarquía entre ciudades.

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Muchos establecimientos termales continuaron subsistiendo en las ciu­dades occidentales de la época. Sin embargo cabe señalar dos importan­tes transformaciones: una afectó a su tamaño y aspecto físico, la otra a su sostenimiento. En Sevilla se testimonian unas antiguas termas imperiales todavía en uso en época visigoda e islámica, pero con un tamaño mucho más reducido, habiendo desaparecido el frigidarium. En lo que se refiere a su mantenimiento las termas en muchas ciudades pasaron a depender cada vez más del evergetismo episcopal. Bien conocido a este respecto el caso de Roma, donde el Líberpontiñcaiis nos habla tanto de la construcción de baños por los pontífices, como de la astricción de otros ya existentes a determinadas basílicas para su sostenimiento a cargo de las rentas de las mismas; y de algo parecido nos informan los Cesta episcoporum de Nápo- les con referencia al obispo Agnelo hacia el 670. En fin, en Lucca docu­mentación de principios del siglo vrn muestra cómo la administración ecle­siástica había venido a sustituir a la real en el sostenimiento de los baños públicos.

Por lo que se refiere a los típicos edificios dedicados a espectáculos públicos, éstos sufrieron una evolución distinta según los casos. Y ello se debió a que este tipo de edificaciones se vio afectado gravemente por cam­bios en las mentalidades y en las vías de financiación, así como en las nece­sidad de espacio en los recintos urbanos. La iglesia desde muy pronto se mostró contraria a todo tipo de espectáculos. Para ella todos suponían una oportunidad para los excesos y licencias pasionales. El teatro constituía por sus cambiantes roles una transgresión de un orden social supuestamente establecido por mandato divino. En aquella época, por otro lado, el teatro había devenido en gran medida en un espectáculo de "mimo", en el que elemento esencial eran las escenas y diálogos más o menos procaces e inclu­so pornográficos. Las luchas gladiatorias y de fieras en el anfiteatro mere­cieron las más graves condenas eclesiásticas, por el derramamiento de san­gre humana y el recuerdo de los antiguos mártires. Sin embargo la Iglesia sólo habría conseguido la prohibición total de las luchas gladiatorias ya en el siglo iv. Pero el hecho de que la munificencia ciudadana se fuese con­centrando cada vez más en las manos del obispo a la larga actuó contra el mantenimiento de los otros espectáculos. El circo suponía especiales dis­pendios y una ocasión para motines ciudadanos; pero por otro lado se encon­traba íntimamente relacionado con el imaginario del poder imperial. Por eso todavía a principios del siglo vi se testimonian carreras de cuádrigas en algu­nas ciudades occidentales -Mérida, Zaragoza, Ravena, Tours-, y con oca­sión de la especial presencia del monarca. Y todavía a mediados del siglo vil no habían desaparecido del todo ciertos juegos circenses, como fue el caso de la visigoda Tarragona, a favor de la afición de un obispo local. Sin embargo una cosa era la supervivencia localizada y en contadas ocasiones

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de tales espectáculos, y otra la conservación de las edificaciones publicas tradicionales a ellos dedicadas. Desde el siglo V en bastantes anfiteatros se levantaron pequeñas edificaciones religiosas (cellae memoriae) en medio de sus arenas, en recuerdo de la muerte en ellas de algún renombrado már­tir local (Tarragona, en honor de san Fructuoso), inhabilitándolas así para tales espectáculos. En el gran Coliseo romano las últimas obras de restau­ración datarían del siglo V, pasando después a convertirse en lugar de refu­gio para los más pobres y en inagotable cantera. La misma escasez de sue­lo en el interior de los reducidos recintos amurallados hicieron que esos grandes edificios faltos de utilidad se reaprovechasen para otras necesida­des: desde viviendas para marginados (Arlés, Vintimiglia, Tebessa) a ciu- dadelas (Nimes). En otras ocasiones la desidia y la falta de materiales de construcción para otras edificaciones públicas -iglesias, obras de defensa etc - convertirían a tales edificios en canteras. Así en Arlés la escena del anti­guo teatro se desmontó, y sus piedras serían ya utilizadas en el siglo V para nuevas construcciones de carácter cristiano.

4.4.5. Supervivencia y transformación de los curiales.Los orígenes del patriciado urbano

También en lo que respecta al contenido socioeconómico iba a ser la cristianización la nota característica y diferenciadora de las ciudades de la época. Es evidente que el antiguo grupo de los curiales había entrado en una aguda transformación ya en el siglo IV, reduciéndose como grupo urbano dirigente a una minoría, los llamados principales. En las dos centurias siguien­tes dicha crisis se consolidaría hasta la total extinción del grupo como colec­tivo social diferenciado jurídica y económicamente. En varias ciudades al sur del Loira y en las Españas todavía se continuó mencionando a las curias has­ta mediados del siglo VII cuando menos. Pero estas curias sólo tendrían una función burocrática -registro de los documentos públicos-, reducidos sus miembros a los principales. Los discutidos Fragmenta Gaudenziana muestran lo difícil que era encontrar personas económicamente hábiles para ser curia­les ya a principios del siglo v. Sin duda porque para esa época se estaba ya pensando en los principales, que habitarían sólo en las ciudades de impor­tancia. En todo caso la pérdida de sus responsabilidades en la recaudación del impuesto y la misma desaparición de los servicios públicos con cargo a las finanzas municipales supusieron una pérdida de influencia social muy notable para tales gentes.

Pero sería un error ignorar la fuerza de esas oligarquías municipales y la importancia de los modelos antiguos, aunque quedaran reducidas sólo a algunos centros urbanos de especial importancia. Así tampoco fue infrecuente

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que tanto en el sur de la península Ibérica como en Aquitania estos repre­sentantes de la aristocracia local asumieran el nombre de senador, con lo que querían mostrar su conciencia de ser herederos de una prestigiosa tra­dición política y cultural, para así no sentirse inferiores a los nuevos nobles de estirpe germánica que habían venido a -vivir junto a ellos a las sombras de las murallas urbanas. Es más, en la hispana Córdoba el grupo de los prin­cipales se pudo mantener todavía a finales del siglo IX, coadyuvando en gran medida a la continuidad de una elite latina y cristiana, orgullosa de su pasa­do no obstante encontrarse bajo el poder político y militar de un Estado islá­mico y arabizado.

La antigua aristocracia senatorial de la ciudad de Roma, orgullosa de sus orígenes y de su prestigio en el siglo IV, habría tratado de monopolizar el poder en la centuria siguiente, aprovechándose ciertamente de la falta del poder imperial y de la necesidad en que se encontraría el rey Teodorico de contar con su apoyo. En esos momentos el poder de la aristocracia romana se reflejaría en su activa participación en las diversas luchas de facciones cle­ricales a la hora de una sucesión pontificia, tratando en todo momento de imponer a algún protegido suyo. Y todavía en esos momentos la aristocracia romana se beneficiaría de sus lazos de clientela con las oligarquías urbanas de la Italia Suburbicaria. Es más, la desaparición de la annona africana para el aprovisionamiento romano permitiría a estos grandes propietarios una pro­vechosa comercialización de los excedentes alimenticios de sus fincas, espe­cializando la producción agropecuaria de algunas de ellas para el mercado romano, como pudo ser el caso de la villa de S. Giovanni di Ruoti (Potenza, Lucania) o de S. Vincenzo al Volturno (Venafro, Samnio). Sin embargo la res­tauración del poder imperial y las guerras góticas y longobardas habrían supuesto graves quebrantos para la aristocracia senatorial romana. Sería entonces cuando sus últimos representantes, antes que influir en las elec­ciones pontificales, optasen por ingresar ellos mismos en las filas del clero romano y por aspirar directamente a obispados.

Con ello los descendientes de los orgullosos senadores del siglo IV inten­taban recorrer un camino ya iniciado por sus congéneres hispanos, galos e incluso de la Italia septentrional desde principios del siglo V, y que la desa­parición del poder imperial en Occidente y la instauración de las monar­quías germánicas no habían hecho más que favorecer y acelerar. Pues en esas circunstancias los antiguos aristócratas habían visto en el cargo epis­copal el mejor puesto para preservar sus antiguas posiciones de privilegio e influencia ciudadana; actuando como intermediarios entre sus feligreses y los nuevos poderes, y también los patronos celestiales de sus ciudades. Como obispos ponían sus propiedades a salvo de posibles confiscaciones y pasaban a controlar un patrimonio eclesiástico que no había hecho más que crecer desde principios del siglo IV.

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Esa reducción de las curias a los principales concuerda bien con que se detecte frecuentemente la residencia de los poderosos, de la aristocra­cia fundiaria, en ciudades, donde las murallas les ofrecían mayores y mejo­res perspectivas de defensa. Además, el hecho de vivir en los núcleos urba­nos les permitía monopolizar los grandes puestos de gobierno, concentrados en las ciudades, de los nuevos Estados. Esta aristocratización de las ciu­dades, junto con el gran poder alcanzado por el clero urbano encabezado por el obispo, fue ciertamente la gran característica de las ciudades de la época.

4.4.6. La plebe urbana. Los comerciantes orientales

Frente a la aristocracia laica y eclesiástica, los demás componentes sociales de la ciudad perdieron significación e importancia. El carácter un tanto marginal del comercio y la artesanía redujo al resto de la población urbana a plebe mísera y hambrienta, que vivía a la sombra de los podero­sos. No obstante, en Italia y la Galia persistieron probablemente ciertos cole­gios profesionales, pero convertidos ya en simples asociaciones volunta­rias, y en las ciudades portuarias colonias de comerciantes orientales y judíos, al menos hasta principios del siglo vn. Gentes que mantenían su iden­tidad étnica gracias a su especialización económica, su particular lengua griega, o su religión judía. No obstante considerarse por ello un elemento social, a parte de su influencia económica y su cultura, les pudo hacer jugar un papel político de primer orden en algunas ciudades. Así la importante ciudad hispánica de Mérida a mediados del siglo vi se encontró dominada por una dinastía de obispos orientales, relacionados con la importante colo­nia comercial de igual procedencia.

Es en este contexto en el que hay que comprender el evergetismo rea­lizado por las instituciones eclesiásticas, que consistió, principalmente, en la creación de hospitales gratuitos e instituciones crediticias catedralicias con nulo interés, en el reparto diario de alimentos en el atrio episcopal, etc. Por su parte, el evergetismo de la aristocracia laica se orientó hacia las funda­ciones piadosas a través de donativos a las iglesias, o en la construcción de basílicas.

Así, pues, salvo unas cuantas grandes metrópolis, la ciudad occidental de la época adquirió una función principalmente de centro defensivo, admi­nistrativo y religioso. La necesidad de acudir a ella para resolver numerosos asuntos administrativos y la atracción que ejercían las instituciones eclesiás­ticas fueron causas fundamentales del mantenimiento de la primacía de la ciudad sobre el entorno rural circundante. Serían las comitivas de los pode­rosos, laicos o eclesiásticos, allí establecidos, las que mantendrían unos nive­

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les mínimos de vida comercial y artesanal con su poder adquisitivo d&hie- nes de consumo de alto precio.

4.4.7. La especificidad británica

Al principio hemos señalado que el caso inglés representó la gran excep­ción a ese mantenimiento esencial de las antiguas ciudades romanas de Occi­dente. Pero si constituyó una excepción en sus orígenes, el resultado para el futuro del proceso allí desarrollado no fue muy diferente al ofrecido por la metamorfosis urbana del continente, antes analizada. Las particularidades especiales de la penetración y asentamiento germanos en la isla provocaron que a lo largo del siglo v las viejas ciudades romanas, todas ellas provistas de murallas, fuesen poco a poco abandonadas, o perdiesen al menos su carác­ter económico urbano. Aunque algunas -Gloucester, Cirencester, Bath-pudie­ron mantenerse hasta un momento avanzado, ya en el siglo VI, como centros de resistencia indígena. Sin embargo, la mayoría de ellas -Canterbury, Dor­chester, Winchester, Rochester, Leicester, Worcester, Felixtowe, Londres, York- subsistieron durante aquellos siglos con un carácter esencialmente rural, al constituir centros eclesiásticos o de residencia real, e incluso alber­gar una incipiente actividad comercial de tipo portuario. Junto a estas pervi­vendas de la Antigüedad, se produciría el surgimiento a lo largo del siglo vn de una serie de asentamientos germanos nuevos, en la costa o en los cursos de los grandes ríos, con una funcionalidad ante todo comercial y artesanal: Fordwich, Dover, Southampton (siglo vin) e Ipswich. Ya en el siglo vm, al irse complementando las funciones de unos y otros, surgieron los núcleos de ple­no carácter urbano.

4.4.8. El comercio mediterráneo: continuidad y contracción

Estas últimas realidades sociales y de orden mental plantean el pro­blema de la continuidad del gran comercio mediterráneo. Temática esta última que ha sufrido cambios de puntos de vista bastante importantes en los últimos años, especialmente debido al aporte de un gran número de testimonios arqueológicos. Concretamente las excavaciones realizadas en Cartago, en algunas villae italianas antes citadas, prospecciones en el cam­po tunecino, o en las costas levantina y catalana españolas, han cambiado los tradicionales puntos de vista en los últimos años. Así hoy se supone una esencial continuidad en dicho comercio hasta finales del siglo V. De forma que la conquista vándala no habría arruinado las tradicionales exportacio­nes de cereal, aceite y cerámica de mesa (sigillata clara) norteafricanas a

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Roma,,Italia y el resto del Mediterráneo occidental. Ciertamente a finales de esa centuria dichas exportaciones africanas pudieron experimentar una cierta caída en Italia, a consecuencia posiblemente de causas político-mili­taras; pero, por el contrario, aumentarían en las costas catalana y levanti­na españolas. Sin embargo desde principios del siglo VI comenzaron a extenderse por el Mediterráneo occidental las exportaciones de produc­tos dë lujo bizantinos, orientales, que vendrían a sustituir a los africanos. Todo lo cual explicaría la reconquista occidental de Justiniano no sólo por razones político-ideológicas sino también comerciales. Finalmente este comercio bizantino habría caído en franca decadencia desde principios del siglo vil.

Todo lo cual ha permitido a algunos hablar de un gran comercio maríti­mo sometido más a cuestiones de orden político, que a razones puramente mercantiles que, como en el caso del italiano Carandini, han llegado a supo­ner la existencia de un auténtico world trade system en el Mediterráneo de los siglos V y VI. Tales razones de orden político consistirían fundamental­mente en la existencia de un tráfico fiscal entre África y Roma desde el siglo ni, cuya desaparición o mutación habría incidido a medio plazo en la misma supervivencia o direcciones de dicho comercio. Lo que se complementa bien con una concepción de las amonedaciones áureas de los reinos romano-ger- mánicos por motivos principalmente políticos, como medios de pago a y por el Estado, más que puramente económicos. Pues desaparecida la flota anno­naria habrían desaparecido las ventajas de transporte que habían posibilita­do la producción en masa y difusión de las cerámicas claras africanas, y de otras especies alimenticias, como el aceite o el vino, más o menos asociadas a esos mismos centros de producción. En su lugar habrían ido apareciendo producciones locales de peor calidad y de ámbito de difusión más reduci­do. Sin embargo sería un error pensar que estas últimas todavía no necesi­tasen de la ciudad como centro de producción y de distribución regional, tal y como demostrarían los casos conocidos de la cerámica tipo Forum en la Roma del siglo vil o la llamada de "franjas rojas" en la Italia meridional de la misma época. Por otro lado un documento aislado como la conocida tarifa aduanera de Cagliari muestra cómo hacia el 600 esta ciudad podía obtener importantes beneficios fiscales del mercado urbano de intercambio de pro­ductos con la campiña circundante.

Si la producción cerámica en el Mediterráneo occidental se había visto sometida a un proceso de regionalización, ese mismo proceso habrían sufri­do sus aristocracias, cada vez más locales y apoyadas en las cátedras epis­copales y en los nuevos puestos de gobierno urbano, como acabamos de señalar. Todo lo cual significaba también una disminución de su patrimonio y de sus mismas disponibilidades líquidas para realizar un evergetismo urba­no. Por eso el menor tamaño, disminución, y peor calidad de las edificacio-

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nes de particulares y de la Iglesia a lo largo del siglo vil en buena parte de las regiones mediterráneas. En todo caso las circunstancias de inseguridad de la época y la nueva mentalidad cristiana incitaban a un despliegue más interiorista de las riquezas particulares y públicas. Más que los muros exte­riores de las iglesias importaban su decoración interior, y sobre todo sus tesoro en vajillas y objetos litúrgicos de oro y plata. Estos últimos suponían también una prudente reserva de mineral precioso presta a ser amonedado en caso de dificultad, y más fácil de transportar y ocultar en caso de una inva­sión.

4.4.9. Los orígenes de un nuevo circuito comercial: el mar del Norte

Si la historia del comercio en el Mediterráneo occidental en estos siglos es la de la continuidad, el cambio y el brusco declive y colapso, otra distin­ta sería la sucedida en las regiones más septentrionales. Hace ya años J. Wer­ner llamó la atención sobre la presencia de objetos de origen egipcio, cop- to, y moneda bizantina al norte de los Alpes, siguiendo el viejo eje comercial del Rin a lo largo de toda la primera mitad del siglo VI, hasta aproximada­mente el 560. Contemporáneamente también se documentan objetos pro­cedentes del Mediterráneo oriental y África -aceite, vino y vajilla de mesa- entre las comunidades de tradición celtorromana de Bretaña y del occiden­te de la Gran Bretaña. Unas importaciones estas últimas que nunca habrían sido numerosas y que se habrían hecho muy raras desde mediados del siglo VI. En todo caso se trataba de un comercio de bienes de lujo para satisfacer las necesidades de una elite nostálgica todavía de objetos de tradición medi­terránea, pero sin la necesaria intensidad como para establecer lugares de mercado permanentes.

Precisamente la aparición desde principios del siglo Vil de algunos mer­cados permanentes en el área del mar del Norte indica que la situación esta­ba comenzado a cambiar drásticamente. Tales serían los casos del asenta­miento neustrio de Quentovic, al sur de Boulogne, y el austrásico de Dorestad, cerca de Utrecht. Este último lugar ha podido ser localizado y objeto de exhaustiva prospección arqueológica, comprobándose un continuo creci­miento del lugar a lo largo de dos siglos hasta ocupar una enorme área de cerca de 200 hectáreas. Otro lugar de comercio también surgido en el siglo Vil se ha localizado en Ipswich, en Anglia oriental. La aparición en estos mer­cados norteños de una nueva moneda de plata a partir del último cuarto del siglo VII, tras más de dos siglos de casi no uso en Occidente, sería otro indi­cio indiscutible de unos intercambios comerciales crecientes y de que éstos no sólo estaban destinados a satisfacer las necesidades de mercancías de lujo de una elite.

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Estos nuevos circuitos comerciales del mar del Norte, entre el continen­te y la Gran Bretaña, continuarían en sostenido crecimiento en la siguiente centuria, apareciendo nuevos puertos comerciales en la isla, como sería el de Hamwith. La arqueología demuestra una creciente complejidad de los intercambios y de los grupos de artesanos envueltos en la producción de objetos para los mismos. También resulta evidente que los reyes anglosajo­nes estaban cada vez más interesados en el desarrollo de estas actividades. Sin embargo a mediados del siglo vni se habría producido un brusco parón y decadencia, que no se habría de superar hasta finales del siglo.

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Armauirumque
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5_____________El Occidente de los siglos ν-νιιι: una civilización cristiana

5.1. El Cristianismo y los bárbaros

5.1.1. Las invasiones y la Providencia divina

Cuando se produjeron las grandes invasiones de principios del siglo V en el Occidente romano hacía ya tiempo que el Cristianismo y la Iglesia habían dejado de ser ideología e institución hostiles al orden establecido del Impe­rio. Para aquel entonces Cristianismo e Iglesia habían ganado la batalla en un Imperio que se confesaba tanto cristiano como romano. El grupo hegemóni- co de la nobleza occidental que se escondía tras la dinastía de Valentiniano- Teodosio se había decidido radicalmente por el Cristianismo, en su versión nicena, como bandera ideológica de su legitimidad. Ciertamente las invasio­nes bárbaras, los horrores del saqueo de la Urbe, pudieron hacer renacer las esperanzas en algunos nostálgicos intelectuales paganos, como había acon­tecido algunos años antes en vísperas del desastre de la batalla del Frígido de 394. Pero pronto éstas se desvanecerían con la recuperación de Honorio merced a los éxitos militares de Constancio, ayudado también por federados bárbaros, Para entonces la intelectualidad cristiana había encontrado ya los medios de comprender en la obra providencial de Dios el mismo hecho de las invasiones y asentamiento de los bárbaros.

Por un lado éstos podían ser las consecuencias de un iudicium Dei por causa φ los pecados de los romanos, y en especial de sus gobernantes. Ade­más los bárbaros habían sido desde remotos tiempos vistos con ojos bené­

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volos, como el buen salvaje incontaminado por los crímenes de la civiliza­ción. Y así a mediados del siglo V Salviano de Marsella podría explicar las terribles invasiones de la Galia y de las Españas como un beneficio para muchos provinciales, que optaban por los bárbaros en pos de la libertad y de la virtud de una vida primigenia. Pero por otro lado las mismas penetra­ciones bárbaras estaban permitiendo la conversión al Cristianismo de ante­riores pueblos gentiles.

La primera comunidad cristiana organizada entre los bárbaros, con ple­na conciencia de su identidad cultural y étnica, sin duda fue la del obispo godo Ulfila (vid. supra, 32). Sin embargo sería erróneo pensar que hacia el 400 la comunión "homoea11 gótica se plantease como un objetivo principal su diferenciación respecto de la Iglesia del Imperio, para servir así de ins­trumento básico de la identidad étnica goda. Ulfila y sus continuadores se identifican exclusivamente como cristianos a secas y, por tanto, hasta cierto punto también como cristianos romanos, sino muy especialmente católicos. Es más, la labor de apostolado entre los godos realizada por Ulfila era con­cebida por éste y sus seguidores como la de introducir a unos bárbaros en el universo civilizado que era la Cristiandad, formando así estos nuevos cris­tianos parte del "único rebaño de Cristo, señor y dios nuestro, un único cul­to y un único edificio [...] una única reunión de cristianos".

Y esa pretensión de pertenencia a la única Iglesia católica, que también tenía que ser la del Imperio, por parte de la iglesia goda ulfiliana era acep­tada por un sector de la jerarquía eclesiástica de la Pars Orientis en los pri­meros decenios del siglo V. Y de esta manera se asumía la idea de que la cristianización de los bárbaros suponía la introducción de los mismos en el Mundo civilizado, siendo los nuevos y auténticos bárbaros los paganos, incluso aunque vivieran dentro de las fronteras del Imperio. Representante conspicuo de estas ideas fue el conflictivo obispo de Constantinopla San Juan Crisóstomo. Según él, Cristo, desde un principio, no había hecho distinción alguna en su predicación entre bárbaros y no bárbaros. Por ello, y pre­cisamente así, romanos y bárbaros cristianizados, aunque arríanos, podían y debían convivir en paz y asistir conjuntamente al mismo banquete euca- rístico. -

Poco más de quince años después, un hispano, aunque en contacto direc­to con la cristiandad oriental, como Orosio podía expresar opiniones seme­jantes, o incluso más radicales. No obstante durante ese decenio y medio el Imperio había sufrido dramáticamente el problema godo, con el saco roma­no del 410 incluido. Escribiendo, eso sí, al calor de la recuperación impe­rial en Occidente con el patricio Constancio y con la inestimable ayuda de los foederati visigodos (vid. supra, 35), Orosio llegó a recrear las diferencias entre aquellos bárbaros cristianos, com o los visigodos de Alarico que res­petaron los lugares y personas cristianos de Roma, y los que todavía eran

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paganos, como el fiero Radagaiso. De esta forma Orosio situaba sus plenas esperanzas en el foedus con el Reino de Dios —siguiendo ya las ideas de su maestro Agustín- que la conversión de los bárbaros suponía. De esta for­ma Orosio podía terminar sus libros de Historia en la esperanza de unos visigodos convertidos en brazo armado del Orbis christianusy romano, y en la de unos bárbaros invasores de las Españas trocando el hierro de sus espadas en rejas de arado e inaugurando una nueva época de paz y pros­peridad primordiales.

Con anterioridad a Orosio otro occidental pasado por Tierra Santa, Rufi­no de Aquileya, había sido el primero en introducir en la historiografía ecle­siástica el tema de la cristianización de los bárbaros como testimonio del plan divino de cristianismo ecuménico. Como es sabido Rufino redactó su Historia eclesiástica en el crucial 402, obedeciendo a la petición de su obis­po Cromacio de levantar los ánimos de su grey, muy abatida por la inva­sión de la Italia septentrional por los godos de Alarico. Para ello Rufino tra­dujo al latín la obra de Eusebio de Cesárea, prolongándola hasta la muerte del cristianísimo emperador Teodosio. Pues bien, en la Historia de Rufino ocupa un lugar muy importante la narrativa dedicada a la cristianización de los bárbaros.

Ya en la opinión de Eusebio de Cesárea estas ' 'semillas de la fe", eran vita­les en el plan divino de la Salvación, habiendo constituido un mandato a los Apóstoles, que se repartieron "el orbe de la tierra para predicar la palabra de Dios", en una nueva "milicia de Cristo" que rememoraba y superaba a los grandes conquistadores y civilizadores grecorromanos. Al prestar una des­mesurada atención a ciertas conversiones recientes al Cristianismo por par­te de algunos bárbaros no cabe duda de que Rufino realizaba una relectura no sólo del viejo problema de la valoración del "bárbaro” sino también de la relación entre Cristianismo e Imperio romano, y de éste con los bárbaros marginales. Y al considerar a los bárbaros objeto de evangelización Rufino rompía esa frontera tan propia del pensamiento clásico entre Ekoumene gre­corromana y marginalidad oceánica bárbara y paradoxográfica, conside­rando un signo de los buenos y píos emperadores el avance de la cristiani­zación de los bárbaros. Rufino afirmaba que la cristianización del bárbaro permitía esperar de él un comportamiento completamente distinto, constitu­yendo en sí un foedus con la palabra de Dios, trasunto del que firmaban los bárbaros amigos y pacíficos con el Imperio, pero mucho más durable y trans­nacional, puesto que lo era con un Reino que no era de este Mundo.

Algunos años después Agustín de Hipona en su Civitas Dei, zanjaría la antañona cuestión de la "eternidad de Roma" en el sentido de que dicha Roma no debería identificarse con el Imperio terrenal, sino con la Roma celestial que no era otra cosa que la Iglesia, o congregación de los fieles en el Cuer­po místico del Cristo. Lo cual necesariamente había de tener su incidencia

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en su juicio sobre los objetivos y consecuencias últimas de la cristianización de los bárbaros. Según la tesis agustiniana la Iglesia habría de mantenerse hasta el final de los tiempos, precisamente hasta incluir en su seno a todas las etnias, incluso las entonces consideradas bárbaras.

6.1.2. Los nuevos bárbaros: herejes y paganos

Pero a principios del siglo V es evidente que bastantes hombres de Igle­sia en el Occidente romano no podían tener una opinión positiva de bastan­tes bárbaros invasores, por más que éstos dijeran que eran cristianos. Así San Jerónimo prefería ocultar el carácter cristiano de los invasores; insis­tiendo, por el contrario, en cómo estos godos habían golpeado muy espe­cialmente sobre las cosas cristianas: “¡Cuántas vírgenes consagradas a Dios, cuántos hombres libres o nobles sirvieron de juguete a estas bestias! ¡Los obispos fueron hechos cautivos, los sacerdotes asesinados, al igual que los clérigos de cualquier rango; las iglesias destruidas, los caballos estabulados junto a los altares de Cristo, las reliquias de los mártires desenterradas!". Otro gran debelador de estos mismos godos cristianos había sido unos vein­ticinco años antes san Ambrosio de Milán, que en su propia sede tuvo que enfrentarse con el arrianismo de soldados godos y con la emperatriz Justina. Enfrentado rabiosamente a una y otros en el 385 por su negativa a ceder una iglesia de su ciudad para el culto arriano, Ambrosio argumentó de forma muy distinta a como lo hizo unos años después San Juan Crisóstomo. Para él los godos no eran auténticos cristianos, sino paganos, y sus clérigos "servido­res de los ídolos", prueba de ello eran los torques y brazaletes que llevaban. El mismo Rufino en su propia vida no podía tener una idea positiva de algu­nos bárbaros cristianos. Pues él había visto la devastación sufrida por sus incursiones en Aquileya, llegando a comparar a los godos de Alarico con una auténtica “muerte pestífera"; mientras que su obispo Cromacio, siguiendo los pasos de Prudencio, en un sermón señalaba la semejanza entre la cauti­vidad entre los bárbaros y la caída en poder del Demonio. De esta forma Rufino añadió a su discurso un importantísimo matiz: unos eran los bárbaros cristianos ortodoxos y otros los heréticos. Por eso curiosamente Rufino igno­ra la misión sobre los bárbaros que sin duda mayor importancia y perdura­ción histórica habría de tener: la de Ulfila sobre los godos. En todo caso para Rufino los godos de la rota de Adrianópolis (vid. supra, 32) no habían sido más que el instrumento de Dios para castigar a un emperador hereje y así poner fin a la misma herejía. Pero de su cristianismo ni una palabra.

Esta redefinición del viejo tópico clásico del bárbaro cruel como hereje hecha por Rufino habría de tener bastante fortuna, hasta convertirse en el úni­co o principal significado del término en el Occidente romanogermánico del

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siglo VU. Pero ya antes, a finales del siglo V, el obispo Avito de Vienne utilizó el término barbaruspaia referirse a los burgundios arríanos. Y por la misma época Cesáreo de Arlés utilizaría el neutro barbaricum con el significado de "estado de pecado". Aunque ciertamente las ideas no son algo fácil de cam­biar, y todavía autores cristianos de las Galias en los siglos V y vi pudieron seguir repitiendo la tradicional retórica antibárbara, para expresar así la supe­rioridad de las gentes pertenecientes a sus círculos literarios galos frente a los nuevos poderosos, los nobles germanos ya cristianos. Y sin duda se podrí­an citar otros ejemplos de la permanencia de los clichés "bárbaros" clásicos para fechas más avanzadas: desde Enodio de Pavía (f521) a San Isidoro de Sevilla (t636). Aunque ya para aquellas fechas la retórica clásica contra los bárbaros se había convertido en un arma utilizada de forma muy discrimi­nada, fundamentalmente para atacar y deslegitimar a algunos Estados roma- nogermánicos frente a otros o ante el Imperio de Constantinopla.

5.1.3. La conversión de los germanos al Cristianismo

Desgraciadamente sólo en unos pocos casos sabemos algo de las con­diciones en que se produjo la conversión al Cristianismo por parte de los grupos y pueblos germanos en la época de las grandes invasiones. Tales serían los ejemplos de los varios grupos godos, de los suevos hispánicos, y de los francos de Clodoveo. En otros casos -vándalos, gépidos, rugios o bur­gundios- tan sólo sabemos la fecha aproximada de su cristianización y su particular credo. En general se puede afirmar que las conversiones se rea­lizaron siempre tras la entrada del grupo étnico en territorio imperial y su asentamiento en el mismo, más o menos definitivo. También resulta eviden­te que constituyó un elemento cristianizador decisivo la existencia de un cle­ro difusor de la nueva religión o doctrina hacia el que no hubiera sospechas de estar interesado en la desintegración del pueblo a convertir como tal con­junto étnico diferenciado. Ambas cosas explican satisfactoriamente que fue­ra el Arrianismo una opción seguida mayoritariamente en las primeras con­versiones cristianas conocidas de las grandes invasiones.

5.1.4. El arrianismo gótico

Sin duda el primer pueblo que como tal conjunto étnico se cristianizó fue el de los godos, y más concretamente el de los visigodos de Alarico (395-410). Aunque el proceso de cristianización de los godos comenzó antes de su asentamiento masivo en el 376 en suelo imperial, al sur del Danubio, su culminación y carácter masivo sólo se dio tras ese hecho. Para

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ello resultó decisiva la labor evangelizadora de Ulfila, un descendiente de prisioneros cristianos capturado en Asia Menor por los godos a mediados del siglo iii. Ulfila era arriano porque ésta era la doctrina preponderante en Oriente en el segundo tercio del siglo IV. Su acción decisiva consistió en la creación de un alfabeto propio, derivado del griego, y de una lengua góti­ca literaria apta para traducir la Biblia. De esta forma el Arrianismo ulfilia- no era apropiado para convertirse en un factor de identidad cultural y de diferenciación étnica, especialmente a partir de que el Arrianismo se con­virtiera en una doctrina minoritaria y perseguida en el Imperio a partir del 387. Sin embargo al principio la misión de Ulfila sólo tuvo éxito en los estra­tos inferiores de la sociedad goda, y él mismo tuvo que exiliarse con su comunidad a suelo imperial hacia el 345. Los grupos cristianos que per­manecieron entre los godos danubianos se verían sometidos a sucesivas persecuciones, la última en 369-372, instigadas por la aristocracia y muy en especial por Atanarico, el jefe del poderoso linaje de los Baltos. Para éstos el ascendente cristianismo en la sociedad goda representaba una especie de quinta columna del Imperio, con el que se estaba en guerra, que ponía en peligro tanto la supervivencia de la misma etnia como el pre­dominio de sus estirpes nobiliarias.

Sin embargo en el 376 ante el empuje de los hunos (vid. supra, 32) un gru­po importante de godos danubianos dirigido por Fritigemo, también miem­bro de los Baltos, tuvo que acogerse en suelo imperial y ponerse bajo la pro­tección del emperador Valente (364-379). Como signo de lealtad Fritigerno y sus godos se convirtieron al Cristianismo arriano, la fe del emperador. Del 378 al 395 los godos asentados en suelo imperial y el Imperio vivieron hechos decisivos, como veremos más adelante. El nuevo emperador de Constanti­nople, Teodosio (379-395), se decantó definitivamente por la ortodoxia nice- na, contraria al Arrianismo. Los godos pasaron de la protección del Imperio a la rebelión, a una alianza y a una nueva y definitiva rebelión con la consti­tución de la "monarquía militar" de Alarico, también perteneciente al linaje de los Baltos. No cabe duda de que en la preservación de la identidad étni­ca de tales godos su distintiva religión cristiana, con una expresión litúrgica étnica, tuvo una gran importancia.

La nueva "monarquía militar” de los godos Baltos encontró en el Arria­nismo la unidad eclesial -tan exigida para un grupo étnico minoritario en migración- derivada de la experiencia de la comunidad fundada por Ulfila en la ciudad de Nicópolis, regida por un sólo obispo, que se podía por tan­to trasladar con el pueblo en armas sin sujeción a una determinada sede terri­torial. Esta misma experiencia sería transmitida a sus parientes ostrogodos de Panonia cuando la cristianización de éstos por clérigos godos de la comu­nidad de Nicópolis o de la militar de Constantinopla. El Monarquismo arria- no -la subordinación del Hijo al Padre en la Trinidad- en el terreno litúrgico

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permitió la comunión separada del rey respecto del resto de los fieles; lo que era de especial interés para unas realezas militares muy recientes -como serian la de los Baltos, primero, la Amala de Teodorico después- necesita­das de distinguirse del resto de los nobles, tratando de convertirla en here­ditaria al modo de las tradicionales germánicas de tipo sacro. En fin, a prin­cipios del siglo V existía ya una elite de fanáticos clérigos arríanos dispuestos a una labor misionera entre los grupos germánicos que estaban ingresando en el Imperio o se mantenían en sus mismas fronteras. Lo que podía redun­dar en un mayor prestigio de las Monarquías godas frente a otras concu­rrentes en el torbellino etnogenésico que caracterizaba a los germanos de la época de las grandes invasiones.

Ese orgullo étnico que permitía la tradición eclesial ulfiliana se testimo­nia en la misma denominación que ésta asumiría. Frente al anterior reclamo de la denominación de "cristiana” a secas, o "católica”, surgió la restrictiva de lex gothica. El esplendor de la monarquía visigoda de los Baltos en el sigloV tenía que reflejarse en las relaciones con las otras “monarquías militares" germanas de su entorno en la extensión a las mismas de su especial fe ulfi­liana. Para algunos, como la de los suevos hispanos en el 466, sería en testi­monio paralelo a una Versippungo introducción subordinada en el linaje de los reyes ■visigodos. Mientras que unos años antes en una coyuntura excep­cionalmente favorable el rey suevo Requiario (448-456) se había convertido al Cristianismo en su variante católica, no sólo para mejorar sus relaciones con la aristocracia hispanorromana sino también para marcar sus diferencias con el Reino visigodo, competidor suyo por el control peninsular. Para otros, como los burgundios del segundo reino, su adscripción al Arrianismo sería testimonio del parentesco de sus reyes con el linaje de los Baltos, renovado en más de una ocasión. Significativamente cuando el rey burgundio Gundo- bado (480-516) se alió con el franco Clodoveo contra el visigodo Alarico II (vid. supra, 45) sopesaría su conversión al Catolicismo, paso que daría su hijo y sucesor Segismundo (516-523) ya antes del 515. Para otros, como los ván­dalos de Genserico, una manera de hacerse con el mismo instrumento de diferenciación frente al Imperio que habían tenido sus temidos visigodos. En todo caso a todas estas monarquías una orgullosa y etnocéntrica fe ulfiliana les permitía contar con unas iglesias étnicas muy subordinadas a su poder y ligadas al destino de sus linajes. Lógicamente los tardíos ostrogodos de Teo­dorico, que quería fundamentar el Amalorum splendor en su superior civili­tas respecto de otras etnias germanas, y los epígonos longobardos enfren­tados a la lucha sin cuartel con el Imperio, tratarían también de utilizar el mismo instrumento religioso para sus respectivas etnogénesis que los anti­guos Baltos. Por el contrario Clodoveo, que nada tenía que temer de un Impe­rio lejano y sí de un cercano Reino visigodo, lógicamente adoptó el Catoli­cismo (vid. supra, 43).

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5.2. El lenguaje cristiano de las relaciones de poder y dominación

Como hemos visto en el capítulo precedente desde mediados del sigloV los intelectuales del Occidente tenían ya el bagaje conceptual y doctrinal para explicar en términos cristianos la compleja historia contemporánea, la misma desaparición del poder imperial y su sustitución por los nuevos Rei­nos romano-germánicos. En el fondo tales ideas se entienden porque hacía ya tiempo también que las aristocracias occidentales venían empleando con­ceptos y formas cristianas para explicar sus relaciones de poder y de domi­nación política.

5.2.1. La clericalización de las aristocracias provinciales romanas

Por un lado la nueva religión de Estado se había acomodado a la ideo­logía secular dominante, abandonando para grupos marginales y heréticos (donatistas, etc.) ciertas tendencias favorables a una vuelta a una supuesta Iglesia apostólica, más o menos igualitarista, escasamente clerical y expec­tante de un cercano Reino cristiano destructor del Estado opresor romano. Pero por otro lado la paulatina desaparición del Imperio trajo consigo la imposibilidad para dichas aristocracias occidentales de obtener puestos de poder en provincias o en la Administración central, mediante su influencia en la corte imperial de Ravena. Además las invasiones, la fragmentación polí­tica subsiguiente del Occidente, había destruido los patrimonios transre- gionales y transprovinciales, y a la misma Reichsadel o nobleza imperial, que sustentaban. En consecuencia las apetencias de poder y protagonismo político de dichas aristocracias se contrajeron a horizontes regionales y loca­les, con una clara tendencia a residenciar en los viejos núcleos urbanos, que ofrecían poderosas defensas y la posibilidad de continuar con un cierto tener de vida civilizada.

Durante los primeros tiempos de los nuevos Estados romano-germanos el acceso a los puestos de gobierno de los mismos no siempre fue fácil para esos mismos aristócratas. Por un lado el número de oportunidades era menor, al tener que compartir el poder con miembros de las noblezas bárbaras. Y por otro a muchos aristócratas provinciales, orgullosos de la superioridad de sus civitas romana, de su cultura literaria cristiana, les repugnaba esa mis­ma participación, tal y como en la segunda mitad del siglo V señalaría el cul­to senador galo Sidonio Apolinar. Hasta el punto de seguir considerando des­pectivamente bárbaros a su nobles huéspedes germánicos, por muy cristianos que fueran.

En tal situación la entrada masiva de tales aristocracias en la jerarquía eclesiástica -episcopal o monástica- parecía la única salida digna y autén­

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tica salvaguardadora de su propia identidad cultural y de su predominio socioeconómico en el seno de sus comunidades. A mayor abundamiento el patrimonio eclesiástico no había dejado de crecer, con frecuencia como consecuencia de las donaciones de esa misma aristocracia laica. Además se encontraba exento de los peligros de fragmentación en virtud de las leyes de la herencia, y de los de confiscación por motivos de la lábil polí­tica contemporánea. La desaparición en muchos lugares de las estructuras administrativas provinciales romanas y la reducción de las funciones de los curias municipales a la simple gestión de los gesta municipalia (vid. supra, 93 y ss.), habían convertido al obispo en la autoridad civil principal de su ciudad, convertido por medio de la caridad y del evergetismo eclesiásti­co en auténtico protector de las gentes humildes. Tanto en la España visi­goda como en la Galia merovingia y en la Italia bizantina los obispos des­de finales del siglo vi cuando menos pasaron a nombrar a los antiguos funcionarios menores municipales, como el defensor y el numerario, los concilios provinciales atendieron las quejas de los súbditos contra los fun­cionarios civiles y el desarrollo de las tareas impositivas y recaudadoras, y hasta en algún caso alcanzaron funciones de inspección sobre el tribunal condal.

Por eso nada extraña que en los siglos v y VI en Occidente se constitu­yesen auténticas dinastías episcopales y la patrimonialización familiar de algu­nas sedes episcopales. Y ello a pesar de que las disposiciones canónicas, una y otra vez recordadas eri los sínodos de las iglesias de la antigua Roma­nia, afirmasen que el nuevo obispo tenía que ser elegido por el clero y el pueblo de su sede. A fin de cuentas en el primero residía la mayor oposición a la sucesión familiar en un obispado, oposición que podía triunfar si conta­ba su candidato con el apoyo del rey o de algún poderoso noble laico de la región. Tan sólo la vieja gran aristocracia senatorial con asiento en la ciudad romana se mantuvo durante bastante tiempo fuera de esta tentación, cons­ciente de su orgullo de estirpe; aunque sin duda dominaría episcopados y hasta el Papado a través de clientes y protegidos suyos.

5.2.2. La primacía episcopal base de la nueva cultura

Ciertamente que para aquellos tiempos la Iglesia occidental tenía una ideología por completo adaptada al tradicional lenguaje del poder en el ámbi­to local. Para ello fue fundamental que la jerarquía eclesiástica lograse ver reconocido su total monopolio sobre el control de la Ciencia revelada, aca­bando con el·elemento disturbador que en el siglo IV había supuesto la pre­sencia de otras personas a las que la comunidad también prestaba tal capa­cidad de control: desde magos y médicos a doctores laicos de las Escrituras.

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Especialmente peligrosos estos ultimos por pertenecer también a la misma nobleza senatorial o local. La solución del conflicto Priscilianista, y su conde­na como herejía, a fines del siglo IV había venido a solucionar tales incohe­rencias y a eleminar dichos puntos de fricción. Mientras que por otro lado la figura y la obra de Martín de Tours en las Galias de finales del siglo IV

habían venido también a eliminar incoherencias entre los diversos poderes eclesiásticos, obispos y monjes, y entre laicos y clérigos; a crear una nue­va relación campo-ciudad; y a fundamentar sobre bases cristianas las tra­dicionales dependencias y jerarquías sociales.

Esta solución se asentó en la afirmación de la superioridad indiscutible de la primacía episcopal, como intermediario fundamental entre la comuni­dad terrenal y la celestial, compuesta por los santos. Carácter intermediador que se explicitaba en tres fenómenos: a) su capacidad exorcista, obligando a los demonios a revelarse, lo que hacía de los obispos “similares a Dios"; b) la custodia de las reliquias de los santos; y c) la dirección de la ceremo­nia colectiva de la misma y demás rituales litúrgicos mediante los cuales se producía una sincronía entre el tiempo terrestre y el celestial.

5.2.3. El culto a los santos. Una nueva ideología

Desde los tiempos de Martín de Tours el control de las reliquias, la cons­trucción de basílicas y oratorios sobre las tumbas de los mártires y santos locales, considerados patrones de la comunidad, se habían constituido en palancas de poder y prestigio personal del obispo introductor del culto, y un medio para perpetuar la función episcopal en el seno de una-misma familia o linaje aristocrático. Por eso serían los obispos letrados los más interesados en la proliferación de la literatura hagiográfica, de las vidas de sus santos patronos {vid. infra, 191). Por ello también el interés de esos mismos obispos en unir al coro de los antiguos santos locales, los mártires reales o ficticios de tiempos de las antiguas persecuciones contra el Cristianismo, otros nue­vos que eran los “confesores", casi siempre obispos que habían dado mues­tras preclaras de su fe, bien en escritos dogmáticos o didácticos o bien defen­diendo a su comunidad frente a enemigos extemos, desde bárbaros invasores al poder real entrometido.

El culto a las reliquias, a los santos mártires y confesores locales, repre­sentaba una forma cultural que integraba a todos los estratos y grupos socia­les de la ciudad y su territorio, a los ricos y a los pobres, a los humildes y a los poderosos; desvaneciéndose así las diferencias entre una cultura popu­lar y otra aristocrática. Por otro lado el culto a reliquias de mártires y con­fesores externos permitía también establecer espiritualmente unas solida­ridades e identidades político-culturales con otros territorios. Así en los siglos

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V y buena parte del vi la difusión regional de un determinado culto signifi­caba el predominio de un determinado linaje o de una sede en una región, como fue el caso del culto de San Julián de Brioude en el área en torno a Tours. Nada extraña así que en los siglos vi y vil las nuevas iglesias "nacio­nales1 ’ , como la franca o la visigoda, difundieran por todo el territorio de sus reinos las reliquias y el culto a unos mártires y confesores que se conside­raban propios y distintos, como sería en la península Ibérica el caso del cul­to a Santa Eulalia de Mérida o Santa Leocadia de Toledo o San Vicente de Zaragoza. El culto a un santo que hubiera representado la oposición a un determinado monarca o poder laico podía ser muy bien un instrumento de propaganda contra éstos o sus herederos. Ejemplo de lo cual sería la difu­sión del culto a Desiderio, obispo de Vienne (|603), opositor a la reina Bru- nequilda y asesinado por ello. En el Reino visigodo, cuyo rey Sisebuto com­puso una vita, sería una manera de marcar su conflicto con los reinos francos, y más concretamente de justificar su negativa a permitir las entregas terri­toriales hechas a Brunequilda por el rey Recaredo hacía un cuarto de siglo. Entre las Galias su culto sería un instrumento para legitimar la muerte de Brunequilda y la rebelión de los nobles austrásicos contra ella con el apoyo de Clotario de Neustria (vid. supra, 47). De esta forma el culto a los santos venía a consolidar determinadas solidaridades verticales, tanto a nivel local como regional e incluso del reino.

5.2.4. Las peregrinaciones

En torno al culto a los santos y las reliquias se desarrolló también toda una parafernalia de peregrinaciones y fiestas en momentos precisos, coinci­dentes con la festividad del dies natalis, el de su muerte, del mártir o confe­sor. En Italia y Africa desde fecha antigua había sido normal la realización de refrigerios en las tumbas de sus abundantes mártires. Lo que no era más que la cristianización de la vieja costumbre pagana del banquete funerario sobre la misma tumba del difunto. Pero a lo largo del siglo V esta costumbre se cam­bió por la del exclusivo peregrinaje a esas tumbas martiriales, para orar, dejar algún exvoto o llevarse algún recuerdo o reliquia. Desde tiempos cons- tantinianos, con el eximio ejemplo de Santa Elena, también se puso de moda el peregrinaje a Tierra Santa, para rememorar los lugares auténticos o inven­tados en los que habían vivido el Señor, sus discípulos y los héroes del anti­guo Testamento. Para finales del siglo IV estas peregrinaciones a Tierra San­ta, así como ¡as visitas a los más famosos monasterios y anacoretas del desierto egipcio y palestino era un rasgo característico del modo de vida cristiano de esa aristocracia occidental teodosiana, sobre todo entre sus féminas como las hispanas Poimenia y Egeria.

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El término itero peregrinatio en un principio sugiere ya la idea de un lar­go y arduo viaje, en cuya meta se espera obtener algún beneficio, al menos el descanso y el fin de los peligros de las rutas en esta época de inseguridad. Simbólicamente todo viaje suponía la separación del peregrino de su entor­no familiar y comunitario. Por eso era también una peregrinación la vía de perfección cristiana asumida por los monjes y los clérigos. También de esta forma se estableció un cierto paralelismo entre las peregrinaciones a las tum­bas de los santos y el "camino de rectitud" de los héroes del antiguo Testa­mento, de los apóstoles y de los santos en su ascensión al reino de los cie­los, con la previa renuncia a los restantes requerimientos del siglo. De esta forma la peregrinación a los loca sanctorum se constituyó en una especie de obediencia a las reglas de la vida cristiana, cuya recompensa inmediata era el poder participar por unos momentos en una jornada de la vida celestial llevada por el santo en esa parcelita del cielo en la tierra que era su mismo santuario.

Gregorio de Tours ha dejado en sus escritos en honor de los mártires y confesores, así como en el dedicado a los milagros de San Martín, un minu­cioso relato de la multitud de peregrinos que se acercaban a las tumbas de aquéllos en busca de algún acto milagroso, de un poco de polvo del sepul­cro que llevarse a sus hogares. Una relación en la que destacan ciertamen­te las visitas a los dos santuarios sobre los que su familia y él mismo venían ejerciendo una especie de tutela: el de San Julián de Brioude, en Pentecos­tés y a finales de agosto, y el de San Martín de Tours, el 4 de julio. Con ello Gregorio de Tours continuó la saga de los miembros de su familia interesa­dos en la difusión de un culto asociado directamente a su linaje. Las des­cripciones pintorescas del turonense nos muestran a unos peregrinos no sólo deseosos de frecuentar las tumbas de sus santos, sino también los mercadi- llos y verbenas que allí se organizaban, estimuladas con el reparto gratuito de vino a los peregrinos. Entre éstos naturalmente abundaban los pobres, que habían constituido una especie de circuito regional d e peregrinaciones, así como los enfermos.

Y junto a Brioude y Tours también sabemos de la existencia de otros luga­res de peregrinación famosos en las Galias. Como eran los santuarios de San Justo en Lyon, San Germán en Auxerre, San Ginés en Arlés, San Saturnino en Tolosa, San Víctor en Marsella, San Pons en Cimiez, San Ferreol en Vienne, San Sinfosiano en Autun, y San Dionisio en París. Para la España visigoda tam­bién tenemos noticias de otras famosas peregrinaciones, como la que cada primero de mayo tenía lugar a la tumba de San Torcuato, en las proximida­des de Guadix, para ver allí el prodigio de un supuesto olivo milagroso. Otros lugares de peregrinación eran los santuarios de San Geroncio no lejos de Sevilla, San Justo y Pastor en Alcalá de Henares, San Félix en Gerona o San Vicente en Valencia.

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Pero la costumbre de peregrinar a famosas tumbas de mártires y confe­sores l l e v a b a también a los occidentales de estos siglos a lugares mucho más alejados. Junto con la continuidad de los viajes a Tierra Santa, que se vieron algo frenados en los primeros decenios del siglo vn por las invasiones per­sa e islámica, para volver a tomar fuerza después, los peregrinos occiden­tales pasaron a frecuentar cada vez más Roma. La tradición de peregrinar a Roma a visitar las numerosísimas tumbas de sus mártires y en primer lugar las de los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, era antigua. Ya en el sigloV h a b í a n peregrinado a la ciudad eterna desde emperadores a famosos mon­jes orientales y nobles occidentales, como Paulino de Ñola. El famoso papa hispano Dámaso (366-384) organizó para ello muy sabiamente el calendario litúrgico romano, rellenando el ciclo anual con festividades de los mártires romanos intercaladas entre las sagradas festividades colectivas de Navidad y Pascua, y teniendo en cuenta las épocas de ascesis y ayuno. Para ello el calendario romano reagrupaba la mayoría de las festividades entre julio y septiembre. De esta manera el verano romano se convertía en un auténtico trimestre de peregrinación festiva a las principales basílicas (tituli) martiria­les de Roma y su área suburbana.

5.2.5. La liturgia y la cristianización del tiempo

Los santos y el culto de las reliquias con sus basílicas y altares eran tam­bién los puentes entre el cielo y la tierra, cuyos tiempos se sincronizaban con la liturgia, con las diversas celebraciones del año litúrgico. Pues éste era algo así como la transposición terrenal del auténtico calendario celestial de los santos. Por eso el interés de las diversas iglesias por unificar sus usos litúr­gicos, y muy en especial la fijación de la axial fecha de la Pascua.

El calendario litúrgico así fijado establecía unos momentos hábiles y otros inhábiles para las tareas normales de una comunidad: el domingo, día abso­luto de descanso, así como las festividades de los santos. En unos y otros se exigía una especie de participación igualitaria en el modo de vida que se creía era el propio del Cielo: liberándose de cualquier actividad extraña al estado de naturaleza, que era equivalente al de la santidad. Mientras que los ermitaños y anacoretas que vivían en su supuesto "desierto” practicaban todo el año ese modo de vida natural. Por eso se tendió a situar un mayor número de fiestas en pleno verano y a finales del mismo, cuando menor era el trabajo en el campo. Ello producía una cierta unificación del tiempo en las diversas comunidades cristianas, aunque las advocaciones celestiales pudie­ran ser distintas. En todo caso, como una acomodación completa a ese supues­to calendario celestial era imposible para muchos, por esta vía se estableció una radical diferenciación entre los que podían acomodar su ritmo de vida

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totalmente al calendario litúrgico, los nobles y los clérigos, y aquellos que no, los humildes y los campesinos. Lo cual venía también nuevamente a esta­blecer una diferencia entre la ciudad y el campo, de modo que el antiguo menosprecio hacia el rústico se explicaba ahora por su menor santidad, al poderse acomodar peor al calendario de los santos.

La misa, además de un reflejo de la jomada celestial, era el momento pro­picio para entrar en comunión con los patronos celestiales de cada comuni­dad. La misa, controlada por el obispo en su catedral, y por el presbítero en las restantes basílicas, jugaba un papel primordial en pro de la cohesión entre los miembros de la comunidad cristiana. Pues el único colectivo social que se diferenciaba en las ceremonias litúrgicas y en el supremo momento de la comunión era el estamento clerical, que realzaba así su supremacía social. Por ello se explica el interés de algunos de los nuevos soberanos germáni­cos en mantener su fe arriana. Más que una cuestión dogmática era una cues­tión de control político y social, de legitimar una supremacía contestada por muchos, en especial por la arrogante aristocracia provincial. Pues en las igle­sias amanas germanas los obispos eran nombrados directamente por el rey, y éste recibía antes que nadie, y en una ceremonia diversa, la comunión. La defensa de la ortodoxia del Arrianismo era también una defensa de la recti­tud de sus gobernantes, de la misma justicia providencial de su nuevo poder político sobre la antigua del Imperio romano.

5.2.6. No más dualidad campo/ciudad

Pero en esta época el Cristianismo había venido a reinterpretar las nue­vas relaciones campo-ciudad. La cristianización de los campos y campesi­nos de Occidente siguió las pautas creadas por Martín de Tours en el siglo IV para las tierras centrales de las Galias. Así pues se trató de un cristianis­mo que había sabido desviar en su favor las tradiciones y referencias espa­ciales y temporales de la antiquísima religiosidad campesina: solapamiento de festividades cristianas con otras paganas fundamentales del ciclo agríco­la, y advocación de anteriores lugares de culto a los santos y mártires. Lo que en bastantes casos no iba más allá de una superficial apariencia cristiana de anteriores prácticas mágicas y fetichistas. Sólo en la medida en que dichas prácticas se pretendiesen seguir realizando al margen de los representan­tes de la jerarquía eclesiástica, y con una apariencia en exceso pagana -aspec­to lascivo de ciertas fiestas que eran continuación de ritos de fecundidad, o continuidad de espacios y objetos religiosos sin la presencia de un recinto cristiano- ésta tenía que denunciarlo y pedir al brazo secular su erradica­ción. Y éste sería el sentido de más de un escrito de la época sobre la cris­tianización campesina, como el famoso De correctione rusticorum de Martín

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de Dumio en l a Galicia de la segunda mitad del siglo VI. Por otro lado dichas prácticas paganas además de como superstición eran visionadas como mani­festaciones del poder del Diablo. Al irrogarse el clero el monopolio del exor­cismo la misma presencia de tales prácticas se convertía en un elemento más del lenguaje cristiano del poder y la dominación, estando la misma Iglesia, más o menos inconscientemente, interesada en su mantenimiento. El hecho de que algunos señores laicos -como denunciará el Concilio de Toledo XII del 681- estuvieran interesados en defender esas prácticas de sus campe­sinos, habla también de un conflicto entre nobleza laica y jerarquía eclesiás­tica por controlar ese lenguaje de dominación que era la religión.

En un plano más material·dicho conflicto también se daría entre basíli­cas urbanas, controladas totalmente por el obispo, y las rurales y monas­terios de fundación privada, cuyos fundadores pretendieron seguir ejer­ciendo un derecho de control sobre las rentas derivadas de su patrimonio, o del diezmo eclesiástico, y de su gobierno. También en este caso la obra de Martín de Tours había señalado una vía de solución, propugnando la figura del monje-obispo. Cosa que por motivos diversos también sería una situación normal en la Iglesia irlandesa y en el movimiento monástico que se dio en el noroeste hispano en la segunda mitad del siglo VII por obra de Fructuoso de Braga.

En el orden lingüístico la dualidad campo-ciudad en el Occidente de tiempos del Imperio romano también se había dado. Y también sería en gran medida anulada con la creación de un común lenguaje cristiano. A principios del siglo V Rufino de Aquileya señalaba que el auténtico hombre civilizado era el cristiano, lo que se correspondía con la polarización que a partir de entonces se impondría para el término "heleno”, que de desig­nar al hombre ilustrado, por excelencia el filósofo, pasó a significar paga­no. Ese nuevo hombre cristiano se caracterizaba por la simplicidad de su alma y de su pensamiento (simplicitas almae ¡mentis). Aún más, la misma inteligencia era sospechosa, por no ser más que astucia (calliditas); algo propio de los intelectuales paganos y cristianos heréticos, que la utilizaban para engañar y confundir a los simples. Basta leer la abundante hagiogra­fía de los siglos vil-vm para ver cómo ésas eran las virtudes y los vicios prin­cipales que adornaban a los santos y a sus mortales opositores, en mayor o menor grado encarnadores de la astucia del Diablo. Si la virtud era la anti­gua simplicidad de hombre iletrado lógicamente había también que adop­tar las formas de expresión de éste. Así en la transmisión de la cultura cris­tiana se impondría la oralidad y, en todo caso, la utilización de la lengua campesina (sermo rusticus). Un camino que se había comenzado a reco­rrer en el latín cristiano en el primer cuarto del siglo V, cuando San Agus­tín compuso su Sobre la doctrina cristiana y su Sobre el adoctrinamiento d e los campesinos, en los que consideraba como apropiado para el orador

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cristiano la utilización del llamado por los retóricos serm o humilis o sub­missus.

5.2.7. El Cristianismo y la vida privada. La posición de la mujer

La simplicidad frente al intelectualismo como característica del auténti­co cristiano. Porque la verdad es que el Cristianismo había venido también a marcar nuevas pautas de conducta en la misma vida privada. Peter Brown ha señalado con razón como una de las características de la nueva mentali­dad cristiana de estos siglos una pérdida de los típicos valores cívicos o públicos, propios de la civilización clásica, con una nueva valorización de las virtudes más estrictamente ligadas a la individualidad del ser humano. Desde el punto de vista literario no hay duda de que la hagiografía cristia­na es una evolución de la biografía y aretalogías clásicas. Sin embargo el contenido moral de unos y otros es muy distinto. En las segundas interesan los rasgos propios de la identidad individual en la medida en que influyen, o más bien reflejan, las virtudes y obras cívicas del héroe, que son las que realmente importan y conviene describir con minuciosidad. Mientras en las primeras es todo lo contrario, lo que interesa es el itinerario vital del indivi­duo, sus mismas luchas místicas con el Maligno, que llevarán al santo a alcan­zar la beatitud eterna. Sin duda que las obras de los santos benefician a la comunidad, sobre todo después de su muerte. Pero no es éste precisamente el objetivo perseguido por el santo al obrar así, sino el de conseguir su per­fección interior.

El Cristianismo supuso un canto a las renuncias en la vida presente y una glorificación de la sobrenatural. Ello tuvo implicaciones en la misma consi­deración de la muerte. En tiempos del Imperio la ley había prohibido los ente­rramientos en el interior de las ciudades, pues la muerte no por cotidiana dejaba de ser algo temido que no se debía mezclar con el mundo de los vivos. En estos siglos cada vez se fue imponiendo más la costumbre de ente­rrarse ad sanctos, junto a las reliquias de algún mártir o confesor. Y si esto al final sólo pudo estar disponible para los poderosos al menos a los demás les quedó el consuelo de descansar en las proximidades de los que habían sido sus conocidos y seres queridos. Así contra las antiguas prohibiciones las anti­guas necrópolis situadas fuera de las murallas se convirtieron con frecuen­cia en lugares de habitación, mientras que en el interior de los muros, al socai­re de una edificación religiosa, se multiplicaron los enterramientos.

Renunciar a este Mundo significaba desde luego hacerlo a sus riquezas. Sería erróneo creer que el ideal de pobreza evangélica fuera algo practica­do por todos. Y también es erróneo pensar que conductas como las de los senadores Melania la Joven y Piminiano, a principios del siglo V, vendiendo

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y entregando a la Iglesia y a los pobres sus inmensas propiedades, fueran imitadas por muchos poderosos. Sin embargo sí que fue más normal entre éstos hacer fundaciones monásticas o de iglesias en sus dominios, o dejar a la Iglesia por heredera al morir sin descendientes directos.

También sería erróneo que el especial desprecio del cuerpo, la valora­ción del celibato y la condena de la sexualidad por parte de la doctrina cris­tiana, produjeran una auténtica revolución en el comportamiento sexual de los occidentales. Las continuas condenas a las prácticas abortivas en los cáno­nes eclesiásticos y en la legislación civil de la época indican que esos desór­denes eran más frecuentes de lo que los ascetas deseaban. Sin embargo no se puede negar que la Iglesia obtuvo mayor éxito en las restricciones al matri­monio entre parientes. También la poligamia fue duramente combatida, y con cierto éxito, tanto en su fórmula romana del concubinato como en la ger­mana de las Friedlehen. Restricciones y condenas que no dejaron de crear problemas a las relaciones entre los eclesiásticos y los poderosos, incluso reyes. Pero al final ambas restricciones supusieron la destrucción de las típi­cas relaciones familiares germánicas, en las que se depositaba el manteni­miento de muchas de sus tradiciones.

También el papel de la mujer se vio afectado por la nueva mentalidad cristiana, especialmente entre los poderosos. Ahora las mujeres de la alta sociedad podían peregrinar, incluso hasta la lejana Tierra Santa, podían ele­gir entre contraer matrimonio o entrar en un convento, o incluso fundarlo. En una palabra, a la mujer se le reconoce una función en la misma vida pública. El prestigio creciente que fue adquiriendo en estos siglos el culto a la Virgen María también contribuyó a ese mayor protagonismo femenino. El culto maria- no se extendió especialmente a consecuencia de la influencia bizantina y de las disputas cristológicas de la Cristiandad oriental a partir del Concilio de Éfeso (431). Las conquistas occidentales de Justiniano se colocaron bajo la protección de la divina Madre de Dios, a la que finalmente se aclamó en el escatológico asalto islámico a Constantinopla en el 717. Así el escrito maria- no más importante del Occidente de la época sería debido a un obispo 'visi­godo de mediados del siglo vil, Ildefonso de Toledo, formado en un monas­terio de indudable influjo oriental.

Naturalmente que el que la Virgen María fuera el ideal de la mujer cris­tiana no dejaba de tener sus cargas. A fin de cuentas en María el cristiano valoraba su obediencia ciega, su sumisión al varón y su virginidad. Es decir el reconocimiento de la mujer venía en cierto modo a través de una nega­ción de la propia identidad sexual de la misma. Así la legislación canónica y civil del Occidente impuso serias restricciones al matrimonio de las viudas.Y si se le reconocía a la mujer derechos hereditarios y la disposición de su propiedad, plenamente en el Reino visigodo y con muchas restricciones en la legislación longobarda, siempre la legislación canónica señaló la necesi­

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dad de contar con el apoyo de sus parientes masculinos, menos en una cosa: en las fundaciones monásticas.

La tradición de mujeres de la alta sociedad retirándose a un convento era muy antigua. Clotilde, la cristiana mujer de Clodoveo, ya lo habría hecho al morir su marido. La tradición de las viudas reales entrando en un monas­terio tendría muchas continuaciones tanto en la Francia merovingia como en la Italia longobarda y la España visigoda. En esta última al final del siglo vil esto se convirtió en una norma, para evitar así la instrumentalización de la viuda en las luchas por la sucesión real. Pero no todas las reinas se reti­raron contra su grado. El ejemplo de renuncia voluntaria más famoso sería el de Santa Radegunda. Esta hija de un rey turingio había casado con Clo- tario I. Pero siempre vivió como una monja, en ascetismo y oración y entre­gando numerosas limosnas. Al final abandonó a su real esposo y fue con­sagrada por el obispo Medardo de Soissons. Al fin su marido accedió a perderla y fundó para ella el gran monasterio de la Santa Cruz en Poitiers. Como muestra de renuncia y humildad allí Radegunda se sometió volunta­riamente a la primacía abacial de Agnes. Desde su monasterio Radegunda no dejaría de mantener estrechos contactos con el mundo exterior, que le servirían entre otras cosas para reunir una extraordinaria colección de reli­quias.

Porque lo cierto es que la renuncia al Mundo adquiría su formulación más clara en esta época en la entrada en la vida monástica, como anaco­reta y, sobre todo, como cenobita. Cuantificar la importancia de tal entra­da es difícil. Aunque sea una exageración baste recordar aquí cómo el duque de la Bética, en la península Ibérica, se quejó al rey a mediados del siglo VII, que el éxito de las fundaciones monásticas de San Fructuoso en su provincia amenazaba con la disponibilidad de soldados. Un ideal de "Ciu­dad de Dios” que llevó aparejado en esa época y en las Españas el surgi­miento de un fenómeno curioso: la aparición de monasterios dúplices. Fun­dados por un rico laico en él entraban su esposa y sus hijos y todos sus sirvientes de uno y otro sexo. Por supuesto que el abad y la abadesa serían los fundadores y los demás monjes y monjas juraban un pacto de obedien­cia. Así se teñían de total color cristiano unas auténticas relaciones de poder y dominación.

5.3. El nuevo Occidente cristiano: monjes, papas y misioneros

5.3.1. Los orígenes del monaquismo en Occidente

El monaquismo apareció por vez primera en Oriente, tomando gran fuerza en Egipto en el siglo IV, donde desarrolló sus dos grandes tenden-

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cías: la anacoreta y la cenobítica. La constitución de la regla de San Basilio Magno (360) sirvió para unificar en gran medida el cenobitismo en toda la cristiandad oriental, que en tiempos de Teodosio experimentaría una enor­me expansión.

En Occidente el movimiento monástico fue algo más tardío, y los pro­motores del mismo serían de una extracción social por lo general diferente, aunque pudieran compartir los ideales de vida. Pues la verdad es que la pri­mera y decisiva difusión del monaquisino en las tierras occidentales tuvo lugar en medio y por obra de la que se ha quedado en llamar aristocracia senatorial teodosiana. Ésta, con una mezcla de cristianos viejos y otros nue­vos con un exceso de celo, se convirtió en portaestandarte de la nueva espi­ritualidad cristiana en los medios aristocráticos de Occidente. Se concreta­ba en un cierto abandono del mundo, retirándose a sus villae rústicas, convertidas en centros de oración y ascetismo, cuando no en la venta de sus bienes y la peregrinación a los lugares de Tierra Santa, y la dotación de múl­tiples basílicas, centros de culto a los mártires y comunidades monásticas anejas.

En un primer momento se intentó una aclimatación de las prácticas orientales, con su rigorismo y tendencia a la vida anacorética, no obstante que las condiciones ecológicas y climáticas eran muy diferentes a las del desierto egipcio. Sin duda el gran impulsor del monaquisino oriental en las Galias sería Martín de Tours (316-397). Este antiguo alto oficial del ejérci­to impondría a ese monaquismo su sentido de la disciplina y de lo colecti­vo, desviándolo hacia modalidades cenobíticas, con sus monasterios de Ligugé y Marmoutier. Nombrado obispo de Tours, Martín quitó al monas- ticismo mucho de lo que en principio había tenido de oposición a la igle­sia episcopal.

Este mismo origen tendría el gran centro monástico de la isla de Lerins en Provenza, auténtico foco monástico en las Galias de los siglos V y vi. Fundado poco después del 400 por Honorato, en compañía de otros que conocían muy bien el monaquismo oriental, Lerins se constituyó en refu­gio de muchos aristócratas galorromanos que huían de las invasiones. Lerins fue sobre todo una escuela de ascética, más que de formación espi­ritual. En él se cumplió el ideal martiniano del monje-obispo en un gran número de casos, pasando por sus celdas todas las grandes figuras de la Iglesia sudgálica de la época: Salviano de Marsella, Fausto de Riez, Cesá­reo de Arlés (t543), etc. Este último, nombrado obispo de Arlés (503) se convirtió en un campeón del ideal monástico, componiendo una famosa regla para un monasterio femenino fundado por él. Además sería allí don­de se redactará unas normas de organización de la vida monástica de enor­me influencia en todo el monaquismo occidental posterior: Las institucio­nes d e Casiano.

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Bajo la influencia de Lerins se fundaron a mediados del siglo v una serie de monasterios en la zona montañosa del Jura por Romano y Lupicino. Entre esos monasterios destacó el de Agaune, donde los monjes se dividieron en una serie de grupos con el fin de que la liturgia se pudiera celebrar de con­tinuo durante las 24 horas del día, tal y como se creía era el horario celestial. También en ese monasterio un siglo después se escribió la famosa Vida de los Padres del Jura, el documento más importante para conocer el monaquisino occidental en los siglos V y vi.

En el lugar del Jura de más sagrado recuerdo, allí donde se decía estaba enterrado San Mauricio, mártir con su legión tebana, el rey burgundio Segis­mundo fundó un monasterio en el 515. Con ello se inauguraba la tradición de fundaciones monásticas por parte de los reyes en la Galia, que tendría su segun­do más famoso ejemplo en el monasterio femenino fundado por la reina San­ta Radegunda en Poitiers {vid. supra, 174). Pero también otros reyes, reinas y princesas merovingias realizaron fundaciones monásticas en estos siglos.

5.3.2. El monaquisino irlandés

La renovación del monaquismo en las Galias, sin embargo, habría de venir de fuera, de la mano de San Columbano y sus monjes irlandeses. .

El movimiento monástico irlandés tuvo desde sus orígenes ciertas carac­terísticas propias, explicables en parte por las mismas circunstancias en que se realizó la cristianización de la isla (vid. supra, 81 ). En dicha isla, en la peri­feria de Occidente y en ambiente celta, encontró refugio la cristiandad bre­tona. Según la tradición irlandesa posterior a principios del siglo V Patricio, un bretón educado en Italia y Lerins, procedería a la primera cristianización de la isla, organizando su Iglesia. Falta de auténticas ciudades y con una orga­nización social con usos comunitarios y señoriales de tradición céltica en Irlan­da el Cristianismo se difundiría y organizaría más sobre la base de los cen­tros monásticos rurales que de los obispados. Aunque sería un error pensar que no existían obispados. Siendo de fundación nobiliaria estos monasterios en cierto modo se incorporaban al patrimonio de la familia del fundador. A imitación del monaquismo oriental se constituirían auténticas teópolis monás­ticas, con las cabañas de los monjes solitarios agrupadas en torno a la del abad, cuyo ejemplo más famoso sería la existente en la isla de lona.

El Cristianismo irlandés se caracterizó desde un principio por su sen­timiento de estrecha vinculación con Roma, aunque sea difícil asegurar que en su origen se debiera a una deliberada acción misionera del Papa. Entre otras cosas éste se demostró en la indisoluble vinculación de la Iglesia irlan­desa al uso litúrgico y doctrinal del latín, lo cual pudiera extrañar a prime­ra vista, pues en Irlanda no se hablaba esa lengua, pero a diferencia del

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Cristianismo oriental, que se abrió a las lenguas vernáculas, el occidental fue siempre monolingüe. En la Irlanda céltica y pagana había existido un grupo de intelectuales, los áes dána, que gozaban de un enorme prestigio social y entre los que destacaban los poetas, los druidas y los expertos en leyes y en genealogía e historia. Nada extraño que al cristianizarse la socie­dad irlandesa vinieran los clérigos a ocupar tal posición. Pero mientras que la tradición cultural de aquéllos había sido oral, la de los nuevos intelec­tuales cristianos era necesariamente escrita. Por lo que como expertos en una lengua exclusivamente escrita, como era el latín en Irlanda, fueron deno­minados ñrléighinn (hombres de lectura). Como lengua sólo escrita y sagra­da el latín fue objeto de un estudio riguroso en la Iglesia irlandesa, median­te la utilización de gramáticas reputadas, como la del africano Donato. Las necesidades de enseñar una lengua extranjera explica así el surgimiento a lo largo del siglo vil en los ambientes monásticos de tradición irlandesa de varias otras gramáticas. Dado que el latín no se consideraba como una lengua para ser entendida por el público, sino sólo por un grupo de exper­tos herederos de una alambicada tradición de elocuencia, resultó también normal que el latín escrito irlandés derivara en extremos preciosistas y de difícil comprensión. El monaquismo irlandés se caracterizó por su extre­mado ascetismo de origen oriental, y su desprecio por la vida eclesiástica secular.

La insularidad y el entorno extraño a la cultura latina en que surgió y se desarrolló el monaquismo irlandés hizo que buscara con verdadera frui­ción a lo largo del siglo vil libros y establecer relaciones culturales con la Cristiandad continental. Lo cual permitió a los monjes irlandeses desarro­llar una activa labor exegética de la Biblia, que habría de influir luego mucho en la carolingia. De esta manera se convirtió en algo normal la figura del monje irlandés viajando con sus libros, guardados en valiosas bolsas de cuero. Porque otra característica del monaquismo irlandés fue la impor­tancia que en él tuvo la práctica ascética de la peregrinatio, el marchar a lugar extranjero. Una tendencia que podía deberse tanto a prácticas del paganismo céltico como también a la misma imitación de los orígenes de la cristianización irlandesa. Lo cierto es que esta nueva peregrinación por Cristo, central ya en la biografía de Columbano el Viejo, se convirtió en vehícu­lo eficaz para la difusión del monaquismo irlandés fuera de la isla: en Gran Bretaña y el Continente.

5.3.3. La obra de Columbano el Joven

El más importante difusor continental del monaquismo irlandés fue Colum­bano el Joven (-f615). Según nos indica la Vida de Columbano, escrita por

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Jonás de Bobbio unos 25 años después de su muerte, Columbano, nacido en Leinster en 543, obtuvo su formación en el monasterio de Bangos (condado de Dow), para hacia el 585-590 hacer su peregrinación al Continente, con­cretamente a Burgundia, donde en los Vosgos fundó el monasterio de Luxeuil, para el que compuso una regla de enorme dureza, bajo la que se regirían las nuevas fundaciones monásticas realizadas por el santo, entre ellas otras dos en los Vosgos. En 610 Columbano viajó ala Italia septentrional parafun- dar allí el importante monasterio de Bobbio en Italia, donde moriría en 615. Esta fundación contó con el apoyo del rey longobardo Agilulfo y su esposa Teodolinda, conviertiéndose en foco irradiador de monaquismo en la Italia septentrional. Un discípulo suyo, Galo, fundaría en Suiza el gran monasterio de Saint Gall.

Gracias a algunas vidas de santos, con la del propio Columbano a la cabeza, y la misma extensión de su regla monástica, aunque se viera some­tida a acomodaciones locales, sabemos del enorme éxito que este mona­quismo de origen irlandés tuvo en la Francia merovingia en el siglo vn, espe­cialmente en Burgundia y Austrasia. Tal difusión sería la obra sobre todo de la segunda generación de monjes salidos de Luxeuil, en su mayor parte fran­cos, aunque también hubo algún irlandés más, como Fursey y sus hermanos Foilan y Ultan, que contaron con el apoyo de la familia de Pipino I. Columba- no mismo había sabido contar con el apoyo de Teodorico II (595-612) y sobre todo de Clotario II (584-629), que vio en la comunidad de Luxeuil un magní­fico instrumento para su propaganda contra la política de Brunequilda. Esa estrecha asociación entre varias de las fundaciones inspiradas por el mona­quismo irlandés y diversas facciones nobiliarias de las cortes merovingias habrían de continuar, como se puede observar a través de algunas vidas de santos, como las de Audoino y Eloy. Para los monasterios ello derivó en la concesión de propiedades y privilegios de inmunidad, entre los que desta­caban los que les situaban al margen de la jurisdicción episcopal. Ejemplos de fundaciones monásticas nobiliarias serían las de Fontanelle, en el valle del Sena, en el 648 por el franco Wandregiselo, y la del vecino de Jumiéges en 655 por otro noble franco, Filiberto.

En este movimiento de patronazgo regio y nobiliario a los monasterios destaca sin duda la figura de la reina Baltilda, que después de la muerte de su esposo, Clodoveo II (640-657), se convirtió en regente para Clotario III, gobernando así Neustria y Burgundia durante siete años. La que había sido una bella esclava sajona destacó en la fundación de monasterios en los luga­res donde había algún famoso culto martirial, detrayendo así del control epis­copal esos poderosos instrumentos de poder que eran el culto a los santos y a las reliquias. Tales serían los casos de las antiguas basílicas de San Dio­nisio y San Germán en París, de San Medardo en Soissons, de San Pedro en Sens, de San Aignan en Orleans y de San Martín en Tours. Y aunque la pode­

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rosa reina pudo ser acusada de estar en medio de la muerte de nueve obis­pos, también supo contar con el apoyo de otros, teniendo en todo momento los de los influyentes Audoin y Eligió.

El impacto del monaquismo de tradición irlandesa en la Francia septen­trional fue considerable. Sin duda se debió al mismo la completa cristianiza­ción de esas tierras. En el siglo vil el número de fundaciones monásticas en Neustria, especialmente en los valles del Sena y del Somme, y el oeste de Austrasia se incrementó muchísimo. Además la tradición monástica irlande­sa tuvo su influencia en la misma Iglesia franca. Así fúe responsable para la difusión de la penitencia privada, en oposición a la antigua pública mucho menos flexible. En fin, los monasterios de tradición irlandesa en Francia aca­barían siendo el principal vehículo para la posterior difusión y éxito de la regla de San Benito.

5.3.4. El monaquismo hispanovisigodo. Fructuoso de Braga

En la península Ibérica el movimiento monástico era antiguo. Ya a prin­cipios del siglo V tenemos atestiguados monasterios urbanos y rurales en la zona del nordeste, pudiéndose relacionar su fundación con miembros de la aristocracia teodosiana. Pero su intensificación sería en el vi, mostrando una gran singularidad en la segunda mitad del siglo vil.

En el siglo VI hay que mencionar como hechos principales la fundación del monasterio Servitano y el de Dumio. El primero, a situar posiblemente en la actual provincia de Cuenca, fue creado por monjes venidos de Africa (c. 560-570). La importante biblioteca religiosa venida con sus monjes afri­canos tendría bastante trascendencia para la cultura de la España visigoda. A mediados del siglo VI se fundó el monasterio de Dumio (Braga) por un mon­je venido de Constantinopla, pasado por Italia, Martín, que tendría enorme trascendencia para la conversión al Catolicismo del Reino suevo y para la organización de una Iglesia nacional sueva. En este monasterio Dumiense sería muy intensa la influencia del monaquismo oriental. También en este mis­mo siglo VI cabría situar la primera hipotética penetración del monaquismo irlandés en la península, con la erección del monasterio de Máximo en Bri- tonia, cerca de Mondoñedo (Lugo), tal vez relacionado con una emigración celtobretona a Galicia. Si no fuera por que hoy día no parece nada probable dicha emigración (vid. supra, 115 y ss.). Se debe destacar cómo las princi­pales figuras de la Iglesia hispanovisigoda en esta época compusieron reglas monásticas para monasterios fundados bajo su inspiración: Juan de Biclara, Leandro e Isidoro de Sevilla, Justiniano de Valencia, etc. También es de recor­dar lo frecuente del reclutamiento de obispos entre miembros de los princi­pales claustros monásticos, especialmente urbanos o suburbanos: el monas­

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terio Agállense en Toledo, el de Cauliana en Mérida, el de San Félix en Gero­na, o el de los XVIII Mártires en Zaragoza.

Pero sin duda la corriente monástica más interesante del período visi­godo sería de la segunda mitad del siglo vil, siendo obra de Fructuoso de Braga. La personalidad y actuación de San Fructuoso caracterizan muy bien a su época. Hijo de un gran personaje del Reino godo y de una familia de sangre real con varios obispos en su seno, desde su infancia se inició en la vida eclesiástica, comenzando hacia el 640 su carrera monástica que le lle­vó a recorrer todo el Occidente peninsular fundando monasterios. Muy inte­resante fue el modo como se llevó acabo la primera fundación fructuosiana, la del mpnasterio de Compluto en el Bierzo. Pues ésta se realizó sobre tie­rras públicas, patrimonializadas por su padre, entrando a formar parte del monasterio los miembros de su casa, incluidos esclavos domésticos. Fruc­tuoso escribió varias reglas para sus monasterios. Éstos eran auténticas uni­dades autosuficientes, con una economía silvo-pastorial bien adaptada a la zona del noroeste peninsular. Parece que Fructuoso llegó a crear una gran confederación monástica con los monasterios por él fundados en el noroes­te, regida por una "Regla Común”. Cada comunidad se encontraba regida por un abad, teniendo los monjes una serie de obligaciones pero también derechos especificados en un pactum firmado al entrar en el monasterio. En caso de abuso por parte del abad los monjes podían recurrir al sínodo de los abades de la congregación, y en última instancia al obispo-abad de Dumio, jefe supremo de la congregación. Característico de la "Regla de Fructuoso” fue la posibilidad de admitir en un monasterio a familias enteras como hués­pedes. Con ello se quiso regular un abuso frecuente, cual era la creación de "monasterios familiares" con fines nada religiosos, como evadir impuestos o liberarse del peligro de confiscaciones regias.

5.3.5. Los orígenes del monaquismo benedictino

Pero sin duda el movimiento monástico de mayor trascendencia para el futuro sería el iniciado por Benito de Nursia (c. 480-547), con la fundación hacia el 520 del cenobio de Monte Casino, tras haber pasado por una pro­pia experiencia anacorética. El gran acierto de San Benito y de su Regla, consistió en limitar el rigorismo ascético del monaquismo oriental, y el adap­tarlo a la realidad del Occidente de la época. Se consideraba a cada monas­terio como una comunidad independiente bajo la autoridad de un abad. Los monjes no podían, tras haber profesado, abandonar el monasterio en el que entraron, y estaban obligados por votos de castidad, pobreza y obediencia a la autoridad del abad. Rasgo característico de la regla benedictina fue la alternancia y mezcla de la labor contemplativa o intelectual con la actividad

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manual, sobre todo el trabajo en los campos dependientes del monasterio. De este modo los monasterios benedictinos se convirtieron en importantes centros productivos, en los que se practicaba una agricultura más racional y rentable que en la generalidad de los dominios laicos. La regla en el caso de monasterios de fundación particular no impedía que la influencia de la familia del fundador se continuase, mediante la herencia del cargo de abad en su seno.

Los monasterios benedictinos se convirtieron pronto en centros de irra­diación cultural y religiosa, sobre todo a partir de la fundación por Casiodo- ro de Vivario, en Calabria, al que donó una gran biblioteca. Fundamental para el rápido progreso del monacato benedictino fue la protección y favor dis­pensados por el papa Gregorio Magno. El primer papa que antes había sido monje y que se convirtió en el fantasioso biógrafo del santo. La evangeliza- ción de la Gran Bretaña se realizó con una misión benedictina enviada por el pontífice. Durante la séptima centuria el movimiento benedictino se exten­dió por Francia, asimilando las antiguas fundaciones irlandesas de San Colum­bano, tomando bajo su cargo la evangelización de Germania con la misión papal de San Bonifacio, en la tercera década del siglo vni. A la península Ibé­rica el monaquismo benedictino llegaría más tarde, muy avanzado el siglo vni y por influencia carolingia.

5.3.6. El Papado: de patriarca de Occidente a soberano terrenal

Sin duda una de las muestras más claras de cómo el Cristianismo fue el nuevo lenguaje del poder, y cómo se vino a sustituir la Ecumene romana por la Comunidad de la Iglesia, es la historia del Papado en estos siglos.

La idea de que al obispo de Roma le correspondía la primacía entre los restantes obispos era bastante antigua, como mínimo del siglo II. La funda- mentación teórica de la misma residía en la llamada "comisión petrina”. La Iglesia fundada por el mismo Cristo con el acto de la comisión petrina no era sino la sociedad entera de todos los cristianos. Así era la Iglesia consi­derada como un cuerpo indivisible, lo que aseguraba la cohesión de la mis­ma era la Fe y la adhesión de todos sus miembros a las normas de conducta deducible de ella. Esto último planteaba el problema de la autoridad direc­tora, encargada de distinguir y exponer la norma reefe vivendi. Y esto no podía ser hecho más que por quienes poseyeran scientia. Así pues el gobier­no de la Iglesia consistía en la transformación por quienes poseían esa sabi­duría de la doctrina en regla de acción. Tal facultad de transformación exi­gía el ejercicio de una potestas, según las concepciones del Derecho romano. Pues bien, el Papado sostenía que esa potestas había sido concedida a San Pedro por Cristo.

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En estos siglos la tarea esencial de los papas sería la de establecer explí­citamente la vinculación entre los poderes confiados por Cristo a Pedro y los del papa. Con ello los pontífices romanos conseguirían imponer la doctrina del principatus doctrinal y jurisdiccional del Papado. En esta tarea tuvo gran trascendencia Leónl (440-461), pues éste se consideró explícitamente "indig­no heredero de San Pedro". Sucesión petrina que debía entenderse en el sentido de que el papa había heredado los poderes otorgados por Cristo a Pedro, haciendo abstracción de las cualidades personales de cada papa. Para sustentar esta idea los papas del siglo V se basaron en la llamada epis­tola Clementis, traducida al latín por Rufino de Aquileya y que se suponía escrita por Clemente a Santiago el Mayor. Además, en esta época la con­cepción de los poderes papales se mezcló con la idea de la disposición jerár­quica de la sociedad, distribuyéndose en ella el poder de forma descendente. De esta forma los papas, como sucesores de San Pedro, no eran unos miem­bros más de la Iglesia, sino que se encontraban fuera y por encima de la mis­ma. Hacia finales del siglo V se acuñaría la frase que resumía tales ideas: "el papa no puede ser juzgado por nadie".

Naturalmente estas aspiraciones papales no habrían sido fácilmente aceptadas ni por el poder secular (emperador) ni por el resto de la jerar­quía eclesiástica. En el Concilio de Calcedonia del 454 tan sólo se concedió al papa una primacía honorífica, pero en el plano jurisdiccional se le igualó con la sede de Constantinopla. Y ni los emperadores de Bizancio ni los otros grandes Patriarcados orientales -Alejandría, Constantinopla, Antioquía y Jerusalén- estaban dispuestos a reconocer a la sede de Roma más que el patriarcado de todo Occidente. Aunque bien es verdad que la oposición entre Alejandría y Constantinopla, que estalló en toda su crudeza en las con­denas sucesivas de Nestorio de Constantinopla en el 431 y de Dióscuro de Alejandría en el 454, por la primacía en Oriente favorecieron de rebote al papa, al que casi siempre quisieron tener como aliado los patriarcas de Ale­jandría.

Sin embargo la situación en Occidente era distinta. En Occidente no existían otras sedes que pudieran competir, ni siquiera de lejos, con la romana. Máxime cuando la de Cartago tuvo que sufrir la~dominación de los vándalos y la de Milán su momentáneo traslado a causa de la invasión lon- gobarda, además de la decadencia de la ciudad desde que dejó de ser sede imperial a finales del siglo IV. En Occidente no existía tampoco poder político alguno comparable al del emperador bizantino. Además en la segun­da mitad del siglo vi la Italia oriental se vio sumida en un período de gran inestabilidad.

Con el afianzamiento de los longobardos en el norte de Italia Roma que­dó situada en el punto de intersección de las influencias bizantinas y longo- bardas. Como consecuencia de ello y del progresivo deterioro del poder

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imperial el Papado conseguiría una gran autonomía política en la península, empezando a suplantar en la región de Roma a las autoridades imperiales. Poco a poco el Papado se fue afianzando como la única fuerza capaz de aglu­tinar a las regiones itálicas todavía no dominadas por los longobardos y que las tropas imperiales podían defender cada vez menos (vid. supra, 74 y ss.). En la base de este creciente poder estaba el enorme patrimonio fundiario del Papado, el “patrimonio de San Pedro", siempre en aumento continuo.

Etapa crucial en esta evolución fue el pontificado de Gregorio Magno (590-604). Gregorio pertenecía a la aristocracia romana, llegando a osten­tar con anterioridad el cargo de prefecto de Roma. En 575 abandonó su carrera civil, ingresando en un monasterio por él fundado en Roma. Poste­riormente desempeñó (579) el puesto de apocrisario del papa en Cons- tantinopla, familiarizándose con la política y diplomacia bizantinas. Sus acti­vidades como papa pueden encuadrarse en las siguientes vertientes: estadista en la crisis longobarda; reorganizador del patrimonio pontificio; patriarca de Occidente para reivindicar las prerrogativas romanas sobre las restantes iglesias romano-germánicas; monje, teólogo y escritor. El cor­pus epistolar de Gregorio nos muestra su gran celo en la administración de los extensos patrimonios sicilianos de la sede, lo que le habría permitido tomar a su cargo el aprovisionamiento de grano a Roma, convirtiéndose así de hecho en el gobernador de la ciudad. Reclamó con energía el derecho a inspeccionar y corregir al resto de los obispos italianos, no obstante la oposición de los de Ravena, Aquileya y Milán. Logró con bastante éxito intervenir en la Iglesia africana, asentar su influencia en la franca y en la visigoda. Pero sería sobre todo en la Gran Bretaña donde lograse fundar su total primacía, con el éxito de la misión pontificia protagonizada por el posterior San Agustín de Canterbury. Como monje Gregorio tuvo la afor­tunada intuición de ver las posibilidades ilimitadas del naciente monaquis­mo benedictino, prestándole su protección, ligando así al Papado a la ins­titución monástica. Como escritor y teólogo su obra informó gran parte de la Edad Media.

Los sucesores de Gregorio Magno continuarían con mejor o peor éxito la tarea de afianzamiento del primado romano y de la autonomía papal fren­te al Imperio, no obstante los problemas que surgirían con la cuestión del Monotelismo. Una idea del camino recorrido la da la negativa del papa Ser­gio I a firmar las conclusiones del Concilio in Trullo. (691-692). Aunque el emperador ordenase su aprisionamiento el enviado imperial se vio incapaz de ejecutarlo, llegando incluso a peligrar su vida. Para entonces el papa era ya el auténtico dueño de la vieja capital del Imperio. Como vimos, sería el apoyo solicitado por los papas a varios miembros de la emergente dinastía pipínida la que sellaría el destino futuro de la Italia septentrional y meridio­nal: la desaparición del Reino longobardo y el reconocimiento de la sobera­

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nía pontificia sobre la base de "donación de Constantino", un documento fal­sificado a mediados del siglo vm (vid. supra, 76).

La “donación de Constantino" y la alianza con los francos dio al Papado un considerable poder secular en Italia. Pero para entonces el prestigio de la sede romana como madre reconocida de las iglesias de Occidente se había fundamentado mediante su participación creciente en la evangelización de los pueblos periféricos de las Islas Británicas y Germania. Ello sin duda que contrarrestaría las suspicacias que las tradicionales vinculaciones entre los papas y los emperadores de Constantinopla suscitaban en una Iglesia occi­dental tan prestigiosa e importante como la visigoda. Ésta, bajo el centralis­mo impuesto por sus primados de Toledo, en la segunda mitad del siglo vil llegaría a amenazar al papa con un cisma en el 684 si no admitía la ortodo­xia de sus opiniones sobre la cuestión de las naturalezas y voluntades de Cristo. En todo caso, cuando la orgullosa y sabia Toledo fue invadida por las tropas del Islam en 711 su obispo Sinderedo no consideró otra cosa mejor que huir y refugiarse con los papas en Roma.

5.3.7. Las nuevas misiones cristianas

Con anterioridad nos hemos referido a la estrecha vinculación a Roma que sentía la Iglesia y el monaquismo irlandeses en el siglo vn. Lo que tradi­cionalmente se relacionaba con San Patricio y su supuesta misión romana. Pero si esto último es más que dudoso (vid. supra, 81) un hecho histórica­mente bien establecido es el de la decisiva intervención de Gregorio el Gran­de para la llegada a Kent de Agustín en 597 y su misión evangelizadora (vid. supra, 79). También la tradición quiere que un ignoto papa, tal vez Honorio I (625-638), diera su bendición y poderosas reliquias a San Amando (f674) para que fundara nuevas iglesias en la periferia del mundo franco, cuando peregrino en Roma recibió su mandato misionero en una visión que tuvo del mismo San Pedro.

Aunque la Vida d e San Amando, tal vez escrita no antes de mediados del siglo vill, que nos ha transmitido estas noticias, no-sea un documento histórico no cabe duda de la importancia de sus actividades misioneras. En todo caso el Amando histórico fue un personaje que contó con importantes apoyos en la corte, especialmente del propio rey Dagoberto (623-638), de cuyo hijo Sigiberto III (634-656) fue padrino; además, a partir de la déca­da de los cuarenta encontró también muy importante apoyo en la familia de Grimoaldo (t657), el poderoso mayordomo de Austrasia. Así no extra­ña que el área de actuación de Amando fue muy vasta desde su misión fra­casada entre los vascos del sudoeste hasta los eslavos de más allá del Danu­bio. Pero sin duda el centro de su misión fueron los Países Bajos, la región

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al este del río Scheldt. Allí Amando fundó, y fue su primer titular, el obis­pado de Mastrique. Todo lo cual permite vincular sus tareas con otros dise­ños políticos de los soberanos merovingios, deseosos de establecer su influencia en las áreas periféricas de sus reinos. En todo caso la carrera de Amando permite también observar el fortalecimiento en la segunda mitad del siglo VII entre la Iglesia franca y la sede papal, pues el propio Amando en 650 recibió una carta del papa Martín I (649-653), en la que le daba cuen­ta de la herejía monotelista.

Esos mismos objetivos políticos llevaron a los Pipínidos a procurar la evangelización de Frisia, la región pantanosa entre el Rin y el mar del Norte, a finales del siglo vn y principios del VIII. Ésta habría sido iniciada por el obis­po Wilfredo de York (f709), con motivo de su viaje a Roma en el 678. Wil- fredo era un obispo especialmente vinculado a Roma, frente a otros de su isla más inclinados a las tradiciones eclesiásticas irlandesas, y además ayu­dó a la vuelta de su exilio irlandés del merovingio Dagoberto II de Austrasia (676-678). Pero sería otro clérigo sajón, Willibrordo, quien realmente culmi­naría su actuación. Willibrordo había sido monje en el monasterio de Ripon, fundado por Wilfredo de York, y en compañía de otros monjes del mismo a finales del siglo VII se estableció en las ruinas del fuerte romano que existían en Utrecht (Traiectum). Con el apoyo del mayordomo de palacio austrásico, Pipino II, Willibrordo trató de conseguir la conversión del rey frisio, lo que sería también una prueba de su sumisión a los francos. En el 695 Willibror­do fue consagrado en Roma por el papa Sergio (687-701) como arzobispo de Frisia. En los años anteriores a su muerte en 739 Willibrordo se dedicó a la evangelización de Turingia desde el monasterio que fundó en Echtemach y con el apoyo de un duque turingio.

Pero el éxito final en la evangelización de los frisios sería obra de su here­dero, otro monje sajón llamado Wynfrido, que cambió su nombre por el de Bonifacio. Esta vez la misión estaría estrechamente vinculada a Roma. En mayo del 719 el papa Gregorio II (715-731) comisionaba a Bonifacio para restaurar la Iglesia frisia, ordenándole que le comunicara el progreso de su actividad. Tras trabajar al lado de Willibrordo, Bonifacio pasaría treinta años (722-753) trabajando en Hesse y Turingia. En su labor misionera en Germa­nia Bonifacio contó ya con la ayuda de Carlos Martel, interesado en el forta­lecimiento del poder franco en aquellas regiones orientales, lo que le per­mitía vencer la posible oposición de los obispos francos del Rin, suspicaces de unas nuevas iglesias que surgían a espaldas de ellos. Al mismo tiempo, el que Bonifacio se presentase como representante del papa eliminaba la suspicacia de los poderosos de esas regiones que temían un aumento de la presión franca. Así, en 738 Bonifacio recibió del papa una nueva misión en Baviera, donde su labor sería continuada a partir del 741 por otro clérigo irlandés, Virgilio, primer obispo de Salzburgo. Nada extraña que Bonifacio

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culminara su carrera, al servicio de los mayordomos de Austrasia y del Papa­do, consagrando como nuevo rey de los francos a Pipino el Breve en el 744, siguiendo la decisión papal.

5.4. Transmisión y objetivos de la cultura cristiana

5.4.1. La continuidad de la retórica

La desaparición de la Administración imperial, las menores disponibili­dades presupuestarias, supusieron la desorganización del sistema de ense­ñanza pública tardorromano. Sin embargo el mantenimiento de una buena parte de las antiguas aristocracias locales y provinciales supuso la perpe­tuación de una enseñanza literaria de tipo tradicional. En la Italia del siglo V

alusiones dispersas permiten comprobar cómo todavía continuaban algunas escuelas de retórica, en lugares como Ravena, Pavía y especialmente Roma. Los comentarios sobre la Eneida de Servio, así como ios Saturnalia de Macro­bio o el Sobre las nupcias de la Filología y Mercurio de Marciano Capella indi­can cómo todavía en la Italia del siglo v era popular entre la aristocracia la enseñanza retórica y la lectura de los clásicos, cosa observable todavía en Casiodoro ya en tiempos de Teodor ico. La correspondencia epistolar entre Sidonio Apolinar y sus amigos del Mediodía galo también prueban la conti­nuidad de unos usos literarios que tenían en la retórica su base fundamental, lo que se vería continuado una generación después por Avito de Vienne o Cesario de Arlés.

Todavía en la segunda mitad del VI podemos encontrar muestras del cul­to de la antigua retórica. Tales serían los casos del africano Coripo, capaz de componer un poema épico en hexámetros, de Enodio de Pavía o Venancio Fortunato. Pero si nos trasladamos al siglo vn tan sólo en la península Ibérica podríamos ver la continuidad de una enseñanza retórica que permitía la poe­sía de un Eugenio II de Toledo (1*657), gran conocedor del africano Dracon- cio, y la historia a lo Salustio de Julián de Toledo (f690), autor también de una gramática. Pero éstos eran ya obispos y se habían educado en escuelas monásticas o episcopales.

5.4.2. La nueva enseñanza eclesiástica

Por otro lado la configuración del Cristianismo como lenguaje del poder supuso la constitución en las catedrales y monasterios de instituciones edu­cativas y de reproducción cultural. Ya la Vida de san Martín atestigua cómo en el famoso monasterio de Marmoutiers, auténtico seminario de obispos

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galos, era obligado el arte de la copia de manuscritos por los monjes. De esta forma desde el siglo VI comenzó a regularizarse una enseñanza ecle­siástica anteriormente surgida de forma espontánea, y como una necesidad de solventar problemas de comprensión de las Escrituras por parte del cle­ro. En España el II Concilio de Toledo del 531 creó la obligatoriedad de escuelas episcopales para la formación del clero. Poco antes, en el 529, un concilio tenido en Vaison, en Provenza, decretaba que los encargados de las iglesias rurales tomaran a su cargo a niños para enseñarles los Salmos, la Escritura y los rudimentos de la exégesis. Y en plenas sierras de Credos y Gata, en el centro de la península Ibérica, se nos han conservado en pobres pizarras muestras de lo que podrían ser los ejercicios de los asistentes a estas escuelas rurales en el siglo vn, aunque sería equivocado hacerse una idea demasiado optimista de la formación literaria de estas primeras escue­las clericales. En esa misma península Ibérica a fines del siglo vi el obispo de Cartagena, Liciniano, se quejaba amargamente de la cultura clerical de su entorno, denunciando la existencia normal de monjes prácticamente anal­fabetos.

Los principios de esa enseñanza eclesiástica habían sido propuestos por San Agustín en sus cuatro libros Sobre la doctrina cristiana, escritos entre el 396 y el 427. La obra agustiniana se marca dos objetivos, prime­ro, cómo conseguir un saber cristiano; después, cómo poderlo transmitir. Para lo primero Agustín exalta el estudio de la Biblia, para lo que recurre a los métodos tradicionales del gramático, con las tres etapas de la lectio, emendatio y la narratio. Es decir, primero hay que aprender a leer, sabien­do puntuar y pronunciar correctamente; pues, no se olvide, la escritura era continua. Luego hay que cotejar el texto con el ofrecido con otros manus­critos. Y, por último, hay que comentar, explicar el texto sagrado. Para ello Agustín sigue proponiendo los métodos de la exégesis tradicional, en la que junto a una interpretación literal se ofrece también un sentido figura­do. Contra opiniones precedentes Agustín tampoco oculta las ventajas de la lectura de algunos autores clásicos, para ello banaliza la religión y las creencias paganas en ellos contenidas. Aunque de momento esto no sería aceptado por todos.

5.4.3. La latinidad de los siglos v y vi: África e Italia

Si desiguales fueron las invasiones y la destrucción de las estructuras y grupos sociales tardorromanos en el siglo V, diverso tenía que ser el tono cultural de las nacientes sociedades romanogermánicas de la época. En prin­cipio se podría afirmar que la cultura literaria en el siglo V continuó siendo algo fundamentalmente mediterráneo. Al igual que la actividad comercial

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tampoco las letras desaparecieron en África con la invasión vándala. Incluso la Corte de Cartago conocería un florecimiento de la poesía profana, como se testimonia en la Antología Palatina. Aunque lo esencial de la literatura del Africa vándala serían obras de la polémica católica contra pelagianistas y arríanos, de las que sería ejemplo culminante el gramático Fulgencio de Rus- pe. Sin embargo tampoco se debe desconocer que una parte de los inte­lectuales africanos habrían abandonado el Reino vándalo, en busca de ambien­tes más propicios, como serían los casos de Eugipio, trasladado a Nápoles, y de Julián Pomerio, huido a las Galias.

La continuidad que en lo político vivió la Italia del siglo V se reflejaría tam­bién en el terreno cultural y literario. De ello serían ejemplos las obras del papa León el Grande y dél poeta Sedulio, de gran influencia en la Edad Media latina. El segundo sería durante mucho tiempo el autor más citado en los pro­gramas de las escuelas episcopales y monásticas occidentales. Por su parte la cultura latina de las Galias se refugiaría, como tantas otras cosas, en sus partes meridionales. Un centro particularmente activo sería la abadía de San Victor, cerca de Marsella. Sería allí donde trabajara Juan Casiano, autor de una importante regla monástica y de reflexiones de espiritualidad ascética (Confesiones). Más al interior la continuidad de la cultura literaria antigua pro­pia de los medios aristocráticos se reflejará en la extensa obra literaria de Sidonio Apolinar, sin duda la más literaria de la época.

El establecimiento de una cierta seguridad política en Occidente en el siglo VI, la consolidación de los descendientes de las antiguas aristocracias provinciales como grupos dirigentes, generalmente bajo el cargo episcopal, de los nuevos Estados, y la necesidad de éstos de competir con la misma Corte de Constantinopla en el terreno literario, influyeron en un relativo rena­cimiento de la cultura latina. El siglo VI en sus primeros decenios vería ade­más el establecimiento sistemático de escuelas episcopales para la forma­ción del clero.

Sin duda Italia sería el ejemplo más brillante y temprano de dicho rena­cimiento, sin duda al calor de la política de prestigio de la Corte de Teodo- rico. En Pavía, Enodio sería un continuador de la cultura literaria tradicional. Mientras, en Roma un miembro de la antigua gran familia senatorial de los Anicios, Boecio, sería el último occidental cultivador de la Filosofía por su profúndo conocimiento de las letras griegas. Por su parte la carrera literaria de otro senador romano, Flavio Magno Aurelio Casiodoro, reflejó las posi­bilidades y limitaciones de dicho renacimiento cultural: tras colaborar con Teodorico y constituir el alma de su cancillería, imitación de la imperial, Casio­doro optaría al final de su vida por retirarse a su finca suditálica de Vivario, una especie de monasterio, dedicado al cultivo y copia de las obras litera­rias antiguas. La segunda mitad del siglo vi en Italia estaría ya dominada por completo por personalidades eclesiásticas, como el papa Gregorio el Gran-

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de, a la vez un místico y un hombre preocupado por mantener el poder de la sede petrina.

La continuidad, no obstante la hecatombe visigoda, de la antigua aristo­cracia tardorromana en el centro-oeste de la Galia explicaría su esplendor literario del siglo VI, aunque éste sería ya obra exclusivamente de clérigos: el italiano Venancio Fortunato en Poitiers y el arverno Gregorio en Tours. El primero sería uno de los últimos representantes de la poesía antigua. El segun­do reflejaría unos gustos y objetivos culturales distintos. Sus obras históricas o hagiográficas escritas en lengua vulgar pretendían sobre todo edificar moralmente a los grupos dirigentes contemporáneos, ya una nobleza mero­vingia tanto germana como romana.

5.4.4. La latinidad del siglo vil: el esplendor visigodo y la sorpresa irlandesa

Si el siglo VI pudo ser sobre todo italiano, el v n sería hispano. El llamado renacimiento isidoriano y la obra literaria de los obispos toledanos de la segun­da mitad del siglo señalarían la primera eclosión de una cultura literaria ple­namente clerical, modelo de lo que habría de ser el posterior· renacimiento carolingio. En su surgimiento sin duda que debió de jugar un papel impor­tante la llegada a la península a mediados del siglo vi de grupos de monjes africanos cargados con sus ricas bibliotecas, que huían tanto de las razias moras como sobre todo de las autoridades bizantinas por la cuestión de los "Tres capítulos". Entre estos monjes africanos destacó Donato, fundador del monasterio Servitano. Junto con la influencia africana, decisiva en la llegada de manuscritos con obras clásicas y de la gran literatura cristiana latina, hay que destacar también la continuidad de los contactos con el Oriente bizanti­no, en los que pudo jugar un papel importante Mérida, ocupada a mediados del siglo vi por dos obispos de origen sirio, y la escuela que surgió en torno a su gran monasterio-basílica de Santa Eulalia. De alguna manera vinculado con ese círculo sería Juan de Biclara (fe. 595), que vivió en Constantinopla y escribió una crónica que quería enlazar con la africana de Victor de Túnez.

Pero sin duda la gran figura de la cultura hispanovisigoda fue Isidoro de Sevilla (c. 560-636). Este pretendió trasmitir una suma de conocimientos a partir de la etimología de las palabras o de la definición glosada: "diferencia”, sinonimia y etimología. Sus Etimologías, además de servir de transmisión de una parte de la cultura antigua, sirvieron durante toda la Edad Media como referencia gramatical y lexicográfica. Pero aunque su cultura pueda en gran parte considerarse de referencias e ignorase el griego, Isidoro se mostró también como un testigo crítico de su tiempo, especialmente pesimista en sus obras de senectud (Sentencias).

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El importante corpus epistolar de Braulio de Zaragoza (f651) permite comprobar cómo se había conservado todavía en la península la tradición de obispos literatos que gustaban desplegar su conocimientos retóricos para regalarse con sus amistades, entre las que no sólo había clérigos sino tam­bién mujeres de la nobleza. El mismo Braulio habría puesto sus conocimientos retóricos al servicio del nuevo código legal visigodo. Pero sin duda sería en torno a Toledo, donde junto a las bibliotecas eclesiásticas existía alguna de la nobleza laica, donde en la segunda mitad del siglo vil surgiría un impor­tantísimo foco de cultura, cuyos protagonistas fueron todos obispos de la sede primada. Entre ellos cabe destacar a Eugenio II (t657), un alambicado poe­ta buen conocedor de la tradición africana representada por Draconcio y Coripo, y a Ildefonso (f667), de noble familia que realizó el primer tratado mariológico occidental. Pero sin duda el más egregio representante de la escuela toledana sería el obispo Julián (f690). Hijo de judeoconversos y edu­cado en la escuela catedralicia toledana Julián sería el último cultivador de la monografía histórica al estilo de Salustio, al par que un teórico de la ense­ñanza retórica; aunque sus obras teológicas rezuman ya un ambiente mucho más contemporáneo y ansioso del presentido final de los tiempos. A Julián se debe también la nueva redacción de la gran colección canónica de la Igle­sia hispana, que había iniciado Isidoro, que tendría también gran importan­cia para la posterior reforma eclesiástica carolingia.

Junto con el Reino visigodo el otro foco de la cultura latina del siglo vil sería Irlanda, existiendo además evidencia de los contactos entre uno y otro. Poseedores de un latín escrito que no hablado, los monjes irlandeses del siglo vil demuestran una pulcritud gramatical ausente en muchos de sus contem­poráneos del Continente. Además el carácter itinerante del monasticismo irlandés haría que este neolatín se difundiera, especialmente por Columba- no y sus sucesores, en la Gran Bretaña -con la gran figura indígena de Beda el Venerable (673-735)- y el Continente. Los monasterios fundados por ellos serían pronto reconocidos centros de copia de manuscritos: Luxeuil en Fran­cia, San Gall en Suiza y Bobbio en Italia, Jarrow en Inglaterra. Gracias a ellos se salvaron no sólo obras antiguas sino una parte de la gran creación litera­ria de la España visigoda del siglo vn, que de otro modo hubiera desapare­cido victima del integrismo islámico.

Frente a la cultura hispanovisigoda e irlandesa-británica del siglo vil la de la Francia merovingia ha solido recibir escasas alabanzas, haciéndose así la crítica moderna eco de las palabras del británico Bonifacio al denunciar el nivel de la Iglesia merovingia de su época. Un juicio tal vez demasiado seve­ro, pues lo cierto es que el llamado renacimiento carolingio no sólo se expli­cará por los muy importantes aportes de clérigos hispanos y británicos, sino también por la misma labor de conservación y transmisión del legado lite­rario anterior hecho por los clérigos merovingios en la séptima centuria. Algu-

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nas cartas y referencias en la hagiografía permiten comprobar alguna conti­nuidad de las tradiciones anteriores de prelados literatos, y bastantes diplo­mas llevan la firma manuscrita de potentes francos, lo que indica alguna ins­trucción. Pero la verdad es que la cultura en las Galias se ha reducido cada vez más a los escritorios monásticos donde se realizó una doble tarea. Por un lado la anónima copia de manuscritos y formularios, que sería de gran importancia para el posterior renacimiento carolingio, y entre los que des­tacaban en primer lugar la literatura patrística y en segundo la legal. Y por otra parte la escritura también anónima de Andas de santos. Una hagiografía variada, en la que hay vidas de mártires, confesores, obispos y monjes, cuyo objetivo era la edificación moral de los lectores, fundamentalmente monjes, y la promoción del culto del biografiado, sin descartar también con frecuen­cia la crítica a algún poderoso. Escritos en un latín muy descuidado, sin embar­go en su estructura literaria todavía conservan cierto artificio.

5.4.5. Los orígenes de la literatura en lengua germánica

Los antiguos germanos no tuvieron una literatura escrita con anteriori­dad a la traducción al gótico de la Biblia por Ulfila. Convertida en lengua literaria y eclesiástica el gótico sirvió también para escribir alguna obra exegética sobre el texto sagrado. Literatura patrística gótica del siglo V de la que sólo se nos han conservado algunos fragmentos, como son los famo­sos Skereins o "Fragmentos teológicos” de la biblioteca del monasterio de Bobblio.

Sin embargo no hay duda de la existencia de una importante y rica épi­ca germánica de tradición oral. Aunque conservada en obras literarias tar­días de la alta y plena Edad Media, su origen puede con certidumbre ras­trearse ya antes de la época de las grandes invasiones del siglo V. Una poesía de transmisión oral como testimonian los tardíos escaldos nórdicos, y a la que podría referirse la famosa noticia ofrecida por Isidoro de Sevilla de que los jóvenes visigodos de principios del siglo VI todavía cantaban sus "cánti­cos ancestrales" (carmina maiorum), en los que se rememoraban las glorias guerreras de sus antepasados.

Dicha tradición épica debió engrosarse en grado sumo en los tiempos de las grandes invasiones, cuando los tradicionales linajes aristocráticos vie­ron reforzado su poder y protagonismo bélico. La literatura alemana de épo­ca medieval ha conservado, aunque en redacciones ya muy tardías y ree- laboradas, restos de varios ciclos épicos cuya composición debe remontarse a los siglos V y vi. Nos referimos al Cantar de ¡os Nibelungos, al Cantar de Hildebrado, a la Canción p o r la muerte de Ermanarico y al Wolfdietrich. En todos ellos se encuentra un fondo histórico, aunque muy distorsionado, pro-

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pio de la época de las invasiones, junto con elementos de origen muy diver­so, entre los que destacan incluso los típicos mitemas del cuento popular europeo, cuyas raíces penetran en la misma prehistoria continental. En esen­cia la referencia histórica se concreta en tres temas: la expansión del Impe­rio de los hunos sobre los pueblos germanos, la increíble aventura de Teo- dorico el Amalo y la expansión de los francos merovingios al este del Rin. Así nos encontramos con la gran tragedia goda de Ermanarico, preámbulo de las grandes invasiones sobre el Imperio (vid. supra, 32); con la matanza de los príncipes burgundios en Worms a manos de los hunos y por orden del general romano Ecio; con las luchas de los germanos del Danubio con­tra los hijos de Atila; con las hazañas de los antepasados de Teodorico el Amalo, Wadamiro y Teodomiro; con la terrible lucha entre el mismo Teo­dorico y Odoacro, culminando en la batalla de Verona; con la matanza de Ravena; y, en fin, con los éxitos transrenanos de un hijo de Clodoveo, Teo- derico, y el prestigio que entre los germanos tenía la lejana ciudad de Cons- tantinopla. Estos cantares de gesta del siglo serían sin duda los prototipos del posterior Beowulfo anglosajón y de las sagas noruegas e islandesas de los siglos IX -X .

5.4.6. Civilización escrita latina, sociedad analfabeta y habla vulgar

Sin duda la civilización del Occidente en estos siglos tuvo un alto grado de carácter literario. Las pizarras conteniendo textos de muy diversa índole -contratos, juramentos, ejercicios escolares, cuentas, etc - encontradas en áreas rurales del centro de la península Ibérica, así como los grafitos dejados por los peregrinos que visitaban las catacumbas romanas, permiten com­probar lo relativamente extendido de la escritura en estos siglos. Pero tam­bién permiten observar sus tremendas limitaciones: unos textos llenos de sole­cismos y vulgarismos, y frecuentemente con unos trazos inseguros. El mismo Cristianismo ayudó a valorar el documento escrito, pues se trataba de una religión escrituraria. La necesidad de cotejar párrafos de las Sagradas escri­turas favoreció mucho el paso del volumen al códice, que facilitaba enorme­mente dichas comprobaciones, Ello también exigía el mantenimiento de un estadio clásico de la lengua latina, por más que ésta había evolucionado mucho en los hablares diversos de la vieja Romania. De ahí la importancia de la ense­ñanza de la gramática, en la que la obra de Donato marcó el camino a seguir: insistencia sobre todo en la morfología, en la machacona repetición de frases por los alumnos y en su corrección por el maestro, para impedir la desvia­ción hacia la lengua hablada. Hasta se intenta mantener una pronunciación “clásica”, ya totalmente ficticia, como muestra el llamado "Suplemento de Pro­bo”, un manual de pronunciación copiado en Roma a mediados del siglo V.

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Pero por mucho que el documento escrito siguiera estando sobrevalo- rado muchas gentes no sabían ni leer ni escribir. Incluso en el plano oral bas­tantes personas de las antiguas provincias romanas difícilmente serían capa­ces de seguir el latín culto de los textos litúrgicos. El latín hablado occidental distaba mucho del clásico, no sólo en lo relativo a la fonética, sino también por la morfología. Ciertamente siempre había existido en la Romania una dicotomía lingüística que era también social y espacial, pues frente al latín elegante propio de las elites urbanas existía el hablado propio de las gentes del campo. La relación que había existido entre ambas hablas se vio. afecta­da por las nuevas ética y estética cristianas. Ya San Agustín en su Sobre la doctrina cristiana había indicado cómo debía ser el orador cristiano para alcanzar sus objetivos de instruir doctrinalmente y edificar moralmente a sus fieles. Para ello el africano modificó los conocidos tres niveles de la oratoria ciceroniana en otros tres que suponían también un cambio de habla: el esti­lo humilde (sermo submissus) para enseñar, el intermedio (sermo m odera­tus) para llamar la atención y el sublime (sermo grandis) para convencer. Y lo cierto es que ya en el siglo IV la elocuencia cristiana había encontrado una vía media, el llamado sermo humilis, en la que conservando la corrección for­mal del latín se adoptaba una sencillez expositiva. Hasta finales del siglo vi esta vía de compromiso pudo funcionar, al no existir todavía en amplios sec­tores de la antigua Romanía una barrera infranqueable entre la forma oral latina y la escrita. Y ello porque todavía la lengua hablada, incluso en sus nive­les populares, no sabios, pertenecería a la latinidad, haciendo reconocible el discurso de alguien que se mantuviera unido a la forma escrita, al menos con tal de que el predicador modulara su voz y acentuación a las normas del habla de su auditorio más popular. De esta forma, de manera gradual el ser­mo humñis se fue de hecho adaptando al sermo rusticus, testimonio de lo cual son los escritos de Gregorio de Tours, que era consciente ya de que la adop­ción del estilo propio de los campesinos era indispensable para asegurar la difusión de su mensaje pastoral. A lo largo del siglo vn este compromiso tra­taría de continuar, pero cada vez con más dificultades. Así, si por una parte las pizarras visigodas de fines del siglo vn testimonian que todavía en la penín­sula Ibérica era posible, algunos diplomas contemporáneos de la Francia septentrional indican lo contrario.

5.4.7. La plástica al servicio de la ideología cristiana

Como consecuencia de ello los grupos dirigentes occidentales necesi­taban de otros vehículos para hacer llegar su mensaje ideológico a todas las capas sociales. Para ello los recursos de la plástica artística y de la arquitec­tura habrían de mostrarse imprescindibles.

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Desde muy pronto el Cristianismo había utilizado los recursos plásticos para difundir su mensaje, y mejor realizar su vocación pastoral. El llamado arte paleocristiano, desarrollado a partir del siglo iv, habría adoptado recur­sos estilísticos e iconográficos clásicos a los nuevos programas y anecdota- rio salidos de los textos sagrados. Lo cual se plasmaría en el relieve, la musi- varia, la pintura -especialmente de códices-, y las artes menores. Los muchos peregrinos que en el siglo VI acudían a la basílica de San Martín en Tours se enterarían mejor de las virtudes y anécdotas del santo contemplado las pin­turas que decoraban sus paredes que leyendo o escuchando homilías o rela­tos hagiográñcos. Así, si todavía los programas iconográficos de los grandes pavimentos musivarios de las villae señoriales del siglo v muestran su ancla­je a las lecturas paganas o profanas tradicionales, pronto esos mismos arte­sanos utilizarían sus técnicas y estilos narrativos para representar motivos y escenas cristianas, sobre todo cuando desde finales de ese siglo lo esencial de las edificaciones privadas tenía una finalidad religiosa. Junto a múltiples y más o menos humildes mosaicos funerarios, dispersos por los países medi­terráneos, tendríamos que mencionar los grandes paramentos en mosaico de las basílicas justinianeas de Ravena, o los anteriores de Santa María la Mayor de Roma. Ese interés narrativo, de mostrar un libro en piedra, expli­caría el éxito de la talla a bisel y el bajorrelieve en la Italia longobarda y en la España visigoda (San Pedro de la Nave) del siglo vil, copiando escenas vistas en tapices o decoraciones manuscritas con frecuencia de origen cop­io o bizantino.

La ilustración de manuscritos religiosos fue uno de los medios más poten­tes para comunicar artísticamente regiones occidentales de tradiciones muy diversas. Manuscritos iluminados italianos, de clara tradición clásica llega­ron a fines del siglo vi a Irlanda e Inglaterra, donde nacería un estilo nuevo y poderoso, al cruzarse con supervivencias célticas. Ejemplos como el Libro de Durrow, con su gusto por la decoración geométrica, pasarían después al Continente, por los escritorios de Luxeuil, Corbie o Bobbio.

La arquitectura monumental, especialmente la religiosa que es la única que en la mayoría de los casos podemos conocer, vivió de la gran tradición clásica, por lo menos hasta mediados del siglo vil y en la_cuenca mediterrá­nea. Así.los baptisterios provenzales o las basílicas merovingias de Tours, Auxerre o París se parecen mucho a otros ejemplares de Italia y a la de los tiempos paleocristianos. Sin embargo en la segunda mitad del siglo vil, y como reflejo de la consolidación de los Reinos romano-germánicos, se asis­te a una especie de regionalización de la arquitectura occidental. Si en Italia el legado de la antigüedad siguió siendo predominante, junto con el trasla­do simple de formas bizantinas (Ravena), en España surgió una arquitectura muy singular, inspirada en lejanos modelos sirios y bizantinos del siglo vil (San Frutuoso de Montelios, San Pedro de la Nave o Quintanilla de las Viñas).

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Por su parte la influencia de los invasores germánicos en el terreno de la plástica sólo se reflejaría en las artes menores, y en especial en la orfebre­ría aplicada a la vestimenta, tal y como correspondía a pueblos inmigrantes. Se trata de una plástica al servicio de una elite dirigente y de funcionalidad guerrera. Utiliza motivos iconográficos de tradición nórdica o de los pueblos ecuestrizados de las estepas euroasiáticas (elementos geométricos y ani- malísticos), con un estilo y técnica que gustaba del colorido (cloisoné y cabu­jones). En todo caso sus formas y estilo pudieron extenderse a gentes no ger­manas en la segunda mitad del siglo v, como una moda especialmente vinculada a grupos dirigentes militarizados. En el siglo vil el prestigio de Bizancio había suplantado formas y estilos germanos en esos mismos uten­silios (fíbulas y broches de cinturón) en las regiones mediterráneas. Incluso influjos meridionales llegarían a una orfebrería nórdica todavía vinculada al horizonte germánico, como reflejan numerosas piezas del famoso tesoro de Sutton Hoo en la Inglaterra del siglo vil.

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Bibliografía

1. Fuentes

En los últimos decenios se han publicado nuevas ediciones de fuentes escritas de estos siglos, así como traducciones a lenguas modernas, especialmente en Espa­ña, Francia, Italia e Inglaterra, de las que resulta imposible dar una detallada infor­mación aquí. Por razón de utilidad nos limitaremos a indicar las colecciones clásicas. En primer lugar los Monumenta Germaniae Historica, que en su diversas rúbricas -Auctores Antiquissimi, Epistulae, Leges Nationum Germanicarum, Formulae Mero- wingici et Karolini Aevi, Scriptores, Scriptores Rerum Merowingicarum, Diplomata Impe­rii, Diplomata regum Francorum et stirpe Merowingica, Scriptores rerum Langobardo­rum, Capitularia- ofrecen las ediciones críticas clásicas de la mayoría de las fuentes no estrictamente eclesiásticas de la época. Para estas últimas lo más cómodo es acu­dir a la completa Patrología Latina de J. P. Migne; ciertamente se recogieron aquí edi­ciones antiguas, e incluso obras apócrifas, por lo que siempre que sea posible resul­ta conveniente sustituirlas por otras más modernas; de éstas la colección mejor es sin duda el belga Corpus Christianorum. Series latina y también el austríaco Corpus scrip­torum ecclesiasticorum latinorum, en proceso de renovación. Para este tipo de textos, y algunos otros no estrictamente eclesiásticos, es muy útil la colección francesa Sour­ces Chrétiennes, que, en continuo progreso, ofrece también una traducción francesa e importantes introducción y notas. El estudiante podrá encontrar una buena selec­ción de textos, en traducción francesa, y con muy buenos comentarios y notas en P. Riché-G. Tate, Textes et documents d ’Histoire du Moyen Age. Ve-Xe siècles, I. Ve-milieu Ville siècle, Paris, 1972.

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Algunos sitios de Internet ofrecen buenas referencias y bases de datos, incluso de fuentes: www.sc.edu/ftantsoc/. www.perseus.tuft.edu/Texts.html. www.sunsite.ber- keley.edu/alex. www.newadvent.ora/. www.phil.uni-erlancrende/~p 1 aes/mah.html. En español hay dos páginas que tratan de estar al día en enlaces sobre la Antigüedad Tardía: www2.uah.es/histant/Enlaces2b.htm#directoriotardia y www.ub.es/arat/aratO 1. html.

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Armauirumque
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